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De heridas de guerra a cicatrices en el posacuerdo

En la sala de heridos de guerra del centro hospitalario hay camas vacías por primera vez en años. En el edificio que ha sido testigo del conflicto corren ahora aires de paz.

Jaime Flórez Suárez
25 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

En el área de trauma del Hospital Militar por primera vez en décadas se ven camas vacías. El espacio que solía estar lleno de soldados jóvenes con extremidades amputadas y cuerpos destrozados, ahora está ocupado, sobre todo, por ancianos veteranos de la guerra que les hacen frente a enfermedades renales o coronarias. El tipo de pacientes empezó a cambiar con los anuncios de cese al fuego de las Farc y de desescalamiento del conflicto que se hicieron desde La Habana.

El Hospital Militar ha crecido a la sombra del conflicto armado colombiano. Por eso sus dimensiones son gigantescas. La guerra contra Perú, el Bogotazo, las bombas del narcotráfico, las masacres guerrilleras y paramilitares, los campos minados y el fuego cruzado entre todos los actores armados. Cada acción violenta que laceraba al país ponía también su marca en ese complejo imponente y gris, construido a punta de tragedias, cuerpos restaurados y vidas devueltas.

Ahora, en el edificio que hoy cumple 54 años de haber sido inaugurado -aunque la institución existe hace más de un siglo en el que no ha estado exenta de problemas administrativos- se refleja lo que pasa en La Habana, y que parece la antesala de su futuro y el del país. El hospital que curó las heridas de la guerra, ahora tendrá que prepararse para atender las cicatrices que dejó el conflicto en los cuerpos y las mentes de sus protagonistas.

***

“Doctor Uribe, le vamos a mandar un soldado herido con una granada”. “No hay problema. Mándelo”, contestó. “Creo que no me ha entendido. El soldado tiene la granada adentro”.

En julio de 2000, un helicóptero aterrizó en el Hospital Militar. A bordo iba un soldado que accidentalmente disparó su lanzagranadas MGL. Por la cercanía del impacto, el artefacto se clavó en su pierna, pero no explotó. Los colegas del doctor Ricardo Uribe le decían que la solución era amputar. Nunca se habían enfrentado a un procedimiento como ese.

Sin embargo, la decisión fue que, pese al alto riesgo de explosión, sacarían la granada y salvarían la extremidad. La incertidumbre, ahora, era quién iba a extraerla. “¿Algún voluntario?”, preguntó el doctor Uribe. Un residente se atrevió. “Yo lo hago, pero usted me dirige. Y si la granada estalla, usted me salva”. Afuera de la sala de cirugía, en un edificio dasalojado por esa emergencia, una cadena de médicos estaba lista para atender la potencial explosión. Pero no fue necesario, salvaron al soldado, su pierna y se salvaron ellos.

La noticia de la hazaña se regó y aparecieron otros casos similares. Cuando a un uniformado se le alojaba un explosivo dentro del cuerpo, el rumor era que había un grupo que podía salvarlo. Atendieron al menos a otros ocho. Uno de ellos, en el helipuerto del hospital. El doctor Uribe extrajo la granada al aire libre, en medio de las fuertes corrientes de viento que soplaban en el hospital, ubicado en un boquerón rodeado por los cerros de Bogotá. Apenas extraían la granada, la llevaban al bosque cercano para detonarla bajo control.

Ese es el tipo de trabajo que hace el equipo de trauma del Hospital Militar, fundado, entre otros, por el doctor Uribe en el 2000. Médicos, enfermeros, ortopedistas y cirujanos se juntaron para adaptarse a la crudeza de la violencia. Desde entonces son el primer frente del centro médico en atender a quienes llegan destrozados desde las zonas de guerra. Mientras el paciente está siendo evacuado, ellos reciben el informe, saben cómo viene y determinan cómo proceder.

