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Comer hasta la enfermedad

A las 2:00 p.m. Jairo Piragua, pensionado del distrito, 59 años, 110 kilos confesos, enfermo de hipertensión, llega al Piqueteadero fritanguería Doña Segunda —en una esquina de la Plaza Doce de Octubre—.

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Carolina Gutiérrez Torres
25 de octubre de 2008 - 10:00 p. m.
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Pide una picada de $5 mil que incluye rellena, asadura, papa, longaniza y plátano maduro. El chicharrón, las chuletas de cerdo y la gallina son opcionales. Él elige la carne más gustosa, la más sabrosa, la más grasosa: el chicharrón. A la misma hora, en el norte de Bogotá, cerca a la Zona Gourmet, un mesero del restaurante Nazca entrega en una de las mesas el plato más potente, el más picante, el más afrodisíaco, el segundo más costoso: Corvina a lo macho. Un trozo de pescado en salsa de mariscos, finamente decorado.

Para que ese día —un jueves—, don Jairo tuviera en sus manos un pedazo de morcilla crocante, fresquita, tuvieron que pasar muchas horas de trabajo de unas seis personas en la cocina de doña Segunda. Horas de picar la carne, de tostar el arroz, de espesar la sangre del cerdo y de rellenar. Para que el cliente de Nazca pudiera degustar la corvina —un pez marino de manchas negras y vientre plateado—, un chef tuvo que dedicarle 20 minutos a la preparación del plato; los camarones tigre o jumbo, que hacen parte de la salsa que acompaña al pez, tuvieron que ser enviados desde Buenaventura, y la mayoría de los ajíes, desde Perú.

En la cocina de doña Segunda

Doña María Elena Rodríguez es la cocinera. Siempre está al frente de cuatro cacerolas negras, gigantes; repletas de grasa de cerdo hirviendo, burbujeante. En la primera se fríen las papas y los chorizos. En la segunda, las tajadas de buche, corazón, hígado y bofe. La tercera paila es exclusiva para calentar los huesos de cerdo y la cuarta para la rellena. El calor es infernal. Los olores a carne, a humo, a quemado, a grasa, mucha grasa, en vez de ser molestos atraen a los clientes.

Pareciera que el mismísimo diablo estuviera allí presente para tentar a los enfermos de hipertensión, a don Jairo. Pareciera que fuera el mismísimo satanás el que los llevara a cometer el  segundo pecado capital: comerás hasta la enfermedad. Fácil y sin remordimiento alguno. “Estoy en tratamiento para adelgazar. En un mes bajé cinco kilos. El médico me dijo que debía cambiar los hábitos de la comida, hacer deporte. Nada de grasas ni harinas. ¿Por qué estoy aquí? Porque quiero morir tranquilo”, dice don Jairo, el señor de 110 kilos que aparenta unos cuantos más.

Un fin de semana, en la cocina de doña Segunda, se preparan 270 libras de arroz y 100 libras de arveja para la rellena. Eso representa mangueras y mangueras de morcilla que se tajan, que se exhiben en un mostrador, que terminan servidas en las canastas de mimbre, en la de don Jairo, quien cada mes, sagradamente, comete el mismo pecado, por la misma carne, por la misma mujer: por la rellena de doña Segunda.

En la cocina de Nazca

A la 2:00 p.m. David, uno de los 13 chefs, se prepara para exprimir 30 kilos de limones que serán utilizados para cocinar los mariscos y el cebiche. Se demorará dos horas en esa tarea. Al finalizar ese tiempo habrá siete litros de zumo de limón para sazonar los platos del día. Con unas goticas de ese limón rociarán la corvina que pidió el cliente de Nazca, después de haberse comido dos entradas.

Al finalizar el almuerzo esa persona deberá pagar $74 mil, sólo por la comida. Digamos que el cliente es un pecador como don Jairo y decide tomar un vino, un buen vino, el mejor de la casa (un Vega Sicilia, del año 1999), para acompañar la mejor receta del restaurante. Entonces deberá  pagar una cuenta de $1’648.000.

Los hay pecadores en Nazca y en la fritanguería de doña Segunda. Los hay gulosos hasta el cansancio, hasta la quiebra, hasta la enfermedad.

Por Carolina Gutiérrez Torres

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