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24 Horas con el Audi R8

En los alrededores de Miami se desarrolla esta fantasiosa aventura, con sus autopistas, su humedad y su alocada vida nocturna. Las primeras horas con el auto fueron como cuando se sale con alguien la primera vez.

Diego F. Mejía / Miami
12 de diciembre de 2008 - 11:00 p. m.

Si un día el genio de la lámpara se le apareciera a usted y le concediera un deseo por 24 horas, ¿usted qué le pediría? Dinero, lujos y algunas fantasías incontables seguro le pasarían por la mente, pero yo sí la tengo clara: pediría poder tener un supercarro por ese día, llevarlo al límite.

¡Pues vaya suerte la mía! Se me apareció el genio y por un día pude no solamente manejar sino vivir lo que es estar montado a los mandos de un auto que ha sido laureado ya en varias ocasiones desde su lanzamiento; un carro que lleva el nombre de la máquina más exitosa en la historia de las 24 Horas de Le Mans, la carrera más exigente de todas.

Hablo del mismo auto que condujo Ironman (El hombre de acero), personificado por Robert   Downey Jr en su reciente película. Uno exactamente igual a ese, pero que venía sin el traje de superhéroe, algo que está de más porque cuando uno está montado en un Audi R8 realmente no lo necesita. Uno es un superhéroe.

El escenario donde se desarrolla esta fantasiosa aventura es Miami, con sus autopistas, su humedad y su alocada vida nocturna. Las primeras horas con el auto fueron como cuando se sale con alguien la primera vez. Preguntas generales, sonrisitas, tal vez un abracito, coqueteo y demás. Sin embargo, con este aparato no es fácil ir despacio. Cuando se toca el acelerador, los acordes del motor V8 de 4.2 litros hacen sentir lo mismo que cuando la niña con la que uno sale está feliz con uno e insinúa que quiere algo más.


Siguiendo el instinto acelero a fondo en un semáforo usando el sistema de Launch Control o partida lanzada. De repente quedo hundido en el envolvente asiento forrado en finísimo cuero negro. Cuando iba despacio me parecía que la desaceleración de la caja era un poco brusca entre un cambio y otro en modo automático, pero ya encontré el remedio: ir más rápido. Así todo es brusco, pero un brusco agradable que se recompensa cuando uno ve lo rápido que suben las agujas del tacómetro y del velocímetro.

Desafortunadamente el deseo concedido por el genio, como siempre pasa con este tipo de cosas, no traía la felicidad plena. El carro venía sin dinero para gasolina, ni peajes, ni multas. Sobre todo para esto último porque con  420 caballos de potencia, la primera inquietud después de haber bajado la marca de cuarto de milla callejero, era ver qué tanto podía agotar el velocímetro.

Si para ir de cero a cien (unas 63 millas por hora) pasaron unos cinco segundos y apenas logré poner tercera en la caja R-trónica operada manualmente desde el timón, entonces con seis cambios y una autopista despejada no debería ser muy difícil pasar de los 200 en un puñado de segundos más. Sin embargo para este experimento, dado el riesgo de multa o cárcel en el peor de los casos, era mejor equiparse de un buen detector de radares.

Con cuatro carriles y no mucho tráfico sobre el Turnpike, arranco casi de cero con el acelerador a fondo. El control de tracción transmite efectivamente la potencia a las cuatro ruedas y no hay el más mínimo descontrol. El límite escrito en números grandes al borde de la autopista dice 70 millas por hora, pero cuando miro el tablero voy a 80 en tercera.

Con el botón sport alumbrado haciendo los cambios más rápidos y a mayor régimen, en otros ocho segundos toco las 130 millas, unos 209 kilómetros por hora. El detector de radar pita y el corazón se agita. Pie al freno y los 24 pistones dentro de los cáliper de frenos casi congelan el paisaje.

Ahora hay que poner a prueba la suspensión en paso por curva. Para esto buscamos más hacia el norte sobre la I-75, una oreja o rampa de salida de autopista amplia y con margen en caso de error o falta de talento. En ausencia de una pista o carretera montañosa en las planicies de Miami, esto es a lo mejor que podemos aspirar.


Finalmente encuentro la curva perfecta, con peralte y lo suficientemente amplia. El límite en la señal antes de entrar dice que se puede tomar máximo a 45 millas por hora, unos 72 kilómetros. Presiono el botón de suspensión deportiva que se alumbra al tiempo que los amortiguadores se ponen más rígidos gracias al sistema Audi Magnetic Ride. Otro botón me da un poco más de carga aerodinámica cuando el pequeño alerón trasero operado electrónicamente se coloca en un ángulo de casi 45 grados.

La osadía y la confianza que inspira este fierro me hace atrever a entrar a la curva muy por encima del límite. Pero ¡qué va! El carro va como sobre rieles, así que acelero dentro de la curva. El sistema quattro de Audi hace girar el auto aun con aceleración y en un radio de curva que se torna decreciente. A pesar de que el diferencial transmite más tracción a las ruedas traseras, en ningún momento el auto da la sensación de querer ponerse de medio lado. Tan rápido como entré a la curva, salí de ella. Suspensión y estabilidad chuleados de la lista.

Me voy a descansar y después de unas horas de sueño (en una cama porque tampoco se puede reclinar tanto el asiento del R8) manejo hacia Key Biscayne para hacer unas fotos antes de devolver el carro con el tanque de gasolina vacío. Además del testigo de combustible, se ha prendido también el del aceite. Marca que le ponga al menos un cuarto de lubricante al motor. El manual dice que consume un cuarto cada 1.000 kilómetros dependiendo de cómo se maneje. Creo que quienes lo tuvieron antes que yo, le dieron ‘pata’ sin piedad.

Bueno, yo también un poco. ¿Pero quién no con semejante aparato?

 Agradecimiento: Audi of  Latin America, Acqua Communications.

Por Diego F. Mejía / Miami

 

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