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Las aves revelan que Colombia pierde más biodiversidad de la que hemos calculado

En Colombia, medir la biodiversidad solo en un lugar puede dar una falsa tranquilidad: un nuevo estudio advierte que así se estaría ignorando hasta el 60 % de la pérdida real de especies. Las aves, presentes en páramos, bosques andinos y selva amazónica, fueron la clave para descubrirlo.

Luisa Fernanda Orozco

14 de agosto de 2025 - 09:17 a. m.
Imagen de referencia. Edwards y su equipo estudiaron lo que pasaba en 13 regiones de Colombia entre 2012 y 2019, que comprenden las tres cordilleras andinas (Occidental, Central y Oriental), el Macizo de la Sierra Nevada de Santa Marta, la Amazonia colombiana, los llanos occidentales, y el Valle del Magdalena.
Foto: FERNAN E FORTICH RESTREPO
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Un grupo de investigadores, entre ellos un colombiano, publicó hace poco en la revista Nature un estudio que combinó datos de bosques, potreros y aves para llegar a una conclusión: en Colombia hemos estado subestimando la pérdida total de biodiversidad causada por la ganadería, la deforestación y la siembra de palma de aceite.

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El investigador principal es el profesor David P. Edwards, quien actualmente trabaja en el Departamento de Ciencias de Plantas de la Universidad de Cambridge (Reino Unido). En entrevista con El Espectador, Edwards explica que la mayoría de los estudios se han enfocado en el impacto de actividades como la ganadería, la palma de aceite y otros cultivos en la pérdida de biodiversidad de una sola región. “Pero, si todo el mundo trabaja a esa escala, lo que tenemos es una subestimación global del problema”, dice.

Edwards y su equipo estudiaron lo que pasaba en 13 regiones de Colombia entre 2012 y 2019, que comprenden las tres cordilleras andinas (Occidental, Central y Oriental), el Macizo de la Sierra Nevada de Santa Marta, la Amazonia colombiana, los llanos occidentales, y el Valle del Magdalena. Su objetivo era claro: comparar la pérdida de biodiversidad en potreros y bosques, guiándose por la presencia de aves en esos ecosistemas.

“Decidimos guiarnos por ellas porque está muy bien documentado dónde viven, con mapas de distribución actualizados y precisos. Además, tienen una alta presencia en los ecosistemas, y si nos fijamos en lo que está pasando con las aves, también tendremos un diagnóstico de lo que sucede en el ambiente que habitan”, continúa Edwards.

Para obtener los resultados, el equipo definió 850 puntos de muestreo distribuidos en las 13 regiones. En ellos registraron la presencia de 971 especies de aves y, con esa base, compararon la pérdida de biodiversidad entre bosques y potreros. El análisis se hizo en escalas crecientes: primero simularon el resultado en una sola ecorregión, luego en dos, en tres y así hasta llegar al total nacional.

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Para imaginarlo, piense en un círculo al que se le superpone otro, y luego otro más, hasta completar 13. Cada nuevo círculo representa la adición de una ecorregión, con lo cual cambia el cálculo de la pérdida de biodiversidad.

El biólogo colombiano Edicson Parra, coautor del estudio, señala que la magnitud de la pérdida de aves cambia según la escala en la que se mire. Si se analiza solo una región, el daño parece moderado, pero en realidad se está dejando por fuera cerca del 60 % de la pérdida que sí aparece al observar todo el país. A medida que se amplía la comparación entre ecorregiones, esa subestimación se reduce. Con dos regiones, baja al 28 %. “Eso significa que, para acercarnos al valor real de la pérdida de biodiversidad entre bosques y potreros en Colombia, no basta con mirar un territorio aislado. Es necesario integrar al menos seis o siete ecorregiones diferentes”, explica Parra.

Para llegar a esta conclusión, Parra cuenta que utilizaron un concepto que gana cada vez más espacio entre los ecólogos: la beta-diversidad, que no mide cuántas especies hay en un sitio, sino cuánto cambia la composición de especies entre lugares distintos.

En los bosques tropicales de Colombia, explica Parra, la beta-diversidad es alta: las especies de aves varían mucho de un punto a otro y muchas solo se encuentran en zonas muy específicas, adaptadas a condiciones particulares. Pero, cuando un bosque se convierte en potrero, esas aves únicas desaparecen y son reemplazadas por especies más comunes, con amplios rangos de distribución y presentes en varias regiones, añade Edwards.

