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¿Qué se siente ser un cucarrón? (O el problema de las otras mentes)

Santiago Wills habla sobre la imposibilidad de “ponerse en los zapatos” de un animal. ¿Vale la pena intentar descifrar el misterio?

Santiago Wills*
28 de junio de 2023 - 01:34 a. m.
Genérica Opinión EE
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Foto: Diego Peña Pinilla

En Solo un poco aquí (Penguin Randomhouse 2023), su más reciente libro, la escritora bogotana María Ospina Pizano narra las vidas entrecruzadas de dos perras, una tángara escarlata, una puercoespín, varios humanos y una cucarrona. (Le puede interesar: Las áreas protegidas podrían no ser suficientes para cuidar especies silvestres)

Ospina se acerca a las vidas de los animales a través de una bellísima prosa que se esfuerza por ver el mundo desde la posición de otros seres. Cinco horas, por ejemplo, son una “tajada enorme de la vida de la cucarrona a quien le quedan solo dos semanas menos un día”; la tángara, mientras descansa del largo viaje migratorio que hizo desde Estados Unidos, “escapa al ataque de una mantis religiosa camuflada en la misma rama del caobo que frecuenta, lista para devorar el cerebro de sus presas”; y Kati, la perrita de un reciclador que una mujer luego adopta, “investiga las mantas que despiden un perfume sintético (… y) mira hacia otro lado, como desdeñándolas, atenta a detectar algún movimiento en el bosque”. Sentimos, de ese modo, los aromas de los bosques, el fluir de los vientos huracanados sobre las islas y el peso del azadón que golpea la tierra junto al insecto.

Solo un poco aquí es una novela notable por el ejercicio mental de acercarse a estos seres y por su escritura precisa y bruñida (“Una espada que parece artificio”, dice sobre el pico de un tucán, “como si el cuerpo del pájaro existiera solo para sostener ese escándalo”). No obstante, erige una barrera que refuerza un prejuicio que otros autores –por supuesto, me incluyo– han intentado superar.

En un comentario sobre la novela de Ospina, el escritor Giuseppe Caputo alabó la voz narradora que “llena enteramente el relato (…) con adverbios y expresiones de duda, también con oraciones que manifiestan la imposibilidad de llegar, tantas veces, a un conocimiento puntual sobre la interioridad de los animales: tal vez, quizás, de pronto, quién sabe si, parece que, nunca sabremos si…”.

Ospina, como señala Caputo, se resiste a comprometerse con el conocimiento de la mente animal. La voz narradora nos dice que Kati quizás se asustó por una u otra razón; que la tángara tal vez reaccionó a uno u otro estímulo; y que nunca sabremos por qué la puercoespín o la cucarrona hacen tal o cual cosa. (Le recomendamos: El volcán Nevado del Ruiz regresa a nivel amarillo)

En 1974, el filósofo estadounidense Thomas Nagel escribió un célebre ensayo llamado “¿Qué se siente ser un murciélago?” (“What Is It Like to Be a Bat?”). Haciendo eco de un aforismo de Wittgenstein –”Si un león pudiera hablara, no lo entenderíamos” –, Nagel concluyó que es imposible ponerse en las patas de un murciélago. Dado que nuestra imaginación se construye a partir de nuestras propias experiencias, nunca podremos concebir del todo qué significa ser un murciélago, argumenta Nagel.

En su libro de no ficción La inmensidad del mundo (Tendencias 2023), el periodista Ed Yong desecha la tesis de Nagel usando el concepto de Umwelt, ideado por el biólogo báltico Jakob Von Uexküll. Este concepto rescata el ciclo vital de los organismos desde una posición subjetiva. Los sentidos y la fisiología de cada especie animal evolucionaron para adaptarse a los mundos en los que viven (los ecosistemas con sus depredadores, presas, espacios, etc.). Gracias a la ciencia, podemos no solo estudiarlos y entenderlos, sino también acercarnos a su forma de percibir el mundo.

Esto es más simple con los mamíferos, dadas las similitudes que compartimos con esta clase de vertebrados (hay ciegos que utilizan una suerte de ecolocalización análoga a la de los murciélagos), pero puede hacerse con insectos e invertebrados. (El procesamiento visual acelerado de las moscas comunes (Drosophila melanogaster), por ejemplo, hace que perciban el tiempo de una manera más lenta (de ahí, lo difícil que es atraparlas). En La inmensidad del mundo, Yong explora esos Umwelts cercanos y lejanos, y nos muestra que esas supuestas barreras epistemológicas no son tan sólidas como Nagel nos hizo creer.

Ahora, ¿cuál es el problema de esa asumir imposibilidad de conocer la mente animal? ¿Por qué no puede ser un misterio? ¿No hay algo bello, incluso, en que lo sea? Brevemente, esa idea apunta hacia la vieja idea cartesiana de los animales como seres mecanicistas y diferentes de los humanos. La voz narradora de Solo un poco aquí sabe lo que piensan las personas y nos lo cuenta. Pero el problema de las otras mentes también existe para los demás humanos. ¿Por qué ellos sí y los otros no? (También puede leer: Eran mineros de carbón y ahora terminaron un diplomado en transición energética)

En la literatura, durante siglos los otros animales no han sido otra cosa que humanos disfrazados. En las fábulas de Esopo, el Libro de la selva y otras obras protagonizadas por animales estos hablan y se comportan como personas. Algunos autores se han esforzado –con mayor o menor éxito– por dejar a un lado la antropomorfización y revestir a los otros seres de la dignidad que merecen (pienso en Flush, de Virginia Woolf, Kashtanka, de Chéjov, y poemas como La Octava Elegía del Duino, de Rilke).

Ospina, como ellos, muestra que los perros, los puercoespines, las aves y los insectos tienen vidas que merecen ser contadas. Me desconcierta la distancia frente a esas vidas, sobre todo porque el último capítulo cierra con los sonidos de los diferentes personajes. En la última página, el canto de la tángara se mezcla con las palabras de la mujer, los gruñidos de Kati, los chillidos de la puercoespín y los sonidos aún sin nombre de la cucarrona: la belleza del libro yace en esa horizontalidad.

*Escritor y periodista bogotano. Ha sido tres veces ganador del Premio Simón Bolívar y finalista de varios premios internacionales de crónica. Su primera novela, Jaguar (Literatura Randomhouse 2022), fue semifinalista del Premio Herralde.

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Por Santiago Wills*

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