Un video que circula en redes sociales ha desatado alarma e indignación entre autoridades y biólogos. Las imágenes, grabadas en un ecosistema que claramente corresponde a un páramo, muestran a un perro corriendo dentro de un cuerpo de agua mientras persigue a un grupo de aves. Al fondo, se oyen risas y la voz que, aparentemente, sería la de su dueño llamándolo.
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No está claro dónde ocurrió el incidente. Quienes compartieron el video aseguran que fue en el páramo de Sumapaz, pero El Espectador consultó a tres entidades —la CAR de Cundinamarca, el Acueducto de Bogotá y Parques Nacionales Naturales— y ninguna tiene la certeza de identificar el predio ni de establecer con claridad a qué jurisdicción pertenece. Este tipo de casos enfrentan una dificultad recurrente: las áreas protegidas en Colombia suelen tener límites fragmentados y, en ocasiones, superpuestos entre diferentes figuras de protección.
Esto no solo complica la vigilancia y control, sino que también complejiza la asignación de responsabilidades cuando se presentan afectaciones a estos ecosistemas.
En todo caso, la reacción que tuvieron las tres entidades fue de rechazo y preocupación. La misma que han tenido en redes sociales personas como Brigitte Baptiste Ballera, bióloga y rectora de la Universidad Ean. “Esta es exactamente la razón por la cual no se permite el ingreso de mascotas a las áreas protegidas y por la cual los animales domésticos son considerados un gravísimo problema ambiental”. ¿Qué hay de fondo en esta inquietud?
El impacto de las mascotas
En los grupos de chat de senderismo hay una pregunta que seguramente todos hemos notado se repite con cierta frecuencia: ¿se puede ir con perros? Desde hace algunos años, han coincidido y crecido dos tendencias: por un lado, el gusto por caminar y hacer trekking en las distintas áreas protegidas de Colombia; por el otro, la costumbre de incluir a las mascotas —especialmente a los perros— en casi todas las actividades recreativas. Los animales domesticados han adquirido un papel cada vez más protagónico en la vida de sus dueños, que los consideran parte fundamental de su familia y desean que los acompañen en todo momento.
Sin embargo, esta práctica no siempre es compatible con la conservación de los ecosistemas. “Los perros y los gatos no pertenecen a estos ecosistemas. No son animales que hagan parte de las cadenas tróficas, como sí lo hace la fauna silvestre que vive en ellos”, explica Sebastián Saldarriaga, director de Recursos Naturales de la CAR Cundinamarca. Con cadena trófica se refiere al entramado de relaciones alimenticias que mantiene el equilibrio en un ecosistema: quién se alimenta de quién, desde las plantas que producen energía, pasando por los herbívoros que las consumen, hasta los depredadores que regulan a esas poblaciones.
Cuando especies domésticas como perros y gatos ingresan a estos entornos protegidos, interrumpen ese equilibrio. Pueden depredar aves, mamíferos pequeños o reptiles que no tienen defensas contra ellos, competir con depredadores nativos por el alimento y alterar el comportamiento de otras especies. Incluso, pueden introducir patógenos que afectan a la fauna silvestre. Se han reportado casos de osos cerca de Chingaza con moquillo, lo que sugiere una interacción con perros, que son portadores y transmisores de este virus. Enfermedades como el moquillo reducen las defensas de los animales silvestres, debilitándolos hasta provocar su muerte y poniendo en riesgo poblaciones enteras de especies vulnerables.
“Estas especies, para empezar, no son originarias de Colombia; llegaron en compañía del hombre, ya sea en una relación directa —como los perros— o indirecta, como los roedores que arribaron en buques mercantes”, explica Iván Pinto, biólogo y experto de Parques Nacionales Naturales (PNN). “Son animales que no están adaptados al medio, y los ecosistemas tampoco están adaptados a ellos. Perros y gatos, por ejemplo, son carnívoros y depredadores. ¿Qué quiere decir eso? Que cazan en su entorno silvestre y original. Cuando ingresan a un ecosistema natural, donde esos roles de depredador ya están ocupados por otras especies, comienzan a desplazar a los depredadores nativos y a alterar el equilibrio ecológico”, dice Pinto.
