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Los guardianes del manglar

En 2008, cinco comunidades del golfo de Tribugá, al norte del Chocó, dieron inicio a la formulación de los planes de manejo de sus manglares con el objetivo de combatir su explotación y el cambio climático.

María Paulina Baena Jaramillo
11 de septiembre de 2014 - 03:17 a. m.
Antonio García es uno de los seis recuperadores de los manglares en el municipio de Nuquí. / Fotos: Francisco Acosta
Antonio García es uno de los seis recuperadores de los manglares en el municipio de Nuquí. / Fotos: Francisco Acosta

El océano es lo de ellos, pues allí pescan. El barro, en cambio, es lo de ellas, porque allí pianguan. Saben hurgar con ambas manos en los bordes de las raíces de los manglares. Palpar con los pies descalzos alguna concha. Evitar los cangrejos, culebras y pejesapos que puedan cruzarse en ese laberinto de troncos. Y regresar con lodo hasta los tuétanos, con la ropa más negra que su piel y con un balde de pianguas por el que sólo pagan $8.000.

La piangua es un molusco que vive entre las raíces de los mangles. En el Pacífico colombiano se ha consolidado como el recurso más importante para las comunidades afrodescendientes, porque la comercializan, la comen a diario en sudados, arroz atollado, tamales y ceviches, y utilizan su concha para fortalecer los suelos fangosos en los que se asientan las casas.

Una libra equivale a seis docenas de conchas grandes que alcanzan a llenar un balde pequeño. Pero los periplos por los que tienen que pasar las piangüeras no son pocos. Hoy ya no hay tanta piangua como antes; el calor pega con más fuerza y los mosquitos pican sin clemencia.

Doña Morita, como la llaman en Tribugá, es una vieja de voz ronca y pelo canoso. Cuenta que cuando su mamá pianguaba se formaban montañas de conchas que hundían los botes de madera. Hoy, en el golfo de Tribugá, que comprende cinco comunidades, Jurubirá, Tribugá, Nuquí, Panguí y Coquí, “todos estamos de acuerdo con que ha disminuido el recurso”, remata Élmer Rentería, quibdoseño y biólogo de la Fundación Marviva.

Y disminuyó, entre otras cosas, porque no existía un plan de manejo adecuado para su recolección y porque el nivel del mar aumentaba cada día, aprisionando al manglar, destinándolo a morir y a que las pianguas cambiaran de hábitat. En puja se piangua y en quiebra no: esa era la consigna, pero la incertidumbre del clima desequilibró este calendario natural.

“Quisimos bajar la presión sobre la leña y la piangua. Para eso debíamos cuidar el manglar”, dice Nilier Moreno, presidente del Consejo Comunitario Local de Tribugá, el corregimiento que cuenta con más área de manglar en todo el golfo, pero que se convirtió en un pueblo fantasma que fue desplazado por la guerrilla al ser un corredor estratégico que conectaba con la serranía del Baudó.

Pero esa es otra historia. Empezaron a cuidar las 3.000 hectáreas de manglar que crecían en el golfo para que, “en vez de sacar más manglar, se conservara más”, comenta Enrique Murillo, vicepresidente del Consejo General Los Riscales, mientras pasa su segundo trago de viche (una bebida fermentada con hierbas).

El manglar, según Héctor Tavera, coordinador de ordenamiento de manglares de la Fundación Marviva, “es la sala cuna de especies importantes para la pesca”. Además es fuente de plantas medicinales, protector del suelo, almacenador de hasta cuatro veces más carbono que los bosques húmedos tropicales y “el espacio perfecto para el chisme”, comenta entre risas Élmer Rentería.

El plan de manejo del manglar fue construido con la comunidad y asesorado por Marviva y otros socios. Las iniciativas partían del sentido común y consistían en una serie de normas sencillas.

