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Crónicas de Bogotá: la historia de Luis Eduardo Llanos, un inolvidable amigo NN

Homenaje a un recién fallecido personaje de barrio y de edificio bogotano, a quien recuerda un escritor colaborador de este diario.

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
26 de octubre de 2023 - 04:50 p. m.
Petrit Baquero y Luis Eduardo Llanos (der.).
Petrit Baquero y Luis Eduardo Llanos (der.).
Foto: Archivo Particular

Seguramente muy pocos de los que me leen saben quién fue Luis Eduardo Llanos, y es lógico que no lo sepan, pues se trata de una de las miles, tal vez millones, de personas casi anónimas que se mueren todos los días en el mundo. Tampoco creo que su vida sea interesante para los que, con sus vanidades, orgullos, odios, sueños, pretensiones, miedos e inseguridades, solamente valoran, sobre todo en las redes sociales, a los “ganadores”, pues se trataba de un hombre bajito, pobre, feo, simple, sencillo y que, tal vez, “no hizo mayor cosa en la vida”. Mejor dicho, Luis Eduardo era uno de los N.N. que describió brillantemente el gran Germán Escallón o de los “nadies” que mencionaba el maestro Galeano, de esos que pululan por el mundo y que, así algunos quieran ignorarlo, están ahí con sus sueños, experiencias, luchas y momentos. Por eso, seguramente, este texto no será interesante para muchos, pero sea como sea lo voy a escribir. (Recomendamos: Texto de Petrit Baquero a propósito de la muerte del artista Fernando Botero).

Es que les quiero contar quién fue Luis Eduardo, porque lo conocí por muchos años y, además, fue parte clave de mi vida:

Luis Eduardo nació, si no estoy mal, en 1937, en Fontibón, Cundinamarca, cuando era un municipio independiente de Bogotá, pues su madre se había desplazado desde El Guamo, Tolima buscando mejores condiciones de vida, dada la falta de oportunidades que había en su tierra y, por supuesto, la violencia que tenía las de ganar en los campos y las poblaciones de muchos lugares del país. Su historia inició entonces como la de tantos colombianos que tuvieron que llegar a otros sitios, muchas veces desconocidos, porque fueron expulsados de su tierra de origen buscando un nuevo comienzo, un hogar seguro y un lugar mejor, al menos en apariencia. En la Fontibón de aquellos tiempos, que quedaba cerquitica de Bogotá, pero le faltaban varios años para unirse a la capital, su madre logró emplearse en lo que le saliera para sacar adelante a su pequeño hijo, al que tuvo que criar sola, pues, luego de quedar embarazada, el coparticipe de la situación jamás respondió ni quiso conocer al resultado de su aventura. Por eso, Luis Eduardo no tuvo papá y se quedó solamente con el apellido de su mamá, que era “Llanos”, y no con el “Pinzón”, como me dijo que era el apellido de su padre.

Todo esto deja ver que, a pesar de que “la vida es un baile y con el tiempo damos la vuelta”, es evidente que Luis Eduardo fue una de esas tantísimas personas que vinieron a este mundo en complicadísimas condiciones, ejemplificando las tremendas desigualdades e injusticias estructurales que tienen la sociedad colombiana. Y digo esto, porque en su infancia sufrió una poliomielitis que no se le trató a tiempo, ni con las incipientes vacunas que ya había ni de otra forma, por lo que quedó con una pierna mucho más corta y delgada que la otra, lo cual le llevó siempre a cojear de manera visible. También, por un golpe y los precarios tratamientos que recibió, sufrió el desprendimiento de la retina quedando prácticamente ciego de un ojo y viendo muy mal del otro. Y, a la vez, perdió sus dientes, ya que, seguramente, ante una higiene precaria, se los quitaron para ponerle una caja, como pasaba antes con tantas personas de origen humilde que no podían pagar un buen tratamiento odontológico.

Así que, desde muy joven, Luis Eduardo fue cojo, ciego, mueco, y, por supuesto, pobre, lo cual obviamente fue un punto de partida complicado para salir adelante. Y en este país violento y matoneador en el que el que da papaya, se muestra débil, parece vulnerable o exhibe un carácter noble, seguro que a Luis Eduardo se la montaron mucho en su infancia, razón por la que su mamá, una mujer de fuerte carácter, a pesar de su pequeñísima estatura, lo sobreprotegió a más no poder, incluso espantándole a las pocas mujeres que, incluso ya siendo todo un adulto, se le llegaron a acercar.

