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Se multiplica por 10 las balsas de minería sobre el río Caquetá entre 2012 y 2013

En un trayecto de 500 km entre los corregimientos de La Pedrera y Araracuara, al menos cuarenta balsas se dedican a extraer oro del lecho del río Caquetá.

Javier Cajiao Nieto*
09 de septiembre de 2013 - 11:16 a. m.
Se multiplica por 10 las balsas de minería sobre el río Caquetá entre 2012 y 2013

Lo que comenzó como un sueño de extracción de oro a pequeña escala sobre el río Caquetá para la comunidad indígena Andoque, terminó convirtiéndose en una pesadilla para una extensa región amazónica. Todo inició como un proyecto piloto en el que las ganancias generadas por cuatro balsas beneficiarían a la comunidad en salud, permitirían a los capitanes andoques cubrir sus traslados a reuniones y convocar asambleas propias, enviarían algo de dinero a los universitarios que se encontraran en ciudades apartadas, y aportarían algo para los viejos. (Vea aquí el video Fiebre de oro en el Amazonas)

Según un residente de Araracuara, “la idea funcionó bien durante un par de años, estábamos bien organizados, teníamos claro en qué sitios podíamos extraer y en cuáles no. Pensamos incluso que podría ser un proyecto replicable por otras comunidades amazónicas”. Hace entonces una pausa, y concluye “de pronto, en cuestión de pocos meses todo se vino al suelo, no sabemos cómo ni en qué momento empezó a llegar gente de afuera, dos balsas más, luego fueron cinco, diez… ahora no se cuántas puedan ser. Esto se salió de las manos”.

Estas afirmaciones resumen la situación que silenciosamente viene ocurriendo a lo largo del río Caquetá desde finales de 2012, en un trayecto no mayor a 300 Km. entre la población de Araracuara y la desembocadura del río Cahuinarí, en el departamento del Amazonas. Es un capítulo más del boom minero que vive el país asociado en este caso a la extracción de oro aluvial. (Lea más sobre: Oro, la última bonanza en el Amazonas)

Sin embargo, la actividad minera no es nueva en el territorio. “Hace unos quince años vivimos una situación parecida. En ese entonces eran menos balsas, casi todas de brasileños. Estuvieron unos años mientras que el negocio fue bueno, luego se fueron, y a la población no le quedó absolutamente nada”, cuenta Hernán, otro habitante de la zona, preocupado por el aumento de los problemas sociales asociados a la actividad minera, especialmente los conflictos que se generan alrededor del exceso de consumo de alcohol entre los nativos del pueblo.

Amazonas 2030 pudo establecer en un trayecto de 500 km entre los corregimientos de La Pedrera y Araracuara, que al menos cuarenta balsas se dedican a extraer oro del lecho del río Caquetá, todas ellas distribuidas a lo largo de los últimos 300 km del recorrido. De hecho, hace apenas un año eran solo cuatro, lo que equivale a un aumento del mil por ciento en tan solo doce meses. Además ninguna de las balsas cumple con los requisitos legales para el desarrollo de esta actividad. En otras palabras, hay cuarenta balsas extrayendo oro de manera ilegal, incluso en áreas protegidas como Parques Nacionales y Resguardos Indígenas lo que constituye un panorama desalentador para toda la región.

Al menos siete comunidades indígenas están asentadas en esta región, donde la ausencia del Estado ha sido la constante histórica. Muy pocas visitas llegan a estas poblaciones, tal vez de alguna brigada de salud esporádica o la de un político con sed de votos en campaña electoral que nunca regresará si es elegido. La falta de cobertura en educación y salud tampoco es un tema menor. De hecho, solo pocas comunidades tienen escuelas, algunas de las cuales funcionan también como internados que reciben niños y niñas de otras comunidades distanciadas por dos o tres días de viaje por el río. En materia de salud a veces cuentan con “centros de salud”, en los que con suerte hay una camilla rota y un botiquín con dos vendas y una serie de medicamentos ya expirados. A partir de estas deficiencias, las comunidades que han mantenido sus tradiciones son las que han logrado mejor organización en temas de salud y educación.

Afortunadamente la medicina tradicional sigue predominando en la mayoría de las comunidades. Aún así, los viejos empiezan a mostrar preocupación por el desinterés creciente de muchos de los jóvenes por preservar las costumbres y tradiciones ancestrales. “Los jóvenes prefieren irse a trabajar en la minería, ganan dinero en poco tiempo y dejan la comunidad. Se desinteresan, no aprenden las tradiciones, algunos ni siquiera aprendieron su idioma y así empieza a perderse la cultura”, cuenta Tiberio, uno de los líderes en la comunidad de Villa Azul, en el departamento de Amazonas.