Una de ellas es la extracción de leña cuyo tronco no podía tener un diámetro menor a 18 centímetros y otra la recolección de piangua que debe tener una talla mínima de captura de 5 centímetros. Al principio medían las conchas con el piangüímetro, una regla que determinaba el tamaño ideal. Luego lo hacían mecánicamente. Esto con el objetivo de preservar la especie y permitir su reproducción.

Carmen Candelo, directora de gobernanza y vida sostenible de WWF, oriunda de El Charco, Nariño, dice que cuando se implementó el plan de manejo con las piangüeras del sur del Pacífico se generó “una conciencia colectiva frente al recurso. Este plan nos enseñó que la captura indiscriminada de la piangua nos generaba más recursos, pero mataba a la especie”.

Otra iniciativa fue crear fogones ahorraleña que suponían una nueva alternativa energética. En todo el golfo ya se han construido 105 fogones: el ahorro de leña es del 50% y la fila de espera para obtener uno es larga. No es un fogón como cualquier otro. Cada uno ha sido decorado por cada familia a punta de semillas, pinturas y mensajes. Esther, una de las beneficiarias del programa de fogones, dice que la ropa ya no queda ahumada y la misma leña que utiliza para el desayuno le sirve para el almuerzo. La profesora Noelia Mosquera, de la escuela de Jurubirá, también asegura que “antes cocinaba con 15 astillas y ahora me basta con tres”.

Finalmente están los viveros. Uno en Jurubirá y otro en Nuquí. María Hurtado—1,65 de estatura, dientes blancos y ojos brillantes— es delegada del manglar en Nuquí y junto con un grupo de cinco personas se encarga de recuperar los mangles. Siembran las siete especies de plántulas en una carpa cerrada con lona verde y atestada de cangrejos, agarran las semillas, las introducen en pequeñas bolsitas llenas de lodo y al cabo de tres meses ya están listas para repoblar los lugares más “azotados” o los “claros”, como dicen ellos.

“Si matamos la especie acabamos con nosotros mismos”, dice María Hurtado, en Nuquí. “Sin el manglar, no seríamos nada”, exclama Marlon Mosquera, en Jurubirá. En Nuquí ya han reforestado ocho hectáreas y se han sembrado 20.000 plántulas. En Jurubirá, llevan una hectárea reforestada y 2.500 plántulas sembradas.

Los manglares se zonificaron. Una zona para uso sostenible en la que pianguan y cortan leña, otra zona de recuperación en la que siembran las plantas que crecen en los viveros y otra de preservación que sirve de banco genético.

Aída Leydis Palacios, delegada del manglar en Tribugá, está involucrada en el Colectivo de Comunicaciones “En Puja”, que busca divulgar la información para que la gente tome conciencia del cuidado de los manglares.

Y como si fuera poco, en cada municipio se levanta una valla gigante, colorida, en la que se lee que “En el golfo de Tribugá vivimos regocijao porque sus bellos manglares nos dan de comer pescao (sic)”.

Allí todos tienen que ver con el manglar. Todos se aferran a su tierra como las raíces de esos árboles. Van al ritmo del sol, la luna y las mareas, que puja cuando está baja y que quiebra cuando sube. Pero el aumento en el nivel del mar y el calor han desequilibrado su vida.

Arcenia, una piangüera que lleva una herida en el brazo por la picadura del pejesapo (un pez venenoso que vive en los esteros del manglar), mitiga su inventario de quejas con alguna canción. Porque detrás de ese humor, de esas risas estruendosas, de los ademanes grandilocuentes que utilizan los negros cuando cuentan alguna historia, de los pasos de salsa choke y de champeta que empiezan a dar los más pequeños, de los tragos amargos de viche, de esas gotas de sudor que quedaban impregnadas en la frente, se esconde un profundo abatimiento.

Con todas las maromas que tienen que hacer los chocoanos del golfo de Tribugá para preservar sus recursos, nadie se muere de hambre, y si se muere, es por pereza.

 

 

mbaena@elespectador.com

@mapatilla

Por María Paulina Baena Jaramillo

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