El impacto es doble: tanto los depredadores naturales como las presas sufren las consecuencias. Los primeros ven reducido su territorio y sus fuentes de alimento, mientras que las presas enfrentan una presión de caza mayor a la que el ecosistema puede soportar.
Pero, podrá decir alguien: “están domesticados, ¿no?“. El dueño de una mascota que no contempla abandonarla en el páramo podría pensar: “Lo voy a llevar bien alimentado y solo por un rato; no es como si fuera a ponerse a cazar”. Incluso, bajo la tendencia de humanizar a los animales, habrá quien asegure que su perro “no sabe cazar” o “no haría daño”. No es tan sencillo. En primer lugar, incluso una estancia corta puede tener consecuencias. “Cuando ingresan, dañan las plantas y su materia fecal queda en el territorio” dice Saldarriaga.
La materia fecal de los perros no es inofensiva. Puede portar parásitos y virus capaces de enfermar a la fauna silvestre y contaminar el agua que nace en estos ecosistemas. Sus altos niveles de nitrógeno y fósforo, además, alteran el suelo, favoreciendo plantas invasoras y rompiendo un equilibrio que tardó miles de años en establecerse. Incluso su olor puede ahuyentar a animales nativos, que la interpretan como la presencia de un depredador.
“El constante pisoteo de las mascotas sobre áreas sensibles contribuye a la compactación del suelo, lo que deteriora la vegetación y dificulta el crecimiento de plantas nativas. Asimismo, sus excrementos pueden modificar la composición del suelo y atraer especies invasoras o plagas. La orina y las heces de los animales domésticos actúan como marcadores territoriales, los cuales pueden ser percibidos por la fauna silvestre como señales de presencia de depredadores, generando cambios en su comportamiento”, agregan desde la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB), que ejerce jurisdicción sobre algunas áreas protegidas.
Pero además, y pese a lo que el dueño del perro puede asegurar, la domesticación no borra los instintos predadores que forman parte de la biología de perros y gatos. “Cuando los sueltan, ellos están jugando, pero se despierta su instinto de caza. No necesariamente porque necesiten comida”, explica Pinto. Aunque tengan alimento disponible del humano, su comportamiento puede activarse por estímulos como el movimiento de un ave o el olor de un roedor. Un perro que corre tras un grupo de patos o un gato que acecha a un pequeño mamífero no necesariamente lo hace por hambre, sino por un impulso natural que puede tener consecuencias graves para la fauna silvestre, especialmente en ecosistemas frágiles como los páramos.
Para su perro puede ser un juego; para el ave, puede ser la diferencia entre sobrevivir o morir, perder a sus crías o abandonar un nido. Cada persecución, aunque no termine en captura, agota energías vitales y rompe ciclos de reproducción. “La presencia de mascotas puede asustar o estresar a los animales silvestres, alterando sus hábitos de alimentación, descanso y reproducción. Incluso sin llegar a cazar, el instinto de persecución de un perro o gato puede provocar la huida de presas, así como el abandono de nidos y crías”, confirman desde la EAAB.
El impacto ya se está viendo
Esto es una problemática mundial. Según la Organización Mundial de Sanidad Animal, las últimas estimaciones apuntan a que la población global de perros supera los 700 millones y, aunque solemos decir que los cuidamos muy bien, el 75 % son perros errantes, es decir, dice esa organización, que escapan a la supervisión humana. “Hay enfermedades, transmisión entre domésticos y silvestres, desequilibrios ecológicos, que ya estamos viendo”, confirma Pinto.
Incluso, entidades como la Organización Mundial de la Salud advierten que los perros no controlados son responsables de la mayoría de los casos de rabia humana en el mundo y pueden actuar como vectores de otros patógenos peligrosos para personas y animales. El riesgo no es solo que transmitan enfermedades domésticas a la fauna silvestre: también pueden facilitar que patógenos propios de especies silvestres lleguen a los humanos, un fenómeno que preocupa cada vez más por su potencial de generar nuevos brotes de zoonosis.
