Manglares del golfo de Urabá: gran sumidero de carbono del Caribe
Investigadores estudiaron 10 kilómetros de los manglares que bordean el río Atrato y encontraron que logran retener 20 toneladas de dióxido de carbono por hectárea cada año. El agua dulce del río Atrato ha jugado un papel trascendental en esta captura.
Paula Casas Mogollón
Sobre las montañas de la cordillera Occidental y la serranía del Baudó, en Chocó, se origina el Atrato, un majestuoso río que desemboca en la costa occidental del golfo de Urabá, donde se forma un delta con la forma de una mano. Cada uno de sus “dedos” es un canal que desemboca en el mar Caribe, el segundo mayor caudal de agua dulce de Colombia. A lo largo del río se han formado numerosas ciénagas y se ha asentado un tipo de bosque único en el planeta: el manglar. Allí se encuentran los árboles que más dióxido de carbono por unidad de área pueden retener en el país.
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Sobre las montañas de la cordillera Occidental y la serranía del Baudó, en Chocó, se origina el Atrato, un majestuoso río que desemboca en la costa occidental del golfo de Urabá, donde se forma un delta con la forma de una mano. Cada uno de sus “dedos” es un canal que desemboca en el mar Caribe, el segundo mayor caudal de agua dulce de Colombia. A lo largo del río se han formado numerosas ciénagas y se ha asentado un tipo de bosque único en el planeta: el manglar. Allí se encuentran los árboles que más dióxido de carbono por unidad de área pueden retener en el país.
Así lo determinó un estudio realizado por los investigadores colombianos Juan Felipe Blanco y José Riascos. El objetivo era comprender el aporte que tenían los manglares en el ciclo del carbono en la costa sur del Caribe colombiano, por medio de la caída de las hojas desde la copa de los árboles, su incorporación al suelo realizada por los organismos o las fuerzas del agua —como las olas y mareas— y su llegada al mar. Durante 2015 y 2016 recogieron muestras de las hojas de la franja estrecha sur del delta del río Atrato, el área con manglar más extensa del golfo de Urabá y de Antioquia.
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El Atrato es una de las zonas más lluviosas del mundo, allí se encuentra Lloró, en donde se han registrado precipitaciones de más de 10.000 milímetros cúbicos. Es tanta agua la que cae cada año que se podría llenar un recipiente de diez metros de altura durante este tiempo. La abundancia de agua dulce hace que se diluya la salinidad del mar en el litoral del golfo, generando las condiciones ideales para que, en franjas estrechas, se formen los bosques de manglar entre la orilla del océano y la tierra firme. Se encargan de luchar contra el exceso de sales expulsándolas a través de los troncos o de las hojas.
Esas hojas fueron recolectadas durante dos años por los dos investigadores, técnicos de campo y estudiantes para comprender qué otras funciones tenían los manglares, además de ser salacuna de peces, crustáceos y anfibios. “Queríamos entender el papel de la salacuna, no solo desde la provisión del habitad para otras especies —que están en la raíz—, sino desde la relaciones tróficas, cómo la alimentación de los peces. Para poder conocer esa conexión, debíamos saber qué sale del manglar que, a su vez, depende de qué cae de los árboles”, cuenta Blanco, Ph. D. y profesor titular del Instituto de Biología de la Universidad de Antioquia.
Cuatro años antes, Blanco y otros investigadores habían mapeado esta área de los manglares de Urabá por medio de fotografías de alta resolución. Con los datos obtenidos durante la expedición, consiguieron establecer la importancia de la zona en términos ecológicos, su extensión (5.700 hectáreas) y que allí habitaba una comunidad afrodescendiente organizada en un consejo comunitario, llamado Bocas del Atrato y Leoncito. Las más de 400 personas asentadas dependen fundamentalmente de la pesca artesanal entre los manglares, por donde pasan más de cincuenta especies.
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Para entender la relación trófica, el grupo de investigación diseñó una estrategia que consistía en instalar sesenta canastas de 50 x 50 cm a lo largo de diez kilómetros de la bahía Marirrio, en el sur del delta del río Atrato. En los recipientes cayó todo lo que había en las copas de los árboles: hojas, flores, frutos, pedazos de ramas y otros materiales que no consiguieron identificar. Durante dos años, todos los meses recogían las muestras que estaban en los cestos y lograron cubrir un poco más de un ciclo anual, la transición del fenómeno de El Niño a La Niña de julio de 2015 a octubre de 2016.