Por cierto, tengo que decir que Luis Eduardo era, además, poco afecto a ciertas cuestiones de la higiene (por decirlo de manera elegante), pues casi nunca se bañaba, costumbre que tenían algunas personas oriundas del altiplano de los viejos tiempos, tal vez ante la ausencia de buenos servicios de agua y alcantarillado, y, claro, por el agua helada que salía de la regadera (si es que tenían regadera) y que a más de uno ponía a dudar si valía la pena meterse. Al respecto, él me dijo una vez que se bañaba “cada tercer noche”, aunque estoy seguro de que se equivocó y que en vez de noche quiso decir año.

Total, fueron muchas las historias que Luis Eduardo contaba de su infancia en las que todavía era evidente su ingenuidad de niño, la curiosidad que sentía constantemente por un mundo cada vez más conectado, la sobreprotección que vivió —y sufrió— siempre de su madre y su gusto por el deporte, la música, la radio, la farándula y tantas cosas más.

De hecho, nos moríamos de la risa cuando nos dijo que una vez la mamá le regaló, con mucho esfuerzo, unos zapatos nuevos que él sacó a lucir a la calle y que, inmediatamente, alguien se le acercó para pedirle que se los prestara, ya que era mejor probarlos y ver si realmente “eran buenos”. Ante esa “generosa” petición, él se los quitó y se los dio al individuo hasta darse cuenta de que, después de unos cuantos minutos, se había quedado sin zapatos y que la pela de la mamá sería tremenda.

También nos contó de la vez en que se fue persiguiendo el final del arcoíris porque algunos amigos maldadosos le dijeron que en ese lugar se encontraba un tesoro, pero que caminó y caminó, pero nunca llegó al lugar esperado, causándole gran angustia a su mamá al ver que su hijo no llegaba a la casa (y supongo que también se llevó su buena pela cuando llegó).

Y recuerdo cuando nos habló de la vez en que se ganó un concurso radial y que, por eso, lo invitaron a montar en avión para darle una vuelta a la ciudad, mientras que su mamá en tierra firme se moría del susto al saber que su retoño andaba por allá arriba (creo que esa vez se salvó de la pela). Y en esos concursos también nos dijo entusiasmado que, oyendo una emisora internacional, de esas que se podían escuchar por onda corta, se ganó una especie de telescopio que le llegó por correo y que le permitió ver al cielo un poquito más de cerca, lo cual hoy recuerdo y me suena a poesía.

Total, entre muchas de esas historias, nos dijo que, por cosas de la vida, llegó a finales de los años sesenta, a un edificio del barrio San Luis, cerquita del antiguo Sears y arriba de El Campín, cuando tenía unos 30 años. Y lo hizo acompañando a su mamá, que había sido contratada para trabajar como portera. La señora, es decir, la mamá de Luis Eduardo, se llamaba Aquilina (no les había contado), aunque él le decía “doña inquilina” y se reía, claro, a escondidas, pues era bravísima. Ella estuvo ahí hasta que sufrió una trombosis que hizo que, luego de unos pocos meses, fuera llevada, a pesar de que su hijo no quería, a un hogar en Zipaquirá donde alcanzó a permanecer varios años hasta su muerte.

Ante esto, Luis Eduardo quedó entonces como portero en propiedad, siempre abriendo la puerta, siempre haciéndole mandados a todos los perezosos que no querían —queríamos— ir a la tienda o al banco a pagar una cuenta; siempre lavando el patio y limpiando las hojas que entraban al garaje; siempre conversando con todo el mundo y siempre chismoseando para contarnos las historias de la gente del barrio y, sobre todo, del edificio. Y lo hacía no solo con ingenuidad sino, de pronto también, creo yo, con algo de malicia, pues nos informaba con claridad a quiénes les cortaron los servicios (seguro que mi familia salió al baile un jurgo de veces), quién peleó con quién, quién se casó con quién o quién se iría para no volver. Le gustaba también el cuento de los signos zodiacales, pues cada rato recordaba que el nuevo vecino era de tal signo y que su esposa era de tal otro, y así con tantas cosas más que, a veces me interesaban (es que a ratos contaba buenos chismes con una voz que, a pesar de susurrar, se oía bastante desde todas partes) y muchas otras no.

Y entre todo eso, cometió varias embarradas como cuando hizo entrar al apartamento a la novia de un vecino que estaba, no sé si bien o mal acompañado, pero que, sea como sea, no quería que lo agarraran “con las manos en la masa”, por lo que se le armó tremenda pelotera que hizo que casi lo echaran. También, le alcahueteó a mi hermano que prendiera el carro a escondidas de mis papás, por lo que dos veces un muro que había en el garaje se fue para el piso al ser estrellado por el campero que, menos mal, aguantaba los totazos (cosa que no pudo hacer una camioneta que hubo después, aunque esa vez, creo yo, no fue por su alcahuetería).

