Tras siglos de inundaciones y sequías cíclicas, los pobladores de La Mojana habían desarrollado habilidades de anfibio. Conocían el secreto de sus tierras y sus aguas y lo usaban para dominarlas al ritmo de sus cosechas y con los tiempos de la pesca. No los asustaba la entrada del caudal desbordado de los ríos Magdalena y Cauca, que se vertía entre sus ranchos. Tampoco las temporadas de aridez, que desertizaban los humedales. Pero entre ellos se propagó el olvido, justo en el peor de los momentos.
En el cambio de siglo, cuando el cambio climático alteró definitivamente las antiguas dinámicas de su región, ya no estuvieron listos para interpretar la complejidad de la naturaleza. Sobrevino entonces la calamidad. En 2010 llegó el diluvio, ríos y quebradas rompieron sus lechos con una violencia que no se había visto antes en la región. Algunas zonas estuvieron cubiertas de agua por cuatro años. Las plantas y los animales murieron. Las posesiones materiales se perdieron. Los cultivos se arruinaron y la tierra se contaminó: el Magdalena, el Cauca y el San Jorge la cubrieron con los desechos de la minería que recogen desde sus nacimientos.
Hoy, la brega es por recordar. Cuarenta y dos comunidades de la región, que abarca 11 municipios, la mayoría de Sucre y Bolívar, están volviendo a las costumbres de antaño, las que les permitían encarar las variantes del clima. Quieren desenterrar el entendimiento de los viejos sobre los fenómenos de la naturaleza. Se les ve recogiendo y sembrando semillas nativas, adaptadas al clima local, reforestando y reaprendiendo las propiedades de las plantas. Sin embargo, su esfuerzo se queda corto ante las dimensiones del problema ambiental de La Mojana, del que también son partícipes los grandes dueños de la tierra, ganaderos en su mayoría, y las entidades encargadas de proteger la región. Aun así, la voluntad de esas comunidades está entera.
Cementerio de árboles
Son robles, campanos y orejeros quemados y secos: un cementerio de árboles es el rastro evidente de los cuatro años de creciente en El Torno. En ese tiempo, las 90 familias del caserío a orillas del San Jorge tuvieron que dejar las bestias para transitar en canoas y lanchas entre las callejuelas de una especie de Venecia rústica y pobre, hecha de palos, barro y paja, sin agua potable, donde los cimientos de las casas se emplazaron sobre estacas para resguardarse.
Fueron cuatro años en los que “sólo se veía cielo y agua”, cuenta Antonio Madera. Días marcados por epidemias, fiebres, vómitos, brotes en la piel. Por la muerte de los animales y la pérdida de los pocos enseres. Y, sobre todo, por la ruina de los cultivos. Pero si hay algo que valoran de la gran inundación es que unió a la comunidad. La desventura fue su punto de encuentro. En 2014 se asociaron para hacer una apuesta conjunta: con la pesca arruinada, sin animales, volvieron a cultivar el arroz nativo, una semilla que abandonaron cuando en los 70 les dijeron que no valía, que no se comercializaba.
Volvieron a ella al entender que ese arroz que sembraban las generaciones pasadas estaba adaptado, podía resistir mejor las inundaciones y las sequías de La Mojana. Movieron tierra para crear zonas altas. Así, en los últimos meses de la inundación, ya sembraban las viejas semillas. Hoy tienen varias hectáreas cultivadas con las que, al menos, aseguran su alimento, en una vereda marcada por la escasez.
Ahora que volvieron a la semilla, el problema es otro: “Sólo tenemos tierra en las uñas”, dice Pedro Nel Reino, reiterando esa frase que no sólo se escucha en esta región. Los terrenos donde tienen sus casas y cultivos no les pertenecen, son de ganaderos que se los “alquilan” a cambio de que, luego de la cosecha, se los siembren con pasto para vacas. Pero esa es una solución transitoria. Cuando todo se vuelva pastizal, no habrá espacio para cultivar.
El ciclo alterado
Manuel López, empleado de Corpomojana, la autoridad ambiental, explica las dinámicas de la región: “La Mojana es una zona de amortiguamiento, en donde descansan las aguas que nacen en los Andes. Su función ecológica es ayudar a mantener el caudal de los grandes ríos. Por eso, siempre ha trasegado entre inundaciones y sequías. Los picos de creciente se presentan en ciclos de 5, 50 y hasta 100 años, los más críticos. Sin embargo, el proceso natural, sus frecuencias y duraciones, se alteró por el cambio climático, por la mano del hombre”.
