Publicidad

Una expedición botánica comandada por periodistas

El proyecto Savia pretende llevar a más de 30 reporteros, biólogos y fotógrafos a todas las regiones del país para describir nuestra diversidad botánica y condensarla en cinco libros de colección.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Redacción Vivir
27 de enero de 2014 - 10:39 p. m.
En el proceso de la coca ritual, la indígena, surge el mambe que es ligero y de este color. Con el ambil y otros implementos, una especie de kit infaltable en las comunidades. /Julián Lineros (Ver galería)
En el proceso de la coca ritual, la indígena, surge el mambe que es ligero y de este color. Con el ambil y otros implementos, una especie de kit infaltable en las comunidades. /Julián Lineros (Ver galería)
Foto: JULIAN LINEROS
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“El periodismo no solo debe servir para contar tragedias sino para contar esperanzas. De eso se trata Savia. De andar por las cinco regiones del país, utilizando cualquier medio de transporte, y realizar un riguroso trabajo de reportería ligado al conocimiento científico. Estos no son de esos libros que están llenos de fotos y adornan una sala, son libros que irán a las bibliotecas públicas del país, para que la gente entienda y se acerque a su patrimonio botánico a partir de crónicas”. (Vea aquí la galería)

Así describe el periodista Héctor Rincón el proyecto que desde hace dos años lidera junto a su colega Ana María Cano y que esta semana vuelve a sorprender con su segundo capítulo: Savia Amazonas - Orinoquia.

Rincón y Cano, experimentados reporteros, comandan un equipo que pretende compilar en cinco tomos lo más fascinante de la botánica nacional. Son más de 30 viajeros entre comunicadores, fotógrafos y biólogos los encargados atrapar las historias ligadas a paisajes, árboles, plantas y frutos exóticos. Crónicas que incluyen la relación cultural entre los humanos y la naturaleza, historias que región por región describen el poder medicinal, decorativo, nutricional de las plantas y la variedad de paisajes en donde habita nuestra biodiversidad.

Hace un año se conoció el primer volumen de esta colección financiada por la cementera Argos y enfocada en la región Caribe. Participaron periodistas como Patricia Nieto, Fernando Quiroz, Adriana Echeverry, Uver Valencia, Oscar Hernando Ocampo y Luciano Peláez.

Ahora es el turno para el Amazonas y la Orinoquia. El libro, que se presentará este lunes el Gimnasio Moderno de Bogotá, incluye perfiles de los principales expedicionarios botánicos que recorrieron esas tierras como Richard Evans Schultes, José Jerónimo Triana y Hernando García Barriga.

Además, los lectores podrán embarcarse en un recorrido por la Estrella fluvial de Oriente, los cerros Mavacure, los tepuyes de Chiribiquete o la Sierra de La Macarena, “navegamos el río Inírida, luego el Meta. Navegamos por semanas, describimos los bejucos, los hongos, y las platas epífitas de este país inmensurable”, cuenta Rincón.

Cada año el Grupo Argos presentará un nuevo tomo de la colección Savia. En total serán cinco libros que se distribuirán en las principales bibliotecas públicas del país con el objetivo de acercar a cada vez más lectores hacia los paisajes que les pertenecen.
A continuación, El Espectador reproduce uno de los capítulos incluidos en la publicación dedicado a uno de los lugares más místicos y biodiversos del país, la serranía del Chiribiquete.

Chiribiquete, gema verde sobre rocas

por: Óscar Hernando Ocampo

Parece un gigantesco estegosaurio de doscientos cincuenta kilómetros de largo que estuviera saliendo de la tierra. Por ahora, el lomo, con su caparazón de placas blindadas. Los meandros de los ríos, que son tantos, serían la enorme y sinuosa cola de este animal de roca que parece dormir su sueño de cientos de millones de años, medio enterrado, sobre el verde inmenso de la selva del Amazonas. Pero no es un dinosaurio, sino la seguidilla de mesetas rocosas de la serranía de Chiribiquete, coronadas por una fantástica vegetación aislada del resto del mundo por sus paredes lisas, de hasta ochocientos metros de altura y cortadas a plomo por la erosión. Estas islas de roca sobreviven desde hace más de mil quinientos millones de años a los embates del sol, el agua, el viento y, sobre todo, a la vegetación que las va devorando poco a poco, descomponiendo cada roca y cada mineral para incorporarlos en la savia que dará ese espectáculo verde de cientos de especies de árboles, de bosques y sabanas inundables, de líquenes, de lianas, de helechos y de arbustos, salpicado por el colorido de tantas flores donde la luz se deshace en creatividad para pintar los pétalos con todos los tonos y matices de que es capaz. Los insectos, amos indiscutidos de un mundo escondido casi desde que la vida misma apareció en la tierra firme, parecen otras tantas flores que pudieran volar con aleteos tornasolados, llevando el polen como una lluvia de fertilidad que se derrama sobre esta selva que llamamos nuestra pero que poco conocemos.