Sin embargo, los problemas dentro de las comunidades indígenas no terminan ahí, de hecho, ese es solo el comienzo. Probablemente la situación más delicada alrededor de la minería es la que tiene que ver con la gobernabilidad de las comunidades mismas. Al desarrollarse la extracción en zonas declaradas como Resguardos indígenas, se debe contar con la aprobación correspondiente de los representantes de la AATI (Asociación de Autoridades Indígenas Tradicionales), pues éstas tienen autonomía para determinar el uso de su territorio. La mayoría de dueños de las balsas que operan en la actualidad no son indígenas, deben tener el consentimiento de las comunidades para poder extraer el oro de sus ríos. Generalmente ellos no cuentan con el carisma para convencer a la población sobre los beneficios de su presencia en la región, pero sí cuentan con el suficiente dinero para desestabilizar a más de un líder dentro de la comunidad.

Es ahí cuando el problema pasa a otra dimensión. Muchos de los habitantes de la comunidad manifiestan su desacuerdo con la explotación minera en su territorio, pero esta decisión no siempre pasa por ellos. “Inicialmente, por necesidad, el cacique hizo un acuerdo para permitir la actividad por dos o tres meses. Pasó el tiempo y ese acuerdo se negoció indefinidamente. A él le pagan una cuota los balseros, pero esa plata no necesariamente va para la comunidad”, expresa con resignación un joven indígena, que ha visto cómo la actividad ha generado conflicto incluso al interior de su familia. Tres de sus hermanos se fueron a trabajar en las balsas; él no quiso seguir ese camino y prefirió quedarse en la comunidad, ayudando a su padre y apoyando proyectos de la región. Otro de sus hermanos trabaja como funcionario en el Parque Natural Cahuinarí, desde donde buena parte de su trabajo se enfoca en frenar la minería ilegal.

El Parque es justamente otro de los actores dentro de este intrincado panorama. Con una extensión aproximada de 575.000 hectáreas, el Cahuinarí posee una enorme biodiversidad de flora y fauna, siendo probablemente el reducto principal de la tortuga charapa (Podocnemis expansa), catalogada en peligro de extinción en Colombia, cuyas poblaciones utilizan las playas del río durante el verano para desovar. En los últimos años se han desarrollado programas de educación conjuntos entre el Parque y las comunidades indígenas para la conservación de esta especie. “Desde que llegó la minería se ha disparado el saqueo de nidos, esto debido a la mayor circulación por el río y por lo tanto al mayor acceso a las playas donde están los huevos. Esto sin hablar del problema causado por el manejo de las basuras por parte de los mineros, y el uso del mercurio. No se sabe cuánto están usando ni cuál es la situación actual del río”, cuenta uno de los funcionarios del Parque, que no oculta una particular tensión cada vez que se toca el tema de la minería, agregando que la relación con las comunidades se ha deteriorado significativamente desde que se disparó esta actividad. “Cada vez hay menos confianza, y se está perdiendo un trabajo de colaboración mutua que se venía haciendo desde hace años” continúa diciendo mientras lamenta que, con el beneplácito de las comunidades frente a la minería, se haya pasado de una relación de cooperación a una de polarización.

Y es que frente a la ausencia de otras entidades del Estado, el Parque, como su único representante en la región, se convierte en el actor en quien recaen todas las críticas e inconformismos.El parque no nos brinda ayuda en temas de vivienda, salud o educación, y después de varios años de trabajar con ellos, sentimos que no hay cambios significativos”, comenta el hijo de un cacique importante, dedicado hoy en día a trabajar en una de las balsas mineras, desconociendo que las funciones de los pocos empleados del Parque no llegan a esas competencias. “Ahora los malos del paseo somos nosotros, pero a la gente se le olvida que nosotros no trajimos la minería, ella llegó a nuestro territorio con el consentimiento del ejército y la policía. Luego se convirtió para nosotros en una opción de trabajo” concluye, poniendo de una vez el dedo sobre la llaga respecto al rol de las autoridades frente a la actividad.

Claramente no son los funcionarios del Parque quienes tienen los recursos, la logística y las capacidades para neutralizar esta actividad ilegal, pero caben muchas preguntas al respecto a otras autoridades presentes en la región. ¿Cómo es posible que llegue la maquinaria (que no es pequeña) para ensamblar una balsa y nadie se dé cuenta? ¿Quién controla el suministro de combustible para las balsas? ¿Cuál debe ser el rol de la fuerza pública en este asunto?

Al final del día el sol se oculta bajo un cielo naranja que cubre la exuberante selva amazónica. Mientras tanto, los mineros continúan extrayendo el oro del río Caquetá, dejando a su paso una larga estela de problemas sociales, ambientales y culturales.
 

*Coordinador Amazonas 2030.

Por Javier Cajiao Nieto*

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