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Detrás del conquistador

Bogotá, 470 años después. Gonzalo Jiménez de Quesada, un hombre ajeno a su tiempo. El hombre que hizo la primera parte de la historia de Bogotá era poeta y abogado, un ser muy distinto a sus colegas.

Fernando Araújo Vélez

05 de agosto de 2008 - 05:24 p. m.
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Los libros de historia incrustaron a Gonzalo Jiménez de Quesada en sus páginas como a un conquistador más. Dejaban entrever que era igual de sanguinario, testarudo, burdo y lascivo que los otros españoles, banda de reos o ex presidiarios, cargadores de bultos e iletrados que se fueron a América porque los tesoros y las indias de las que habían oído hablar eran su única salvación. Sin embargo, Jiménez no era uno de aquellos hombres. Había nacido en una alta cuna, alrededor del año de 1496. Su padre, don Luis, fue Juez en el Tribunal de Granada que juzgó a los moros que invadieron España por más de cinco siglos, y su madre, doña Isabel, mujer de altos honores.

Jiménez de Quesada fue un tipo culto que estudió leyes. Escribía, leía y su palabra guía era Honor. Se embarcó hacia Santa Marta a las órdenes del gobernador Pedro Fernández de Lugo a finales del año de 1535 porque España merecía más que un imperio. Su primera desilusión en América lo sumió en una profunda depresión de la que salió sólo porque su destino era, tenía que ser, decía, engrandecer la imagen y el poder del rey Carlos V y de  España. El hijo de Fernández, Luis de Lugo, se había escapado del campamento un día para llenarse de riquezas. En lugar de regresar a santa Marta, huyó hacia España con el tesoro. Su padre se convirtió en la vergüenza de la tropa.

No obstante, el astuto pichón de político compró derechos y favores en la Corte, y su robo pasó a ser según las actas oficiales, un “acto heroico”. El dinero, como ocurrió siempre, lo compraba todo. Jiménez de Quesada no quiso saber más de la historia. Al mando de un grupo de 700 hombres a pie, y 80 a caballo, se largó por el río grande (De la Magdalena) a conquistar lo que encontrara. Mil veces había escuchado historias de tesoros y civilizaciones relucientes que brillaban algunos kilómetros hacia el sur, en las tierras que había conquistado Francisco Pizarro. Él iba por la gloria, no por el oro, y había recibido un enorme voto de confianza de Fernández de Lugo y de la tropa cuando el gobernador lo designó su Justicia Mayor, por encima de varios guerreros.

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Los intrincados textos que sobrevivieron a aquellas épocas lo definían como un hombre que “rayaba en los cuarenta años entonces. No era muy alto, pero fuerte y ágil, audaz y parco en la guerra, sufrido y paciente en los trabajos, atento y comedido con sus soldados, pero rígido por extremo cuando la disciplina lo demandaba así. Si fue injusto y cruel algunas veces, no lo fue por temperamento sino acaso porque lo creyó necesario, según las costumbres y las ideas de su tiempo”. Eran tiempos de alimañas, machete, traición, miedo, sangre, enfermedades, arrojo e incluso, magia y mito, porque los indios que terminaron por plegarse a los designios de los españoles los vieron como dioses, cuerpos indisolubles de hombre y caballo a los que indefectiblemente había que obedecer.

Un día, en cercanías de Barrancabermeja, que entonces se llamaba La Tora, los tigres atacaron a Jiménez y su compañía. El combate fue cruento, pero al final los españoles lograron espantar a los felinos. En la noche tendieron hamacas entre los

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árboles, pues ahí estarían protegidos “de todo mal”. A la madrugada siguiente el Justicia Mayor se percató de que cinco chinchorros se mecían con el viento. Los tigres habían regresado por sus presas y se los llevaron a sus territorios. Los despedazaron. Otro día a la tropa se le acabó la comida. Dos soldados habían muerto de hambre. Los demás, famélicos, armaron una conspiración contra Jiménez pues les había prohibido comerse los caballos. Cuando el conquistador se enteró, dio la orden de que ejecutaran al cabecilla de la rebelión. Dos días más tarde tomó a sangre y fuerza una población indígena en inmediaciones de Honda. No obstante, les condonó la vida a sus prisioneros y los dejó libres por una mujer india que lloró la suerte de su hijo.

Jiménez de Quesada fue tan contradictorio como humano. Pasaba de la violencia a la indulgencia en un par de horas. De la felicidad a la amargura, del escepticismo a la confianza. La tarde en la que dispuso que se oficiara la primera misa que la historia registró en tierras andinas, pueblo de Chipatá, reunió a sus hombres y les informó que renunciaba a su alto cargo, sólo para comprobar la lealtad de sus hombres. Como escribió José Eduardo Rueda Enciso, “Jiménez fue un conquistador especial. Un aspecto interesante de la vida de Jiménez de Quesada es su afición por la poesía, testimoniada por Juan de Castellanos en las Elegías de varones ilustres de Indias, y su actividad como escritor. Su obra más conocida es El Antijovio, refutación a un libro contra los españoles, del italiano Paulo Jovio, arzobispo de Nochera. Según consignó Jiménez de Quesada en el prólogo, escribió esta obra, de 55 capítulos, entre el 29 de junio y el 30 de noviembre de 1567”.

Para entonces ya había fundado a Bogotá, a la que llamó Santafé, y también ya había bautizado al nuevo reino como de Granada, para recordar sus orígenes y enaltecer la memoria de su padre, don Luis. Jiménez se apoderó del reino de los chibchas porque les infundió temor luego de haber molido a palos al Zipa Sagipa. Incluso, supo borrar las huellas de toda barbarie al incendiar el templo de Sugamuxi con todos los archivos que, aseguraban, contenía. Fue reverenciado, como tantas veces lo soñó. No obstante, sus victorias le resultaron efímeras, pues su vanidad lo llevó a querer cada día más. Se imaginó Eldorado, invirtió en él su dinero y su prestigio, se enfrentó a sus contradictores por buscar lo que le habían relatado que existía.

Su inmortalidad, sin embargo, ya estaba firmada, sellada y fechada en el día 6 de agosto de 1538, cuando decidió construir una ciudad de españoles en tierra muisca, y eligió el sitio de Teusacá para poner el primer bloque de piedra de un diminuto caserío que con el tiempo pasaría a llamarse Bogotá.

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Por Fernando Araújo Vélez

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