La sierra de Chiribiquete es una colección de gigantes mesetas llamadas tepuyes que forman parte de la antigua formación geológica conocida como el Escudo Guyanés, sobre los departamentos de Caquetá y Guaviare. En la región, a este tipo de geoformas podríamos sumar las mesas de Iguaje, en el Guaviare, la serranía de Naquén, en el Guainía, y la serranía de La Macarena, en el Meta. El Chiribiquete y sus alrededores fueron declarados parque nacional en 1989. Con una extensión de un millón doscientas ochenta mil hectáreas, era ya el más grande del Sistema de Parques Nacionales Naturales de Colombia, pero además se extendió en agosto de 2013 hasta llegar a un millón ochocientos cincuenta mil hectáreas y está en jurisdicción de los municipios de San Vicente del Caguán y Puerto Solano, en el Caquetá, y San José del Guaviare. Seguro que no fue fácil delimitarlo. ¿Qué preservar, cuando todo el entorno es un tesoro? Pero lo hicieron, en medio de tanto verdor surcado por un entramado de ríos que, con sus nombres, parece un diccionario con fonemas de agua que guarda los viejos lenguajes perdidos de los primitivos habitantes. Y que ya no andan mucho por ahí, como solían hacerlo hasta mediados del siglo xix, antes de que el mundo “civilizado”, representado por el terror de la Casa Arana, se les fuera encima en busca de sus riquezas, como el caucho, que brilló en los gráficos de los economistas pero que oscureció a este paraíso con el malva de la sangre derramada y seca. En cuanto al pasado reciente, tampoco queda nada de Tranquilandia, el laboratoriotan famoso en los noticieros, capaz de convertir la selva en un campo de muerte por cuenta de este nuevo oro blanco en forma de polvo, ya no líquido, como el del látex que daba el caucho o Hevea brasiliensis para las llantas de la naciente era del automóvil. Una paradoja, porque por estos parajes nunca se ha visto un automóvil… y ni se verá, mediante Dios. El río Tunia o Macayá, por el norte y parte del oriente, traza el límite hasta su encuentro con el río Ajajú o Apaporis, que hace de cuchillo de roca en el paraje de Dos Ríos, por donde pasa puliendo un tepuy. Luego, por el oriente, los ríos Gunaré y Amú llevan el parque hasta la desembocadura en el Mesay, para dejarle la tarea de delimitarlo al Yarí, que lo bordea por el sur para después girar al occidente, siguiendo los meandros de los ríos Huitoto, Tajisa, Yaya, Ajajú, hasta volver al Tunia, en el norte, y cerrarlo, como dicen los escritos notariales cuando alinderan una finca.

Si pudiéramos dar con un curupira o chamán amazónico de la casi extinta tribu karijona, cuyo deber es cuidar la selva con su ancestral saber, le pediríamos que nos llevara a recorrer los misterios de la serranía de Chiribiquete. No solo nos mostraría las más de doscientas mil pictografías que sus antepasados dejaron en los tableros de roca de los tepuyes y en las paredes de sus cuevas, donde el jaguar es el rey de la selva, sino que nos enseñaría la razón de ser de cada planta: por qué crece, dónde lo hace y para qué sirve; aunque nunca nos dejaría conocer el secreto de la mezcla botánica con que se produce la infusión de ayahuasca o yagé, en la que con solo agregar o suprimir una sola hoja se pueden cambiar severamente las condiciones a la hora de viajar hacia lo más profundo del yo. Nos diría, con su lenguaje de palabras tan viejas como la manigua, que cada cosa tiene su sitio: que en la parte baja del tepuy, cerca de los afluentes del río Apaporis, está la selva inundable, o hylea. Allí el bosque es muy húmedo, con suelos profundos, capaces de alimentar árboles de gran porte como el guamo, el arenillo, el dormilón, el caimarón, el coduiro o carguero, la siringa y el capinurí, los cuales, con alturas entre los treinta y cinco y los cuarenta metros, son los únicos que miran las estrellas. Aferradas a ellos nos mostraría las plantas epífitas, hemiepífitas, parásitas y hemiparásitas, como pájaros que anidaran al abrigo de los gigantes, mientras, a su sombra, el sotobosque denso se deja venir con un derroche de heliconias, entremezcladas con otras especies de las familias de las piperáceas, aráceas, ciclantáceas y arecáceas, entre las que domina la palma moriche, que forma los llamados cananguchales. Ya en la parte alta de los tepuyes encontraríamos plantas especializadas para sobrevivir en estos inhóspitos lugares, tales como las carnívoras, que obtienen los nutrientes de los insectos que, atraídos por sus olores, caen en las trampas sin salida que conforman sus hojas o sus flores. Veríamos igualmente algunas heliconias, y unas cuantas bromelias y vellozias.