También, ya en los últimos años, dejó entrar a personas extrañas que lo engañaban y que le resultaron robando, a él y a algún vecino, las bicicletas, lo cual, por supuesto, le generó problemas y grandes angustias, pues, evidentemente, su intención nunca fue hacer algo indebido, ya que algo que siempre lo caracterizó fue su honestidad a toda prueba y su deseo genuino de ayudar a toda la gente que, a veces, no le reconocía lo que hacía por ella.

Por cierto, ya que menciono a las bicicletas, tengo que decir que Luis Eduardo, a pesar de sus limitaciones, era un portento físico, porque, si bien había sido seguidor de la Vuelta a Colombia y otras carreras ciclísticas durante muchos años (y contaba historias de “El Zipa” Forero, Ramón Hoyos, “Cochise” y Rafael Antonio Niño), empezó a montar bicicleta alrededor de sus 50 años, tal vez entusiasmado con la fiebre que se había despertado en el país con las actuaciones de los ciclistas colombianos en Europa, como “Lucho”, Parra, Alfonso Flórez, Patrocinio, Martín Ramírez, “Pacho” Rodríguez y tantos más. Y era verdaderamente bueno, pues, prácticamente en una pierna, subía a Patios, al Alto del Vino y a otros lugares en los que hacía largos recorridos, consiguiendo que su rutina de los domingos fuera andar en bicicleta por varias horas (lo acompañé unas cuantas veces, aunque no tantas). Es que estaba entrenado, pues, entre semana, se iba en su bicicleta feliz a hacerle vueltas a la gente, razón por la cual mi abuelito Pedro, cuando nos visitaba, empezó a decir que Luis Eduardo era como Higuita, pues era un portero que casi nunca estaba en la portería, algo que, al menos por un buen rato, fue verdad.

De hecho, Luis Eduardo fue quien me enseñó a montar en bicicleta y recuerdo su alegría cuando conseguí darle 10 vueltas a una columna que había en el garaje, con lo cual ya supimos que lo había logrado (por eso, tal vez, le regalé una réplica de la camiseta de los premios de montaña del Tour de Francia de 1985, la que hizo mítica Lucho Herrera, aunque se la puso tantas veces y se le ensució tanto, que ya no era blanca con pepas rojas, sino café con pepas de un color extraño). Pienso que, tal vez, debimos haberlo inscrito en alguna carrera en categoría senior master o para personas con alguna discapacidad física, pues estoy seguro de que habría podido ganar, pero esas son cosas que a uno se le ocurren después y no cuando deberían haber pasado.

En esas, me acuerdo de que nos contaba la historia de “Corredor Cepeda”, un ciclista que corría siempre con la mano en las nalgas y que, faltando poco más de un kilómetro, la quitaba de ahí y la ponía en el manubrio para adelantar a todos sus rivales por una extraña propulsión que salía de su cuerpo haciendo el sonido de una motocicleta en movimiento (y ustedes me entienden a lo que se refería).

Era, además, alguien muy sano y que nunca se tomó un trago, pues, de hecho, la botella de vino que le daban en navidad (junto con una caja de galletas; es que había poca imaginación), la iba regalando dándole una copita a todos los que iban pasando.

También sé que siempre quiso hacer muchas más cosas en la vida, pues, ya bastante grande, se graduó de bachiller al estudiar en una escuela nocturna y validar todos los años que había dejado pendientes. Sé que igualmente tuvo el chance de hacer alguna carrera técnica, pero no lo aprovechó, porque quería estudiar Administración de Empresas, pero nunca lo consiguió. Era, a la vez, alguien ingenioso, pues hacía numerosos arreglos locativos, a pesar de que más de una vez se machucó los dedos porque no veía bien el martillo con el que clavaba. Y recuerdo que se declaraba “feminista”, pues apoyaba siempre a las mujeres que se lanzaban en la política votando por ellas con mucho juicio.