Cuando el herido llega ya están listos. El equipo entra en acción. Estabilizan las funciones vitales, controlan la hipotermia que sufren todos los cuerpos en shock y pasan a cirugía: mientras alguien abre el cráneo para que el cerebro no colapse por la presión de la sangre, otros reconstruyen extremidades, remiendan órganos. Todo ocurre en simultánea.

A ese procedimiento le llaman “control de daños”. En la jerga naval, el término determina el plan de acción cuando un barco sufre un ataque: se deben reparar sus partes esenciales con rapidez para que la nave alcance a llegar a puerto. Es la filosofía del equipo y ha funcionado. “Hay que tomar las decisiones como un piloto de combate en una emergencia, si no es ya, es tarde”, dice el doctor Uribe. De los heridos que entran al servicio de trauma, cerca del 97% salen vivos.

Con la conformación de ese grupo le respondieron a uno de los momentos más duros de la guerra. El doctor Uribe dice que entre el 2003 y 2007, cuando los soldados abandonaron los cuarteles para ir a buscar a las guerrillas a su territorio, la situación se recrudeció. Al menos cuatro heridos de gravedad llegaban diariamente desde el campo de batalla. Él se habituó a que, pese a estar lejos de la selva, el conflicto armado lo tocara a diario. “Me acostumbré a la adrenalina de atender el conflicto. Cuando estoy de vacaciones me aburro”, dice.

Repasar la historia de ese centro médico es recorrer la violencia que ha vivido el país por casi un siglo. Sin duda, uno de los momentos determinantes en términos médicos se dio con la entrada de las minas antipersonales en el arsenal de los grupos armados.

En el edificio Fe en la Causa, dentro del complejo del hospital, hay un taller donde se construyen las prótesis a la medida de cada paciente. Las moldean en yeso, las arman. De las de madera que empezaron a usarse a mitad del siglo XX ya no hay rastro. Ahora usan prótesis hidráulicas y hasta inteligentes, con un software que copia el movimiento de la rodilla para que la otra pierna, la artificial, se mueva al mismo compás. Y los soldados las personalizan: les ponen los escudos de sus equipos de fútbol, las fotos de sus hijos, sus novias y hasta dibujos de matas de marihuana. Ahí comienzan el proceso de recuperación. Una vez tienen la prótesis, deben aprender a usarla.

En el gimnasio del edificio, contiguo al taller, un soldado con dos piernas artificiales observa a un anciano que se pone sus prótesis por primera vez, luego de haber padecido las consecuencias de la diabetes. El joven está recostado en una pared, mientras el veterano se agarra de dos barras paralelas y con esfuerzo se pone de pie. Un par de segundos después cae cansado sobre la silla de ruedas. El soldado lo mira conmovido, como recordando cuando pasó por esas. La escena es el reflejo del presente y el futuro del hospital.

Aunque las cifras de amputados por activaciones de minas han bajado, no lo han hecho tan drásticamente como los heridos por armas de fuego. Este año han llegado cuatro mutilados al pabellón, y los especialistas del área saben que mientras avance el desminado humanitario, seguirán recibiendo casos. Algunos cálculos apuntan a que pasarán más de 30 años para que la tierra en Colombia esté libre de minas.

El doctor Uribe observa al anciano que lleva al límite la fuerza de su voluntad. Camina hacia él. Le pone la mano en el hombro y el veterano, desde la silla de ruedas, levanta su mirada. “Felicitaciones, usted es un berraco. No pierda el ánimo”, le dice el médico. El anciano asiente con la cabeza y hace un gesto de agotamiento.

Mutilados que seguirán cambiando de prótesis cada tres años. Veteranos que hundieron sus traumas de guerra entre alcohol y drogas. Otros con los trastornos psicológicos que les dejaron las escenas más crudas del conflicto o el dolor de los lazos familiares que rompió la guerra. Enfermos con problemas renales por el agua contaminada que tomaron en zonas de conflicto. Exsoldados con fallas en el corazón, como secuela del tratamiento contra la leishmaniasis adquirida en la selva. Aunque la guerra termine, las cicatrices siguen abiertas.

Por Jaime Flórez Suárez

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