Un toro apuñalado, un caballo desmembrado

¿Por qué lo que para unos resulta repudiable, inaceptable y condenable, para otros es parte de la naturalidad de una fiesta?

Angélica María Cuevas
22 de enero de 2015 - 01:34 a. m.
Las fiestas de corraleja, al norte de Colombia son una tradición de más de 300 años   /Archivo.
Las fiestas de corraleja, al norte de Colombia son una tradición de más de 300 años /Archivo.
Foto: GABRIEL APONTE

Si algo nos ha entregado la revolución desatada por los teléfonos inteligentes es la posibilidad de ver realidades a las que antes no teníamos acceso. Los móviles nos mostraron la cotidianidad de un astronauta en la Estación Espacial Internacional, revelándonos lo pequeña que parece la Tierra desde el espacio. Además han acercado a las masas a escenas de rituales tan cuestionados por Occidente como la ablación —practicada por siglos en mujeres africanas y también indígenas colombianas—, y en una escala más local, nos han permitido tener una idea de la manera como una celebración como las corralejas pueden desembocar en escenas condenadas por la multitud como desagradables.

Primero fue el toro de la corraleja de Turbaco (Bolívar), que hace unos días, luego de recibir una cuchillada entre el cráneo y el cuello, fue rematado a golpes y piedras por un grupo de hombres que aprovecharon la euforia para saltarle encima. Luego apareció el video en el que un caballo corneado en Buenavista (Sucre) fue degollado y desmembrado por otra turba de hombres que, actuando con naturalidad, se repartieron trozos de muslo y carnes que seguramente terminaron en sus platos.

En ninguna de las dos escenas se percibe indignación por parte de quienes la presencian. No sólo los hombres que saltan sobre el toro y los que despellejan al caballo actúan con naturalidad; también lo hacen quienes desde las gradas gritan aprobando el espectáculo.

Entonces, ¿por qué lo que para unos resulta repudiable, inaceptable y condenable, para otros es parte de la naturalidad de una fiesta?

Para Aura Angélica Hernández, magíster en antropología social y cultural de la Universidad de Antioquia, existen contextos culturales arraigados en las comunidades que realizan las corralejas que revelan tradiciones incomprensibles para quienes viven en las ciudades.

“Este juego tauromáquico que nace en la Colonia y se ha mantenido vivo en regiones campesinas apartadas, donde ha tenido transformaciones, se ha vuelto un espectáculo masivo y también comercial en el que convergen todas las clases sociales: la gente pobre que, por unos pesos, se arriesga en la arena al enfrentarse al animal, y los adinerados que desde las gradas avivan la fiesta tirándoles dulces e incluso plata. Todo esto en medio de un espectáculo atravesado por el licor y la euforia. Una de estas personas me decía: ‘Arriba están los patrones, abajo los indios y los negros’. El patrón es el que pone el toro y el caballo, y derribar al animal puede representar un triunfo del oprimido sobre el poderoso. Para los habitantes de esta región, actuar en una corraleja es un acto heroico; si el toro te cornea, muestras tu herida. La gente del campo espera con ansias esta fiesta”, explica la experta.

De acuerdo con Hernández, es claro que la distancia entre los contextos rurales y los urbanos hace que se dé un choque inevitable: quienes han crecido en el campo ganadero, explica, están bastante acostumbrados a matar las reses con las que se alimentan ellos y también muchos de quienes repudian las torturas. Para la gente del campo es normal ver cómo se degüella el ganado, y aunque tienen una relación distinta, más cercana, con el caballo, no deja de verlo como un animal que les presta un servicio y que si muere puede ser aprovechado. Del otro lado, para quienes crecieron en la ciudad y han tenido una mayor influencia de discursos sobre la protección animal y los derechos de los animales, que llegan desde Inglaterra y Estados Unidos, el hecho de matar uno públicamente debe ser condenado.

Paolo Vignolo, doctor en historia, profesor de la Universidad Nacional y quien ha investigado a fondo fiestas y carnavales colombianos, explica que estas celebraciones se convierten en escenarios particularmente interesantes porque reflejan las dinámicas sociales de un grupo y comunidad. En ellas se pueden ver muchas de las dinámicas y malestares que se dan en un territorio, pero que también están concebidas como espacios en los cuales las comunidades se desprenden de un exceso de energía acumulado que debe ser liberado.

“Los carnavales se caracterizan por el despilfarro, la embriaguez, el descontrol sexual y los rituales donde se queman símbolos o se sacrifican animales para liberar esos excesos. El gran debate es si el animal debe morir o no. En el caso del Carnaval de Barranquilla y en el del Diablo, en Riosucio (Caldas), se utilizan expresiones de muerte simbólica, como la quema del diablo o la muerte de Joselito. Pero para muchos resulta absurdo que las celebraciones no incluyan la sangre de un animal”.

Mientras antropólogos como Aura Hernández dicen que en esta discusión se deben encontrar puntos medios, “teniendo en cuenta que hay que entender las costumbres y, aunque sean fuertes para nosotros, se debe respetar el hecho de que encierran tradiciones sociales, culturales e históricas”, otros expertos creen que se necesitan posturas más concretas.

Para el magistrado Enrique Gil Botero, quien se ha convertido en referente para los animalistas (por estar detrás del fallo que obligó a Manuel Elkin Patarroyo a cerrar su centro de investigaciones en el Amazonas hasta que garantice que los derechos de los monos con los que experimenta no volverían a ser vulnerados), es necesario que el país cambie sus paradigmas frente a los animales.

“Así como no es permitida la esclavitud o las olimpiadas en el imponente coliseo romano, que tampoco se permita someter a los animales —seres con sistemas nerviosos altamente desarrollados, similares en muchos eventos al de los humanos— a espectáculos en los que el humano satisface sus necesidades más primarias, donde se disfruta con el sufrimiento y sacrificio de seres animados capaces de experimentar placer, sufrimiento y lealtad”, ha sostenido el magistrado.

Si bien la discusión de la protección animal vs. las costumbres encierra un debate extenso, de puntos de vista complejos, en el país ya comienza a darse un debate público frente a la pregunta de si los animales tienen o no derechos.

 

 

acuevas@elespectador.com

 

Por Angélica María Cuevas

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