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El resultado, concluyen, es un proceso de homogeneización biótica: ecosistemas que antes albergaban comunidades de aves muy distintas comienzan a parecerse entre sí. “En los potreros vemos casi siempre las mismas especies de aves; en los bosques, en cambio, cada región tiene especies que no se ven en ningún otro lugar”, resume Edwards.

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Esa particularidad de los bosques tropicales explica por qué las especies más sensibles a la pérdida de hábitat muestran un impacto mucho mayor cuando se analizan a escala nacional. “En un estudio local solo se detecta la desaparición de las especialistas de esa zona, pero en un análisis que cubre el país entero ves la pérdida de todas las especialistas que se extinguen localmente en distintas regiones”, agrega. Al sumar esos vacíos, la magnitud real se dispara: para las aves de alta sensibilidad, la pérdida estimada a nivel nacional es hasta 67 % mayor que la que arrojan los estudios regionales. En otras palabras, cada bosque alberga “joyas únicas” que, una vez perdidas, no pueden reemplazarse con datos de otras zonas.

No todas las regiones de Colombia responden igual a la pérdida de bosque. El estudio identificó que los bosques montanos de las cordilleras Central y Oriental, así como los bosques húmedos del Napo y del Caquetá, son los más sensibles: en ellos, la desaparición de hábitat se traduce en una caída abrupta de la diversidad de aves. “Son zonas donde se concentran muchas especies especialistas, con rangos de distribución muy pequeños y adaptadas a condiciones únicas. Cuando se pierde el bosque ahí, se pierde casi todo para esas especies”, explica Edwards.

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En contraste, otras áreas como la Sierra Nevada de Santa Marta o los páramos parecen menos sensibles si se mira únicamente la tasa de pérdida de especies. Sin embargo, eso no significa que su valor ecológico sea menor. “La Sierra Nevada alberga 24 especies de aves que no existen en ningún otro lugar del planeta”, recuerda Edwards, lo que la convierte en un centro de endemismo irremplazable. Los páramos, por su parte, cumplen funciones ecosistémicas críticas, como la regulación hídrica, que no se miden únicamente por el número de especies que albergan.

Los autores también encontraron un resultado clave: regiones como la Sierra Nevada de Santa Marta aparentemente son “menos sensibles” a la conversión de bosque a potrero, o sea que, cuando allí talan árboles para reemplazarlos por pastizales para actividades como la ganadería, las comunidades de aves cambian menos drásticamente como sí ocurriría en otras regiones del país, como las cordilleras andinas, donde sí desaparecerían por completo muchas aves.

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“Entonces, si un estudio se hace solo en una región donde el cambio es relativamente pequeño, como la Sierra Nevada, se podría concluir que la ganadería ‘no cambia tanto’ la presencia de las aves, lo que subestima el impacto real que sí se observaría al integrar otras regiones más sensibles”, dice Parra.

Una mirada más allá

En los apartados finales del estudio,los investigadores recomiendan diseñar esquemas de monitoreo espacialmente estructurados, que incluyan múltiples regiones —a diferentes alturas— para capturar toda la variación de la biodiversidad. “No se trata de medir siempre en el mismo sitio, sino de entender la estructura espacial de la diversidad para saber dónde y cómo actuar”, señala Edwards. Esto, en sus palabras, implica una mirada que vaya más allá de proyectos puntuales y se conecte con estrategias globales como el 30x30 (proteger el 30 % de la superficie terrestre para 2030), que propone conservar la mitad del planeta para la naturaleza.

La investigación también plantea integrar la conservación con la planeación del uso del suelo. No basta con delimitar áreas protegidas: es necesario considerar la conectividad entre ellas, identificar zonas de alta sensibilidad y ajustar los porcentajes de protección según el riesgo. “Si protegemos el 30 % de cada región por igual, podemos perder más biodiversidad que si invertimos más en las zonas más sensibles y menos en las menos sensibles”, advierte Edwards.

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Por ahora, Edwards comenta que la investigación desafía la idea de que hacer agricultura más amigable sea suficiente para frenar la pérdida de especies. Incluso las pasturas silvopastoriles, que integran árboles en el paisaje ganadero, no logran mantener las aves especialistas de los bosques intactos. “No quiero decir que no haya razones para incorporar árboles en los sistemas productivos, pues se han demostrado unos claros beneficios, pero no se debe vender como una estrategia de conservación a gran escala”, afirma Edwards.

En sus palabras, para preservar la riqueza única de Colombia, el mensaje es contundente: se necesita proteger y restaurar hábitats naturales extensos y bien conectados, especialmente en las regiones donde la pérdida podría pesar más.

Por Luisa Fernanda Orozco

Periodista de la Universidad de Antioquia.@luisaorvallorozco@elespectador.com
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