Tengo que decir que, con el tiempo, siguió siendo víctima de las circunstancias, pues, por algunas razones de las que prefiero no acordarme, varios apartamentos dejaron de pagar la administración del edificio, lo cual fue bastante grave, pues de ahí es que salía el sueldo que se le entregaba. Por eso, durante varios años, se le pagó muy poco, sin recibir, además, primas o prestaciones, mejor dicho, mucho menos de lo que le correspondía. Ante eso, varias personas le dijeron que demandara, pues era su derecho. Sin embargo, si bien es posible que hubiera ganado, no lo hizo, pues, primero, no tenía claro para dónde se iría después y, segundo, es que él quería a muchos de los que vivíamos allí, pues nos consideraba, más que amigos, su verdadera familia, así esta muchas veces no fuera tan chévere.

Y digo esto, porque, si bien todos lo apreciábamos, tampoco le teníamos tanta paciencia, pues, además de los chismes, Luis Eduardo hablaba y hablaba y hablaba, y casi no se callaba. Y era obvio que fuera así, pues era un hombre que vivía muy solo —una soledad a la que, creo yo, nunca se acostumbró del todo— en un pequeño cuartico del edificio, con poquita luz y mínima ventilación. Además, tenía solamente unos pocos familiares lejanos que no volvieron, según supe, porque intentaron estafarlo. Y, finalmente, nunca tuvo una novia o una pareja que quisiera lidiar con él. Por eso, cada vez que alguien entraba o salía del edificio él intentaba hablar y hablar, mientras que su casual interlocutor hacía lo posible por irse y despedirse, pues la portería era solo un lugar de paso para los demás, mientras que para él era gran parte de su vida.

Vale decir que cuando compartimos más con él fue en nuestra niñez, porque jugábamos afuera, mientras nos observaba y alcahueteaba como un cómplice que se reía de las pilatunas y llegaba ser, incluso, montador con el que llegaba a perder el juego. De hecho, más de una vez lo regañaron por algún balonazo que alguno de nosotros le pegó a un vidrio o bombillo, o por algún golpe mal dado que alguno, generalmente el más pequeño, siempre se daba. También era afectuoso con las mascotas que tuvimos, pues salía feliz a pasearlas en la bicicleta, llegando a brotar unas lágrimas cuando nos llevamos para la finca a Pluto, un perro bien alborotado que nos regalaron. Tal vez pienso que eso ocurría, porque esos perritos eran una buena compañía para él, pues nunca le sacaban el cuerpo, a diferencia de muchos de nosotros que, a medida que fuimos creciendo, le dedicamos a Lucho —quien prácticamente fue el niñero de todos— cada vez menos tiempo, así hasta que casi todos se fueron.

Era, sin duda, un hombre sentimental y sensible, al que los regaños, muchas veces injustos, lo dejaban bastante achantado. También era un hombre mayor al que había que tratar con respeto y consideración, algo que a varios les costaba entender, así fuera obvio. Y era alguien que, por todo eso, contaba historias de lo que quería hacer, siempre pensando en que tendría tiempo para viajar, montar en avión y conseguirse una novia.

Y en estas, recuerdo que alguna vez cantó, con bastante afinación, una canción que decía:

“Desde entonces yo la seguía distante de imaginar

Que la vida la llevaría muy lejos de aquel lugar…

Fue su voz, la que yo quise sentir

Un amor, que guardaré hasta el fin”.

Esa canción se volvió un motivo de chiste para mis hermanos y para mí que, en esos tiempos, y ahora todavía un poquito, imitábamos a los vecinos con historias, medio en serio, medio fantasiosas, en las que Luis Eduardo era uno de los personajes principales. Y nos reíamos, no porque él hubiera cantado mal, sino porque recordábamos la simpleza de su interpretación con la supuesta fastuosidad de la grabación original que realmente nunca existió.

El caso es que a los 86 años murió Luis Eduardo, “Lucho”, “Luiso” o “Palo”, como muchas veces le dijimos (mi papá también le decía “El Lobo Feroz”); un ser humano leal, quien siempre estuvo ahí pa´ las que fueran y trató permanentemente de ayudar en lo que pudiera; un hombre honesto, generoso (a mí me prestó plata varias veces) y también soñador; un ser ingenuo que en esta vida tan jodida valdrá siempre la pena reconocer; alguien que constantemente estuvo firme para actuar solidariamente y que pensó siempre en los demás, incluso a veces por encima de sí mismo. Un hombre justo y, sobre todo, un amigo que, reitero, nos quiso mucho, porque para él fuimos su familia. Y se marchó, sobre todo, un hombre bueno, algo que en este mundo y en estos tiempos, es lo más importante de todo.

Por eso, así muchos no lo sepan, o no les interese, yo les quise contar quién fue Luis Eduardo Llanos, porque, al menos para mí, vale la pena hacerlo. Y lo voy a extrañar mucho.

* Petrit Baquero es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de libros como el Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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