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Es una verdadera estupidez que sectores de la derecha extrema en Colombia hayan decidido convertir el espacio público en un campo de batalla ideológico. En ciudades como Bogotá y Medellín, esta pelea ha alcanzado niveles absurdos: murales que denuncian la violencia son borrados bajo el pretexto de preservar el “orden” o la “neutralidad”, negando la riqueza del espacio público como herramienta de memoria colectiva y transformación cultural.
El espacio público no es una pizarra para borrar historias incómodas. Es una vitrina donde las narrativas de las tensiones, las luchas y las esperanzas de una sociedad pueden coexistir. En ciudades marcadas por décadas de conflicto y desigualdad como Bogotá, los grafitis son más que expresiones artísticas: son actos de memoria que registran las verdades que a menudo se intentan silenciar. Borrar los murales ni desaparece los problemas, ni los esconde.
Ejemplos internacionales muestran cómo el arte urbano puede transformar ciudades y comunidades. Tal vez uno de los mejores ejemplos de la región es lo que pasó en San Miguel, Santiago de Chile, un barrio deteriorado que se convirtió en un museo a cielo abierto. Los murales, creados con el trabajo conjunto de artistas, autoridades locales y vecinos, no solo revitalizaron la zona, sino que también atrajeron turismo y lograron hacer diferentes reivindicaciones, procesos de memoria colectiva y generaron un profundo sentido de pertenencia comunitaria. Este modelo demuestra que el grafiti no es vandalismo, sino una forma legítima de construir memoria.
En Europa, ciudades como Berlín, Barcelona y Roma también han entendido el potencial del arte urbano como un recurso de transformación social y cultural. Berlín convirtió el famoso East Side Gallery, un tramo del muro que dividió a Alemania, en un ícono de reconciliación y resistencia. En Barcelona, el grafiti en barrios como el Raval es una herramienta de cohesión social que da voz a comunidades históricamente excluidas. En Roma, el arte urbano en el barrio Tor Marancia revitalizó una zona periférica, atrayendo turistas y uniendo a sus habitantes en torno al orgullo por su territorio.
Los recursos están al alcance. Bogotá cuenta con los estímulos culturales de la Secretaría de Cultura, los recursos de los fondos de las alcaldías locales, los proyectos de los presupuestos participativos y el fondo del Instituto Distrital de Turismo. Estas herramientas pueden ser usadas estratégicamente para financiar proyectos de arte urbano que integren a colectivos artísticos, comunidades locales y autoridades políticas. No se trata solo de embellecer paredes, sino de crear espacios que conecten memoria, arte y turismo, revitalizando nuestras ciudades y dándoles una identidad basada en su historia.
Bogotá tiene un enorme potencial para construir museos de memoria a cielo abierto. Un ejemplo concreto es la Calle 26, que desde hace muchos años cuenta con murales icónicos y que desde 2022 tuvo un trabajo integrado con varios artistas. Es posible pasar de un espacio intervenido de forma aislada a un eje estructurado que conecte memoria y turismo. Los pilotes y viaductos del metro son otro espacio con potencial inmenso: podrían ser intervenidos, no solo con jardines verticales, sino con murales que reflejen diferentes sentimientos bogotanos. La Carrera Séptima, con su peso simbólico, puede convertirse en el corazón de este museo urbano, narrando las tensiones y esperanzas de Bogotá
Para lograrlo, es clave fortalecer iniciativas como las mesas de grafiti, donde artistas, comunidades y autoridades locales puedan trabajar juntos para diseñar intervenciones que reflejen la diversidad de narrativas de la ciudad. Además, es fundamental garantizar convocatorias transparentes y recursos sostenibles que permitan una continuidad en estos proyectos, evitando que el arte urbano sea tratado como una moda pasajera.
El espacio público colombiano tiene el potencial de ser un motor de memoria, reconciliación y orgullo colectivo, pero eso no sucederá mientras sectores reaccionarios sigan borrando lo que les incomoda.
Por más que algunos sectores de la derecha extrema quieran, no pueden ocultar lo inocultable. La memoria no se borra. El grafiti es una forma de resistencia que sobrevive al borrado, a la censura y al silencio. La época de esconder historias y acallar voces ya pasó. Las paredes de Bogotá no están para callar, están para hablar, para gritar, para recordar. La memoria colectiva siempre encontrará cómo abrirse camino.
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Por Felipe Jiménez Ángel
