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¿Por qué el Amazonas?
Carlos Rodríguez se acomoda en la silla, remonta medio siglo en su memoria y comienza su relato de amor por la selva.
“Es demasiado sencillo. Mi papá tenía un taller y una fábrica de muebles. Era un gran ebanista. Siempre nos decía: un árbol se demora muchos años en crecer para que vengan y lo dañen en un minuto. El respeto por la madera implicaba para él que todo lo que se haga con ella debía ser perfecto”. (Lea: La ciencia oculta (hasta ahora) de los grandes bagres del Amazonas)
Un día, cuando su papá no encontró las maderas que necesitaba en Bogotá, decidió emprender un viaje a Caquetá. Carlos quería que lo llevaran a conocer la selva, pero su papá prefirió la compañía de un hermano mayor. Así que el sueño de conocer los bosques de los que llegaban las maderas que su padre transformaba en muebles perfectamente tallados tuvo que esperar unos años más.
Carlos se matriculó en biología en la U. de los Andes. Fue entonces cuando llegó la oportunidad de viajar al sur. Una compañera cuya familia vivía en Cartagena del Chairá lo invitó a él y otros compañeros en vacaciones.
“Nos llevaron a conocer la laguna del Chairá. Fue un impacto grandísimo ver una laguna llena de orquídeas, miles de orquídeas; estar en una canoa remando entre orquídeas era el paraíso. Ahí fue el enamoramiento grande con la selva”.
En Los Andes la biología se fue mezclando con la antropología y la economía. Eran años de intensos debates intelectuales sobre el desarrollo local. Y sus compañeros de estudios eran bastante apasionados. Eran una generación dorada: Patricio von Hildebrand, Fernando Gatz, Germán Andrade, Cristian Samper y Alberto Gómez Gutiérrez, entre otros. Empezaban todos a hablar de “visión integral”, “biodiversidad” y “sociobiología”. Comenzaba la búsqueda de la “interdisciplinaridad”. Una palabra que lo arrastró hasta el Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales (Cider) de Los Andes para completar una maestría en desarrollo regional y urbano.
Bajo la batuta de Fernando Tenjo, luego codirector del Banco de la República, rodeado de antropólogos, economistas e historiadores, entendió que la biología no era suficiente para mirar a la Colombia más profunda. Al graduarse apareció la oportunidad que soñaba: la antropóloga Elizabeth Reichel-Dolmatoff y Martín von Hildebrand necesitaban un grupo de colaboradores para una larga investigación en la Amazonia. Carlos se apuntó. (Puede leer: Los peces que no sabemos comer)
Le asignaron un pueblo de pescadores: La Pedrera, sobre una orilla del río Caquetá; y a la antropóloga Clara van der Hammen, su colega, Puerto Córdoba. Durante varios meses permanecían aislados del resto del mundo, interactuando solo con los conocedores locales, luego se reunían, discutían resultados y volvían a internarse en su rincón de la selva. En ese ir y venir ya se habían enamorado.
En uno de aquellos viajes visitaron al maloquero de Puerto Córdoba. “Un viejo maravilloso; yucuna. Le pedimos que nos ayudara a hacer el mapa del territorio. Dijo: ‘Listo’. Y empezó una recitación de la que no entendíamos nada. Así que le preguntamos a otro indígena. Nos dijo: ‘Está recitando todos los lugares desde la boca del Amazonas hasta aquí. Nombró todos los caños y quebradas’. Quedamos boquiabiertos”.
Carlos y Clara viajaron a Europa. Ella terminó su doctorado en la U. de Utrecht y él hizo otro en la Universidad de Ámsterdam. Regresaron a trabajar por la Amazonia al frente de la Fundación Tropenbos con la convicción de apoyar el conocimiento local. Carlos nunca perdió el contacto con sus amigos pescadores de La Pedrera, incluyendo a Luis Ángel Trujillo.
Una conversación casual con Luis Ángel, que ocurrió hace más de veinte años, en la que discutieron sobre la alimentación de los grandes bagres del Amazonas, los llevó a ambos a emprender una larga investigación para demostrar que la ciencia occidental, los biólogos y ecólogos estaban equivocados. No podía ser cierto que estos grandes depredadores comieran tan solo 17 presas. Luis Ángel y sus amigos pescadores sabían muy bien que ellos surcan las oscuras aguas amazónicas en busca de decenas de presas.
Con paciencia y rigor, tomando nota de todo lo que encontraba en el estómago de los peces que sacaba del agua, Luis Ángel fue alargando la lista hasta extenderla a 63 presas naturales y 92, incluyendo las carnadas. También plasmó en sus notas detalles ignorados de la ecología de los siete grandes bagres del Amazonas. El resultado se transformó este año en el libro, ilustrado por el indígena Confucio Hernández, Piraiba. Ecología ilustrada del gran bagre del Amazonas, que recibió el Premio Alejandro Ángel Escobar en la categoría ambiental. El mayor reconocimiento en ciencias en Colombia. (Le puede interesar: Una Amazonia sin las Farc)
Más allá del libro, la razón por la que El Espectador decidió resaltar como uno de sus personajes del año a Carlos Rodríguez es que desde aquel encuentro con el viejo yucuna en su maloca, cuando recitó todos los caños y quebradones que conocía del Amazonas, él no ha descansado en su tarea de demostrarles a los colombianos y al mundo entero que entre los indígenas y conocedores locales como Luis Ángel habita una ciencia tan valiosa como la que se escribe en artículos científicos y se guarda en bibliotecas de papel. Una ciencia que también merece ser escuchada.