Lava ha estado enferma. Nació hace siete años en el cráter de un volcán monogenético, de esos que solo hacen erupción una vez en la vida y mueren. Por eso allí, en ese cráter del que fuera el volcán San Marcos, en el Huila, vivía una familia de campesinos con una pareja de sabuesos finos colombianos que acababan de tener seis perritos. ¿Cómo no quedarse con uno?
Lava se ha convertido en mi gran compañía. No es que sea única en la vida; sé que muchos de ustedes que tienen perritos sienten que sus mascotas son especiales. Pero Lava no necesita hablar. Su mirada me lo dice todo. Me pregunta por qué me voy cuando debo salir a trabajar o a hacer una vuelta. Le explico que debo dejarla por un rato, me mira como diciendo ‘vuelve pronto’ y se arruncha en su camita. Cuando estoy frente al computador trabajando me mira como diciendo ‘¿No te cansas? Salgamos a jugar, ¡no seas aburrida!’. En ese momento no es solamente su mirada, sino su mano la que me llama. A veces me toca contestarle que no puedo, que debo terminar de producir el informe, el reportaje, la transcripción; agacha la cabeza y vuelve a su camita. Cuando termino mi quehacer y ve que me levanto de la silla se emociona y sale corriendo porque sabe que jugaremos a la pelota. Le encanta. Y le encanta no solo recogerla, sino tomarme del pelo, ‘que te la doy, que no te la doy, que la cojas, pero no te dejo’. Y así durante un buen rato hasta que se cansa y busca dónde hacer sus necesidades siempre en el lugar correcto.
Es remolgona con la comida, un poco —bastante— exigente. Pero yo le doy gusto. ¿Cómo no hacerlo si es la que me acompaña, con la que converso, quien es incondicional conmigo?
Les decía que a pesar de sus siete años, un día de abril, de un momento a otro, su pierna derecha dejó de tener sensibilidad y Lava empezó a tener dificultades para caminar. Han sido varias las idas y venidas al veterinario, ecografías, radiografías, resonancias magnéticas, laboratorios, medicamentos, y digamos que ya, gracias a estos últimos, pero también al cariño, la paciencia, y el amor de su ama, está bastante mejor.
El veterinario neurólogo me explica que le ha salido una ‘masita’ en una de sus vértebras lumbares, que puede ser neurofibroma, un tumor de raíz nerviosa que no sabemos qué tan pegado está al nervio, pero que indudablemente le afectó la sensibilidad en la pierna, o un neurofibrosarcoma, o sea cáncer. ¡Uf! Está situado en un sitio donde no se le puede tomar una biopsia con aguja gruesa o trucut, o sea que las alternativas son cirugía, con todo lo que eso implica desde el punto de vista del maltrato, el postoperatorio y sin ninguna garantía de que se le pueda extraer la masita. Además, lo que significa para el bolsillo, que ya está bastante disminuido con todo lo que le han hecho. Lo que sí puede la cirugía es aprovechar para tomar la biopsia y así saber si la masa es cáncer. Y entonces… ¿qué sigue? Si resulta ser benigno, y cruzo los dedos, pues ¡qué descanso! La otra opción es dejarla con medicamentos de por vida.
Para colmo de males, en los estudios que le hicieron encontraron que además tiene el Síndrome de Cushing, que se caracteriza por tener más cortisol de la cuenta en el organismo. Cuando eso pasa se debilita el sistema inmunológico y, por tanto, es más propenso a contraer infecciones. Para combatirlo, medicamentos y quizá otro tipo de tratamiento.
Lava sabe lo que le está pasando. A veces corre por el jardín. ¡Ustedes la vieran! Es muy emocionante. Pero se cansa y vuelve a cojear y a buscar su camita. La visita al veterinario hace que tiemble, no por el trato del personal de la veterinaria, profesionales y hasta muy tiernos con ella, sino porque recuerda los días que estuvo hospitalizada, y encerrada en una jaula, mientras aquí en casa es completamente libre.
Por ahora confío en que los medicamentos y los consentimientos la mejoren. Lava es mi gran amiga y excelente compañía. Pero créanme; el dilema de qué camino seguir es enorme.
🌳 📄 ¿Quieres conocer las últimas noticias sobre el ambiente? Te invitamos a verlas en El Espectador. 🐝🦜