Anécdotas de la primera visita papal a Bogotá

El 22 de agosto de 1968, día de la llegada de Pablo VI, una mujer fue arrollada por el vehículo en el que viajaba el sumo pontífice y, posteriormente, una multitud le hizo un cerco durante cuatro minutos. Los feligreses buscaban estrecharle la mano.

Juan David Moreno Barreto.
31 de agosto de 2017 - 06:06 p. m.
Archivo El Espectador
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Cuando el jet colombiano “Sucre” aterrizó en el aeropuerto El Dorado, el 22 de agosto de 1968, una frenética marejada de pañuelos blancos acogió a Giovanni Montini, el papa Pablo VI. A las 10:30 a.m. descendió de la aeronave y, tras saludar a la multitud, se dirigió al presidente Carlos Lleras Restrepo en medio de vivas y honores militares. En el instante en el que se acercó, el sumo pontífice le hizo una señal al primer mandatario para pedirle un momento. Le dio la espalda, se arrodilló, bendijo la tierra colombiana y besó el pavimento. Los feligreses, embargados por el paroxismo, no pudieron aguantar una nueva ovación. (Vea el especial de la visita del papa Francisco a Colombia)

Fue un momento histórico. Era la primera vez que un papa pisaba tierra latinoamericana y, por eso, miles de personas provenientes de distintos lugares del país y del continente se reunieron en la ruta que recorrería Pablo VI. Los medios de comunicación solo hablaban de sus virtudes: “Es un hombre intelectual y austero”, escribió la prensa. Pero también destacaron que él fue quien levantó la excomunión a los masones. Por su carisma e ideas innovadoras, su presencia en el Congreso Eucarístico Internacional marcó un precedente en el que sería uno de los países más católicos del mundo. 

Luego de ofrecer las primeras palabras, en compañía del cardenal arzobispo de Bogotá Luis Concha Córdoba y el canciller Alfonso López Michelsen, exhortó a orar por la paz y el progreso de Colombia “basados en la justicia y el amor”. Abordó una limosina negra y permaneció de pie mientras avanzaba a hacia la Plaza de Bolívar por la avenida El Dorado, escoltado por cuatro helicópteros, mientras repicaban miles de campanas en toda la ciudad.

Se decía que una vez en Milán conoció a una mujer a quien le fueron amputadas sus dos piernas y Pablo VI le prometió encontrarle un empleo. Aunque su comitiva pensó que era un acto protocolario, no descansó hasta cumplir con su palabra. Al enterarse de historias como esta, centenares de personas en Bogotá intentaron evadir los anillos de seguridad para verlo o estrecharle la mano: treparon los árboles, reptaron los postes de energía y rasguñaron las paredes. Una mujer, incluso, se arrojó al paso del vehículo papal, en la avenida El Dorado con calle 70, para demostrar su apasionada fe cristiana.

En un segundo plano quedó la invasión a territorio checoslovaco por cuenta de tropas de la Unión Soviética, que dejaba cientos de muertos ese día. A la opinión pública colombiana solo parecía interesarles las anécdotas y las frases pronunciadas por Pablo VI. Los noticieros emitieron día y noche las imágenes del momento en que la mujer fue arrollada y reprodujeron las declaraciones del conductor, quien insistió en que tuvo que frenar muy lentamente para no lastimar al sumo pontífice y evitar una tragedia. La mujer sobrevivió y los transeúntes comentaron que ella no había sufrido un rasguño “por obra del santo padre”.

El papa Pablo VI en compañía del presidente Carlos Lleras Restrepo y altos mandos militares. /Archivo El Espectador

Más adelante, los creyentes se tomaron la calle, pasaron por encima de los soldados de la Policía Militar y lo abrazaron apremiantes, mientras los fotógrafos lo retrataban desde las alturas. Lo halaron de sus hábitos y le imploraron que los persignaran. Así estuvo cuatro minutos hasta que las autoridades retomaron el control. Días antes de su llegada sus familiares habían dicho que “para entenderlo, debía saberse que era tímido”. Pero gran sorpresa causó el hecho de que no se inmutó. Por el contrario, se comportó tal y como lo hacía en la intimidad: “de una manera alegre y jovial”.

Al llegar a la Plaza de Bolívar, los ciudadanos lograron escuchar su voz: “Tendremos que amar hasta el sacrificio de nuestras personas, si queremos edificar una sociedad nueva, que merezca ponerse como ejemplo, verdaderamente humana y cristiana”. La homilía la dio despojado de un discurso preparado, pero quienes lo conocieron aseguraron que sus frases respondían a su obra oficial, la misma que tecleaba en la máquina que le regaló su antecesor, el papa Juan XXIII.

Ya fuera, desde el balcón del Palacio Arzobispal o en el campo San José, en donde hizo la misa campal, el sumo pontífice le hizo un especial llamado a los campesinos de Colombia: “Entre los caminos hacia una justa regeneración social, no podemos escoger ni el marxismo ateo ni la rebelión sistemática, ni el esparcimiento de sangre y anarquía”.  Su discurso, en el que exhortaba a no poner la confianza ciudadana “en la violencia ni en la revolución”, se prolongó hasta el 24 de agosto, día en que el avión “Sucre” partió de regreso a Roma.

Por Juan David Moreno Barreto.

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