Esta fase del estudio, dice Blanco, fue importante porque les permitió poner a prueba si existían diferencias en la cantidad de material que caía por hectárea a lo largo de períodos de sequía y de lluvias. Las muestras que habían recolectado fueron trasladadas a la sede de Turbo de la Universidad de Antioquia, donde los estudiantes se encargaban de secarlas, separarlas y luego prensarlas. Las hojas y madera se enviaron por separado a un laboratorio de química orgánica para estimar la cantidad de carbono almacenado por unidad de peso en cada material.
Ese material separado registra unos valores que, al principio, son del orden de los gramos por metro cuadrado y, al convertirlos a hectáreas, son valores en kilogramos. Pero, cuando se suma a lo largo del año el valor se calcula en toneladas por hectáreas. “Esos datos señalan que es una magnitud significativamente alta. Un carro, por ejemplo, pesa una tonelada y al año emite toneladas de dióxido de carbono, entonces empezamos a ver cómo los valores de magnitudes de la caída de todo el material del bosque se parecen al material de carbono que emite, en este caso, un vehículo”, añade Blanco.
Para calcular la cantidad de carbono que podrían retener los manglares en sus copas, los investigadores multiplicaron el peso de las hojas y madera caídas por mes por canasta por la concentración de carbono de cada material. Luego sumaron los valores. Esa cifra la compararon con otros datos y establecieron que la producción, entendida como la cantidad de hojas, flores, frutos y ramas que caen, es de cerca de veinte toneladas por hectárea cada año. “Esas toneladas de hojas amarillentas que cayeron en las canastas equivalen a las toneladas de CO2 que primero capturaron las hojas verdes y que al caer se transferirían al suelo”, asegura Blanco.
Ese carbono que retienen naturalmente los ecosistemas marinos y costeros se conoce como “carbono azul”. En el caso de los manglares, sus rutas catabólicas se encargan de liberar el carbono que está en el interior del suelo, dejándolo en la atmósfera. Y, sus rutas anabólicas lo capturan para luego transformarlo en biomasa. Los resultados, publicados en Estuarine, Coastal and Shelf Science, refuerzan la idea de que los manglares, particularmente los del golfo de Urabá, son importantes sumideros de carbono y los convierte en una solución natural contra el calentamiento global.
Los manglares de esta zona de Urabá, además, tienen una de las mayores producciones primarias a escala mundial, porque reciben mucha lluvia y escorrentía de agua dulce; su temperatura es cálida todo el año, tienen menos estrés osmótico, no se ven afectados por huracanes ni tormentas, ni invierten su energía en procesos como la desalinización de sus tejidos, como sí pasa con los manglares de otras partes del Caribe. Estos manglares de la costa sur del Caribe son únicos por su intercambio mareal, lo que permite que los troncos de los árboles superen los diez metros de alto y el medio metro de diámetro.
“El estudio nos señaló que para esa área —de diez kilómetros— se calculan veinte toneladas por hectárea. Pero si lo estimamos para las 5.700 hectáreas que tienen esos manglares y con lo que sabemos de investigaciones anteriores, podríamos decir que retienen casi 120.000 toneladas de CO2 cada año. Empieza a ser un valor que no nos cabe a la cabeza y ecológicamente es importante en el ciclo del carbono a escala regional y nacional”, dice Blanco. Aunque hay manglares altos en el Pacífico colombiano, Brasil o África, no son tan productivos como estos de Urabá, uno de los factores es porque no reciben tanta agua dulce.
La investigación tiene una segunda fase que consiste en la observación de la descomposición de las hojas en un material más frágil, pero que, a la vez, es más nutritivo y puede fragmentarse por acción de microorganismos, acción mecánica del agua y por el consumo de invertebrados, como cangrejos, camarones, caracoles o peces.
Pese a que el foco de atención en el golfo de Urabá siempre ha sido el conflicto armado, el narcotráfico o los migrantes ilegales, varios estudios evidencian la particularidad de los manglares de esta zona que, además de ser grandes sumideros de carbono, son la salacuna y el sitio de alimentación de la mayoría de las especies de peces, importantes para las pesquerías artesanales. Con el propósito de impulsar su conservación, desde la institución ayudan a que las comunidades locales implementen herramientas tecnológicas, como mapas de código abierto de su territorio que junto a expresiones artísticas y contenidos en redes sociales hagan visible su importancia ecológica.