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                                                                                                                              Coleccionista de momentos

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                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              La vida para Sady González era un conjunto infinito de imágenes. Andaba siempre con su cámara fotográfica al hombro en tiempos de cámaras pesadas, con los bolsillos repletos de rollos y en un maletín flashes y bombillitos de repuesto, con unos inacabables zapatos de suela de goma por si acaso tenía que salir a las carreras. Los ojos abiertos, las piernas sueltas, el dedo índice de su mano derecha en un eterno tic nervioso de obturación. Un rostro era una posible foto. Un bus, una casona, un gamín... Como lo definiría con el tiempo su cuñado Mario Uribe, “Sady era un reportero nato, veía el instante y la importancia del momento en un segundo”.

                                                                                                                              Su vida como “reporter” gráfico se inició por casualidad. Un día, su madre Mercedes le pidió que le hiciera un retrato a su abuelo que acababa de fallecer. Le dio la máquina de retratar, como las llamaban por aquellos ya remotos años 30, y el estudiante de La Salle Sady González sacó la fotografía de su abuelo Teodosio. La imagen que González captó de un hombre muerto no lo perturbó, más allá de que ese hombre fuera el padre de su madre, como tampoco lo perturbarían luego las imágenes de los cientos y miles de hombres que tuvo que retratar el 9 de abril de 1948. A través de su lente la vida era distinta. Las imágenes eran una especie de obligación consigo mismo y con su condición de “reporter”. Lo obnubilaban, lo sacaban del dolor.

                                                                                                                              Vivió los tiempos de la violencia partidista como cualquier hombre de la calle. Con miedo, con la incertidumbre de llegar a casa vivo, pero también con pasión. Por muchos años trabajó en las oficinas de cedulación. Como recordaría mucho tiempo después su hijo Guillermo González, “trabajar en cedulación era arriesgado. A finales de los años treinta los dos partidos tradicionales iban de pueblo en pueblo enlistando a sus copartidarios; el fotógrafo era indispensable. Sady recorrió Cundinamarca y luego Antioquia, donde conoció a su mujer, Esperanza Uribe, un día de 1941 en la estación de Barbosa. Un año después, ya casados, se establecieron en Bogotá. Sady trabajó en reportería gráfica con Carlos Martínez, hasta que montó su propia fotografía, Foto Sady, administrada por su esposa, mi madre, quien aprendió pronto los secretos del naciente arte”.

                                                                                                                              De entonces, tal vez, le nació la costumbre de andar por los pueblos con un arma. “Un 31 de diciembre de finales de los años sesenta, pasadas las doce de la noche, mientras los hijos quemábamos pólvora en la calle, mi padre abrió la ventana del segundo piso de la casa, sacó un revólver y echó varios tiros al aire. Nunca lo había visto disparar ni sabía que tuviera un arma de fuego”. Guillermo González subió las escaleras corriendo hasta llegar a su lado. Lo miró. Entonces su padre le contó que cuando era fotógrafo cedulador del Partido Liberal, una noche, en un pueblo, no quisieron apagarle la luz de la habitación. Era una casa de techos altos. “Él sacó su revólver, le pegó un tiro al bombillo, dio media vuelta y se durmió. No me dijo nada más”.

                                                                                                                              En los 40, Sady González era la memoria de un país que hacía lo posible por perderla. Allí donde los violentos quemaban mataban, humillaban, él capturaba lo que había sido. Sus imágenes hacían parte de las crónicas y los reportajes que se publicaban en Cromos, en El Tiempo, en El Liberal, Semana, El Siglo, El Espectador. Fueron los tiempos de la primera generación de reporteros gráficos en Colombia, los años de Carlos Martínez y Daniel Rodríguez, de Carlos Jiménez e Ignacio Gaitán.

                                                                                                                              El 9 de abril de 1948, Sady González estaba en el Palacio de San Carlos con el presidente Mariano Ospina Pérez. Su esposa, Esperanza, recordaría luego que poco antes del mediodía recibió una llamada de un sujeto que se presentó como periodista de El Tiempo. “¿Está Sady?”, preguntó el hombre. “No, no está”, respondió ella. El sujeto enigmático le preguntó dónde se encontraba. La mujer la contestó que con el presidente Ospina. Luego de un silencio, el hombre dijo: “Él debía estar aquí, cerca de El Tiempo”. Allí, cerca de El Tiempo, sobre la Carrera Séptima, 20 metros al sur de la Jiménez, a la una y cinco minutos de la tarde, Juan Roa Sierra le disparó a Jorge Eliécer Gaitán.

                                                                                                                              Luego explotó Bogotá. Esperanza Uribe contaría que se había encontrado con su esposo luego de la sesión fotográfica con el presidente. Iban en un taxi cuando escucharon la noticia del atentado por la radio. “Al enterarnos, cogimos para la clínica Central. Gaitán se encontraba malherido; con él estaba su amigo Pedro Eliseo Cruz, junto con otros médicos, bregando a salvarle la vida. Y la gente vociferaba. Todavía no comenzaban el levantamiento ni los saqueos. Como a la media hora bajaron y contaron que había muerto. Una foto de Sady que fue muy famosa es la que muestra a Pedro Eliseo Cruz sosteniendo la cabeza de Gaitán. Luego vino el desorden general”.

                                                                                                                              González tomaba fotos, pese a todo. Su esposa cuidaba la casa, a los hijos, la comida. Entre los dos, pusieron el vetusto armario donde guardaban los sobres con las fotografías contra una ventana, pues las balas entraban por cualquier hueco. “Las balas silbaban”, como escribía el novelista de folletín don Marcial de la Fuente. Sin embargo, Sady González salía todos los días con su cámara, como una memoria viva que se negaba a desaparecer.