Siguiendo sus pasos de baquiano, iríamos hasta las catingas, especies de sabanas amazónicas que crecen sobre arenas blancas. Estas formaciones vegetales se dan al pie de los escarpes de los tepuyes, en la selva pluvial. Recostadas contra sus paredes casi verticales, producen árboles de menor talla que alcanzan los quince metros de altura, en matorrales de troncos retorcidos que se entreveran con arbustos y hierbas. Aquí, al pie de la pared de roca, todas las plantas son tenaces. Viven apenas con una pizca de suelo y tienen por ende muy poca capacidad para retener el agua que les regala la lluvia. Han aprendido a vivir sobre el detritus caído del tepuy, formado por trillones de granos de cristales de cuarzo desprendidos de las duras areniscas del peñón. Las plantas vecinas, hacia arriba, son verdaderas reinas del abismo, ya que crecen en las paredes, cornisas y cimas de las mesetas, aferradas a mínimas rendijas. Los que saben de plantas las llaman lito-casmo-quersofíticas, un calificativo más largo que ellas mismas. Lito, por lo de crecer sobre rocas, y lo de querso les viene por crecer sobre arenas. Si nuestro guía chamán, usando tal vez la ayahuasca, liberara nuestro espíritu viajero del cuerpo y nos ayudara a volar para remontar el tepuy hasta su cima, podríamos caminar por un tapizado de pastizales, matorrales y bosquecillos achaparrados que incluyen algunos ejemplares endémicos de Senefelderopsis chiribiquitensis, de la familia de las euforbiáceas, que comparten aquellos sustratos arenosos con algunas especies de Manilkara, de las sapotáceas, y de Gustavia, de las lecitidáceas.

Desde alguna de esas cumbres de tepuy podríamos asomarnos a una de las simas que se abren en ellos y que pueden tener hasta doscientos metros de diámetro y varias centenas de profundidad, pobladas allá debajo de bosques pluviales que han nacido y crecido en soledad, aislados, abrigando seguramente plantas y animales que todavía no se han clasificado. Para no hablar de otros vecinos más esquivos aún: los habitantes de las cuevas y grietas que penetran en el corazón del tepuy, originadas por la lenta dilución del cemento silíceo que aglutinaba las arenas, lavadas por corrientes subterráneas que buscan una salida en manantiales que se vierten por fuera del tepuy, en lugares de ensueño donde la piedra llora agua pura, o se funden en el subsuelo de la selva.

Seguramente no encontraríamos ni allá abajo ni allá arriba los animales fabulosos sobrevivientes del cretáceo que algunos escritores les han atribuido en sus novelas, pero sí podríamos ver, en medio de la vegetación, numerosos murciélagos de variado apetito, que ingieren desde insectos, pasando por frutas, hasta sangre. Nos cruzaríamos con el armadillo, el cerdillo o pecarí y el borugo. Veríamos monos maiceros, micos de noche o tutamonos y, con suerte y sigilo, escondidos detrás de los grandes troncos de los cauchos, podríamos atisbar el caminar felpudo del puma y del tigrillo, al acecho de dantas o de perros de agua, que no son otros que las nutrias gigantes. Desde el entramado de la selva nos llegarían los trinos y gorjeos de cientos de aves como el guácharo, el gallito de roca, la guacamaya roja, el barranquero, el martín pescador y una variedad de gallinetas o chorolas. Hasta colibríes con familia en el valle del río Magdalena. A horcajadas en una rama de un guamo orillero podríamos admirar las proezas de pesca de las nutrias, vigiladas de cerca por las babillas del Apaporis. Aisladas estas especies de sus primas por raudales infranqueables, nunca han podido escapar, como tampoco pudieron hacerlo los reclusos de la perversa colonia penal de Araracuara, encerrados entre la manigua por el salto del Diablo, que queda en el cañón, bañado por raudales del río Caquetá al suroeste de Chiribiquete, por cuenta de una idea del presidente Olaya Herrera. El penal, pensado al mismo tiempo que el de la isla Gorgona y clausurado hace ya más de cuarenta años, fue devorado por la selva. Así hace ella también con Arturo Cova, el vengador de los indígenas asesinados por los caucheros, en los renglones finales de La vorágine de José Eustasio Rivera: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastros de ellos. ¡Los devoró la selva!”. Y al contemplar los valles profundos entre los tepuyes de la serranía de Chiribiquete, con sus frondas impenetrables, se entiende el porqué.
 

Por Redacción Vivir

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.