El otro gran problema son los animales ferales. Se trata de individuos que, aunque alguna vez fueron domésticos, han perdido el vínculo con los humanos y sobreviven por sus propios medios en la naturaleza. Pueden ser descendientes de animales abandonados o escapados, y suelen adaptarse rápidamente a la vida silvestre gracias a sus instintos de caza y exploración.
En ecosistemas como los páramos, un perro feral puede recorrer grandes distancias, cazar presas todos los días y transmitir enfermedades sin que nadie lo note. Su presencia altera las cadenas tróficas, desplaza a depredadores naturales y, al no depender de los humanos, resulta casi imposible de manejar. El impacto ecológico de una población establecida de animales ferales puede ser tan o más grave que el de especies invasoras introducidas deliberadamente.
En Colombia, Parques como Chingaza y Puracé ya han reportado manadas de perros ferales, como contamos en una nota hace unos meses, causando graves daños ecológicos. Estos caninos, que no dependen de los humanos, cazan en grupo y atacan desde pequeños mamíferos y aves hasta especies como venados, zorros y tigrillos, además de competir con depredadores nativos, como osos de anteojos, por las mismas presas. El problema no se limita al impacto directo sobre la fauna silvestre. Los perros ferales también atacan ganado, lo que puede generar conflictos entre comunidades rurales y especies silvestres que son acusadas erróneamente de estos ataques. A ello se suma la transmisión de enfermedades como sarna, parvovirosis, leptospira y rabia, que pueden propagarse desde los perros a la fauna silvestre.
La gestión de las poblaciones ferales ya establecidas plantea algunos dilemas éticos. Mientras algunos proponen sacrificarlos, otros defienden su captura y esterilización. La falta de consenso y el retraso en tomar decisiones basadas en evidencia científica amenazan con agravar un problema que, si no se aborda con urgencia, podría volverse irreversible. “En caso de cruzarse con especies silvestres, pueden generar hibridaciones no deseadas, afectando la integridad genética de las poblaciones nativas”, agregan desde la EAAB.
Se refieren a que, cuando un perro o gato feral se aparea con un individuo silvestre de una especie emparentada, el resultado son crías híbridas que no corresponden genéticamente ni a una ni a otra población. Esto puede diluir rasgos adaptativos únicos que esas especies han desarrollado durante miles de años para sobrevivir en su entorno. En el caso de los cánidos, por ejemplo, se han documentado hibridaciones entre perros y lobos o zorros en distintas partes del mundo, lo que altera comportamientos, dietas y hasta patrones de caza. A largo plazo, este fenómeno compromete la viabilidad genética y ecológica de las especies nativas.
Por todo esto, la normativa es clara: no se permite ingresar, y mucho menos dejar, animales domésticos en áreas protegidas. La legislación ambiental, respaldada por el Sistema Nacional de Áreas Protegidas y entidades como Parques Nacionales Naturales, prohíbe expresamente el ingreso de perros y gatos a parques, reservas, páramos y cualquier área protegida.
El llamado final es a los dueños de las mascotas, y va en varias direcciones. Desde Parques Nacionales, la invitación es a comprender que las áreas protegidas son auténticos relictos de bosques y ecosistemas nativos que nos prestan servicios vitales: abastecimiento de agua, regulación climática, captura de carbono, conservación de suelos e incluso provisión de alimento. Son espacios frágiles y únicos, moldeados por procesos evolutivos de miles de años, donde la fauna nativa ha desarrollado estrategias específicas para sobrevivir. Esa vida silvestre se estresa y altera sus rutinas cuando percibe la presencia de animales ajenos al ecosistema.
Pero incluso si ese argumento no lo conmueve lo suficiente, piense en su propia mascota. “Cuando un animal doméstico ingresa a un área donde normalmente no está y donde viven otras especies silvestres, también queda expuesto a riesgos”, advierte Pinto. Puede contagiarse de patógenos propios de la fauna local, como parásitos, virus o bacterias, para los que no tiene defensas naturales, y que incluso podrían transmitirse luego a las personas de su entorno. Llevarlo a un páramo, como se ve en el video, a un bosque o a un humedal, no es solo una amenaza para el ecosistema: también puede ser un riesgo silencioso para su salud.
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