                                                                                                                              La vida para Sady González era un conjunto infinito de imágenes. Andaba siempre con su cámara fotográfica al hombro en tiempos de cámaras pesadas, con los bolsillos repletos de rollos y en un maletín flashes y bombillitos de repuesto, con unos inacabables zapatos de suela de goma por si acaso tenía que salir a las carreras. Los ojos abiertos, las piernas sueltas, el dedo índice de su mano derecha en un eterno tic nervioso de obturación. Un rostro era una posible foto. Un bus, una casona, un gamín... Como lo definiría con el tiempo su cuñado Mario Uribe, “Sady era un reportero nato, veía el instante y la importancia del momento en un segundo”.

                                                                                                                              Su vida como “reporter” gráfico se inició por casualidad. Un día, su madre Mercedes le pidió que le hiciera un retrato a su abuelo que acababa de fallecer. Le dio la máquina de retratar, como las llamaban por aquellos ya remotos años 30, y el estudiante de La Salle Sady González sacó la fotografía de su abuelo Teodosio. La imagen que González captó de un hombre muerto no lo perturbó, más allá de que ese hombre fuera el padre de su madre, como tampoco lo perturbarían luego las imágenes de los cientos y miles de hombres que tuvo que retratar el 9 de abril de 1948. A través de su lente la vida era distinta. Las imágenes eran una especie de obligación consigo mismo y con su condición de “reporter”. Lo obnubilaban, lo sacaban del dolor.

                                                                                                                              Vivió los tiempos de la violencia partidista como cualquier hombre de la calle. Con miedo, con la incertidumbre de llegar a casa vivo, pero también con pasión. Por muchos años trabajó en las oficinas de cedulación. Como recordaría mucho tiempo después su hijo Guillermo González, “trabajar en cedulación era arriesgado. A finales de los años treinta los dos partidos tradicionales iban de pueblo en pueblo enlistando a sus copartidarios; el fotógrafo era indispensable. Sady recorrió Cundinamarca y luego Antioquia, donde conoció a su mujer, Esperanza Uribe, un día de 1941 en la estación de Barbosa. Un año después, ya casados, se establecieron en Bogotá. Sady trabajó en reportería gráfica con Carlos Martínez, hasta que montó su propia fotografía, Foto Sady, administrada por su esposa, mi madre, quien aprendió pronto los secretos del naciente arte”.

                                                                                                                              De entonces, tal vez, le nació la costumbre de andar por los pueblos con un arma. “Un 31 de diciembre de finales de los años sesenta, pasadas las doce de la noche, mientras los hijos quemábamos pólvora en la calle, mi padre abrió la ventana del segundo piso de la casa, sacó un revólver y echó varios tiros al aire. Nunca lo había visto disparar ni sabía que tuviera un arma de fuego”. Guillermo González subió las escaleras corriendo hasta llegar a su lado. Lo miró. Entonces su padre le contó que cuando era fotógrafo cedulador del Partido Liberal, una noche, en un pueblo, no quisieron apagarle la luz de la habitación. Era una casa de techos altos. “Él sacó su revólver, le pegó un tiro al bombillo, dio media vuelta y se durmió. No me dijo nada más”.

                                                                                                                              En los 40, Sady González era la memoria de un país que hacía lo posible por perderla. Allí donde los violentos quemaban mataban, humillaban, él capturaba lo que había sido. Sus imágenes hacían parte de las crónicas y los reportajes que se publicaban en Cromos, en El Tiempo, en El Liberal, Semana, El Siglo, El Espectador. Fueron los tiempos de la primera generación de reporteros gráficos en Colombia, los años de Carlos Martínez y Daniel Rodríguez, de Carlos Jiménez e Ignacio Gaitán.

                                                                                                                              El 9 de abril de 1948, Sady González estaba en el Palacio de San Carlos con el presidente Mariano Ospina Pérez. Su esposa, Esperanza, recordaría luego que poco antes del mediodía recibió una llamada de un sujeto que se presentó como periodista de El Tiempo. “¿Está Sady?”, preguntó el hombre. “No, no está”, respondió ella. El sujeto enigmático le preguntó dónde se encontraba. La mujer la contestó que con el presidente Ospina. Luego de un silencio, el hombre dijo: “Él debía estar aquí, cerca de El Tiempo”. Allí, cerca de El Tiempo, sobre la Carrera Séptima, 20 metros al sur de la Jiménez, a la una y cinco minutos de la tarde, Juan Roa Sierra le disparó a Jorge Eliécer Gaitán.

                                                                                                                              Luego explotó Bogotá. Esperanza Uribe contaría que se había encontrado con su esposo luego de la sesión fotográfica con el presidente. Iban en un taxi cuando escucharon la noticia del atentado por la radio. “Al enterarnos, cogimos para la clínica Central. Gaitán se encontraba malherido; con él estaba su amigo Pedro Eliseo Cruz, junto con otros médicos, bregando a salvarle la vida. Y la gente vociferaba. Todavía no comenzaban el levantamiento ni los saqueos. Como a la media hora bajaron y contaron que había muerto. Una foto de Sady que fue muy famosa es la que muestra a Pedro Eliseo Cruz sosteniendo la cabeza de Gaitán. Luego vino el desorden general”.

                                                                                                                              González tomaba fotos, pese a todo. Su esposa cuidaba la casa, a los hijos, la comida. Entre los dos, pusieron el vetusto armario donde guardaban los sobres con las fotografías contra una ventana, pues las balas entraban por cualquier hueco. “Las balas silbaban”, como escribía el novelista de folletín don Marcial de la Fuente. Sin embargo, Sady González salía todos los días con su cámara, como una memoria viva que se negaba a desaparecer.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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