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Breve Historia del Banco de Alimentos fundado por el cardenal Pedro Rubiano

Tras recibir la donación de miles de dulces próximos a vencer, Pedro Rubiana tuvo la idea de gestionar con varios almacenes productos para alimentar a los más necesitados.

Jorge Emilio Sierra Montoya
16 de abril de 2024 - 08:27 p. m.
El cardenal Pedro Rubiano también fue presidente Conferencia Episcopal de Colombia.
El cardenal Pedro Rubiano también fue presidente Conferencia Episcopal de Colombia.
Foto: David campuzano

Un buen día, el entonces arzobispo de Bogotá, cardenal Pedro Rubiano Sáenz, recibió desde Cali, donde él se había ordenado sacerdote, la llamada telefónica de un amigo, quien le comentó el hecho insólito de que las grandes cadenas de alimentos echarían a la basura cientos de bolsas de dulces para niños, muchos de los cuales no recibirían un solo dulce en aquella Navidad.

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Su lejano interlocutor le informó, además, que tan absurda situación se explicaba, porque esos productos estaban próximos a su vencimiento, por lo que su eliminación era inminente ante la dificultad de los almacenes para venderlos en forma inmediata.

“¡Cuánto gozarían los niños pobres de Bogotá si recibieran esos dulces!”, fue el comentario final de la charla que le causó un profundo impacto al cardenal, quien, sin pensarlo dos veces, llamó al padre Daniel Saldarriaga, párroco en un barrio pobre de la capital de la república, para encargarlo del asunto.

Y él se encargó, claro. Habló con directivos de Colombina, a quienes convenció de entregarle la mercancía; al llegar en su vehículo, vio, sorprendido, que lo esperaban varios camiones llenos de “colombinas”, y logró, sabrá Dios cómo, llevarlas hasta su parroquia, donde informó a sus colegas de los barrios pobres, para ofrecerles tan inesperado regalo navideño a los niños.

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“Ningún niño se quedó sin comer dulces en esa Navidad”, declaraba, con orgullo, el padre Saldarriaga, ya siendo director del Banco Arquidiocesano de Alimentos, entidad que había nacido así, acaso de manera milagrosa.

Hambre sin religión

Tan pronto supo la exitosa experiencia de la entrega rápida de dulces a los niños, el cardenal Rubiano tuvo la idea de repetirla con otros productos perecederos que corrían idéntica suerte si no se vendían a tiempo: los alimentos, aún más necesarios para las familias de escasos recursos.

La propuesta se hizo en un principio a Almacenes Éxito, que la acogió con entusiasmo, al igual que sus fuertes competidores, aliados después (Carrefour y Carulla, por ejemplo) en torno a un ambicioso programa social, sin antecedentes en el país.

Esto hizo posible, en apenas cuatro años, que setenta mil personas humildes, en la pobreza o la indigencia, pudieran alimentarse diariamente en Bogotá, gracias tanto al citado apoyo de las cadenas comerciales, como a los aportes de muchas personas y a los ingresos -pocos, por cierto- que percibía con la venta, a bajísimos costos, de los alimentos.

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La operación era simple, en verdad: el Banco entregaba las frutas y verduras, donadas e incluso adquiridas en Corabastos, a organizaciones reconocidas por servir a los pobres y poseer la infraestructura básica para atenderlos (verbigracia, comedores infantiles o de ancianos), a un precio casi simbólico, conocido como cuota solidaria.

En esta forma, se repartían millares de kilos de muchos alimentos, con la debida revisión fiscal de una prestigiosa firma especializada, a instituciones que a veces no son siquiera católicas “porque -según sostenía el cardenal Rubiano- el hambre no tiene religión”.

Se repartían, además, los almuerzos, pues se trataba de preparar la comida para su consumo, tarea en la que ya no intervenía la Arquidiócesis, ni mucho menos el Banco de Alimentos, cuyas frutas y verduras se complementaban con los demás productos requeridos para la alimentación (carne, en primer término), gastos asumidos por tales instituciones.

“Fruto del amor”

No era una competencia desleal, de modo que se compraran los alimentos a bajo precio para venderlos más caros. No. Baste una prueba: por cierta cantidad de frutas y verduras, que valían $200 mil en el mercado, al Banco sólo le pagaban la cuota solidaria de $12 mil, una suma irrisoria.

Y los alimentos tenían que estar en perfecto estado, aptos para el consumo humano, previo el control de un grupo de trabajadores sociales a quienes se remuneraba igualmente por su labor, la cual implicaba el envío de alimentos en descomposición, en canecas selladas, a porquerizas que los podían utilizar, comprándolos al Banco.

Una gran empresa, mejor dicho. Que funcionaba como tal; que distribuía diariamente una enorme cantidad de alimentos a numerosas organizaciones sociales -”Justo a tiempo”, según las técnicas modernas de administración-, y poseía una amplia nómina de empleados, jóvenes de barrios populares que no hicieron su bachillerato o que, terminándolo y habiéndose graduado, carecían de empleo.

Estos jóvenes percibían un salario, superior al mínimo. Y si deseaban seguir estudios superiores, el Banco los subsidiaba con una parte significativa de sus gastos, no con la totalidad de los mismos, para que también ellos aportaran de su trabajo.

El Banco creó una junta directiva, como era obvio. No lo fue, en cambio, el óptimo nivel de sus miembros, entre quienes estaban presidentes de bancos, cadenas comerciales e industrias, quienes se reunían cada mes en el Palacio Arzobispal, donde el padre Saldarriaga rendía cuentas de la entidad a su cargo.

“Se trata de una forma moderna de caridad, tejiendo redes de solidaridad”, según el cardenal Rubiano, quien destacaba que todas las personas vinculadas, desde los empleados hasta la junta directiva, querían al Banco como si fuera suyo.

“Es fruto del amor al prójimo”, concluía.

Nuevos proyectos

El programa fue un éxito. Tanto que se extendió a otras ciudades, como Cali y Medellín, dando origen a un banco similar: el de medicamentos, orientado por una fundación distinta, pero también de la Arquidiócesis de Bogotá.

En diciembre, las cadenas comerciales donaban igualmente juguetes para niños pobres, a quienes alegraban la Navidad, como antes lo hacían a través de la repartición milagrosa de miles de dulces, traídos por el Niño Jesús, quien parecía realizar de nuevo, desde el Banco Arquidiocesano de Alimentos, la multiplicación de los panes y peces…

Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.

Por Jorge Emilio Sierra Montoya

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