“Los indígenas zenúes, primeros pobladores, habían aprendido a manejar de manera sabia esos ciclos, con zonas altas de cultivo, por ejemplo. Cuando se densificó la región, la gente se ubicó en las orillas de las quebradas, que se empezaron a sedimentar. Tenían canoas, construían palafitos: estaban listos. Hay escritos antiguos que dicen que el hombre de La Mojana era anfibio. Pero empezaron a hacer jarillones y diques que alteraron el curso de las aguas, su tránsito normal, y les quitaron su espacio. Se fueron olvidando las costumbres”.
“Con la inundación de 2010, que abarcó más de 25.000 hectáreas entre Sejebe y San Marcos, llegaron a esas tierras los residuos de la minería del nordeste de Antioquia, sur de Bolívar, norte de Córdoba, donde se usan minerales pesados para extraer oro. Estudios de las universidades de Antioquia y Córdoba han encontrado mercurio en el buchón, en los peces, el arroz y hasta en humanos. Es decir, está disperso por toda la cadena alimenticia”.
“Y ahora hay otros problemas, como la proliferación de búfalos, que llegaron hace unos cinco años y ya se cuentan en miles. Se están convirtiendo en una plaga para los humedales, porque llegan a destruir lugares donde las vacas no entraban, pero son más rentables para el ganadero. A lo que se suma el tráfico de especies nativas en riesgo, como la tortuga hicotea o la babilla, y la falta de recursos de la autoridad ambiental, que tiene alrededor de $3.000 millones anuales para proteger las 560.000 hectáreas de su jurisdicción, de las cuales 380.000 son humedales”.
Restablecer lo perdido
Al igual que en El Torno, otras comunidades vecinas desarrollan proyectos para mitigar los efectos del cambio climático y, de paso, garantizar la seguridad alimentaria de una región asediada por el desempleo, cuyos índices, en 2011 —el peor año de la inundación— daban cuenta de una crisis social que no ha sido superada: la tasa de analfabetismo era del 43 %, la de empleo informal de 98 %, la desafiliación a servicios de salud del 49 %, la falta de acceso a agua mejorada del 42 % y la de eliminación inadecuada de excretas del 70 %.
Quienes con su apoyo están jalonando las iniciativas comunitarias son el PNUD de las Naciones Unidas y el Ministerio de Medio Ambiente, con recursos del Protocolo de Kioto. En Las Flores, la mayor apuesta ha sido por la restauración de la vegetación. “Teníamos un desorden de ideas. Cortábamos la leña de los mangles para cocinar, sin saber que eran la cuna de los peces y las tortugas”, dice un campesino de la vereda.
Llevan dos años recogiendo semillas. Y han buscado en la memoria de los viejos, que conocen los tiempos de cada especie, cuando cada árbol da semilla árbol. Ancianos y niños salen a recogerlas, porque “la nueva generación estaba en blanco en el conocimiento de las semillas, así que son los abuelos los que enseñan”, dice Pedro Arrieta.
La comunidad construyó un banco de semillas. Ahí están las botellas catalogadas con los nombres de las especies, que siembran, reparten e intercambian con otras comunidades. Han restaurado 12 hectáreas con más de 22.000 plantas. Pero se cuestionan sobre el impacto de lo que hacen: “Es un grano de arena lo que podemos aportar, pero qué podemos cambiar, si no somos ni las autoridades ni los dueños de la tierra. Necesitamos tierra propia para restaurar. Los ganaderos van a perder pasto por dejar crecer unos palitos”, dice una campesina de Las Flores.
En Cuenca, a varios kilómetros de allí, la apuesta ha sido la creación de huertas en los patios. Con arroz, yuca y plátano en cultivos circulares, rodeados de zanjas para protegerlos de las inundaciones y que guarden la humedad en épocas de sequía. Una medida de adaptación al cambio climático que se está haciendo popular en la comunidad. Además, la lucha es por ser autónomos, no sólo en su alimentación, también en su salud. Los saberes de don Jaime Beltrán, un indígena zenú, se esparcieron de boca a boca. Él les recordó las propiedades curativas de las plantas. Hoy tienen huertas con paliativos para toda clase de males. Hay hasta moringa, la planta a la que le atribuyen el secreto de la longevidad de Fidel Castro.
Los habitantes de La Mojana buscan en las viejas recetas las soluciones para los problemas actuales. Es una labor que apenas empieza, de eso son conscientes, y de que se necesita sumar voluntades para restablecer el orden de sus ecosistemas. Hurgar en la memoria es apenas el primer paso.