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La producción de energía es casi tan antigua como la humanidad. En épocas prehistóricas los primeros habitantes del planeta usaron minerales para producir una chispa que generaría fuego. Al golpear el pedernal, una variedad de cuarzo gris oscuro y de alta dureza, con la pirita, un mineral dorado, lograban obtenerlo. Así conocieron que podían cocinar, iluminar las noches, calentarse y ahuyentar depredadores usando recursos de la naturaleza.
Muchos años más tarde, recuerdo a mi abuelita contándome cómo había llegado la luz a Zipaquirá en 1906. Fue la felicidad de poder alumbrar los espacios cuando caía la noche y dejar de comprar velas para poder hacer sus quehaceres, leer un libro o bordar.
Hoy llamamos “país desarrollado” al que ofrece a sus ciudadanos el ‘acceso universal a servicios básicos’ como agua, luz y combustible que les permite llevar una vida “normal”. En Colombia, aún existen muchas comunidades que no cuentan con un servicio estable de energía eléctrica, y aunque más del 98 % de la población tiene acceso, a quienes no les llega están principalmente en Amazonas, Chocó, Guainía, La Guajira, Putumayo y Vichada.
Para los demás, que sí contamos con el servicio 24/7 y podemos escribir estas líneas, la electricidad proviene principalmente de dos fuentes: 67 % de hidroeléctricas, o sea de los embalses en los ríos (energía que se considera “limpia” por ser baja en emisiones), y 30 % de energía térmica que utiliza combustibles fósiles como el gas y el carbón (Corficolombiana, 2023), o sea energía no renovable y lesiva para el planeta.
Sobre movilidad, para una población de más de 52 millones de colombianos, circulan por las carreteras del país alrededor de 18 millones de vehículos. 80 % de ellos se mueven con motores de gasolina, un derivado del petróleo que, cuando está en acción, produce gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono.
El Acuerdo de París de 2015, tratado internacional sobre cambio climático, recomienda una reducción significativa de las emisiones de gases de efecto invernadero para que el planeta no se caliente más de un grado y medio, así como la transición a energías renovables.
Aunque Colombia genera 0,4 % de estos gases a nivel mundial, también tiene el reto de transitar 100 % de su capacidad, hacia energías renovables tales como la solar, la eólica, la geotérmica, la biomasa, entre otras. Para cualquiera de estas energías, como sucedió con nuestros queridos antepasados prehistóricos, se utilizan minerales que ofrece el subsuelo y que es necesario extraer, si queremos que la energía eléctrica llegue a todas partes.
En el caso de la energía eólica se necesita cobre, acero y aluminio para fabricar las turbinas de viento, el neodimio o las tierras raras para fabricar los imanes necesarios para su funcionamiento y el concreto para construir la estructura. La energía solar requiere cobre, acero y aluminio para la construcción de los paneles, y la sílice, la roca que usaban nuestros antepasados pero ahora de alta pureza, fundamental para elaborar los vidrios de los paneles solares que tienen una vida útil de 25 años. Para la producción de baterías, utilizadas en los dos tipos de energía para almacenarla y usarla cuando no hay sol o viento, se necesita níquel, litio, cobalto y grafito.
Una vez producida la energía, es necesario transportarla a través de redes de alta tensión hasta las subestaciones, desde donde se distribuye hacia los hogares y empresas en otro tipo de redes de menor tensión. ¿De qué están hechos esos cables, esas venas por donde circula el fluido eléctrico? De cobre, que se encuentra tanto en el subsuelo como expuesto en la superficie. América Latina concentra 26 % del cobre del mundo, siendo Chile y Perú los países que lideran la producción . Colombia, si bien no hace parte del ranking de producción de cobre, tiene reservas que llaman la atención y que han generado varios procesos de exploración.
Con relación al litio y según el Foro Económico Mundial, Argentina, Bolivia y Chile concentran alrededor del 60 % de los recursos a nivel mundial. Se trata de un mineral cuya explotación tiene efectos ambientales negativos como la contaminación del agua y el suelo, afectando no solamente a las comunidades, sino a la flora y la fauna de la región por la degradación de ecosistemas. Además, la extracción de litio puede generar emisiones de CO₂ y otros gases contaminantes, que exacerban el cambio climático.
Entonces, si queremos seguir viviendo con las necesidades básicas resueltas, no nos salvamos de arañar el subsuelo y las montañas para conseguir los minerales necesarios. Para hacerlo es necesario considerar aspectos sociales, ambientales y económicos que surgirán a causa de un terreno intervenido y comunidades afectadas.
La clave: el conocimiento para hacer una minería responsable. Esto implica una adecuada gestión del agua, respeto por las comunidades que viven en el territorio, para que realmente tengan voz y voto informado sobre lo que está bajo sus pies y los planes para extraerlo; el uso de tecnologías y recursos para prevenir o al menos mitigar los impactos, y reciclar. Por ejemplo, cuando los paneles solares terminen su vida útil, ¿a dónde irán?, ¿o hay alguna posibilidad de que se reciclen para extraer los minerales que estén aún en buenas condiciones para reutilizarse?
Lo ideal sería generar la energía en el lugar donde se consume, y así evitar la construcción de grandes centrales y líneas de transmisión. No se trata de volver a las cavernas y producir fuego golpeando rocas. Pero sí es crucial la responsabilidad para que los proyectos que anuncian empresarios y políticos funcionen.
Se necesita que las consultas previas con las comunidades sean horizontales; que haya apropiación de conocimientos, creencias y necesidades de ambas partes para garantizar la participación efectiva y transparente en decisiones que les conciernen directamente a las y los interesados. Como el ambiente no tiene voz, las dos partes tendrán que abogar y responsabilizarse por defender los ecosistemas que, en medio de todo, son cruciales para la vida del planeta entero.
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