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El desconocido estaba encima de Arturo y, contra el piso, repetía una y otra vez la misma letanía de golpes. Aquello no era boxeo. No era una riña callejera. Eso era una carnicería concertada, una suerte de masoquismo aceptado. Al terminar, el extraño se paró, agarró sus cosas y se fue, sin mediar palabra, sin ofrecer disculpas. Desde ese día no aceptaron desconocidos en el club.
A la semana el encuentro se repitió religiosamente. Esta vez no había extranjeros, todos eran los mismos amigos encantados con los golpes, hipnotizados por la violencia pura y cruda de una pelea por disfrute. “Algunos lo hacían como catarsis, como válvula de escape de la vida. Nosotros lo hacíamos con un trasfondo ideológico, estúpido eso sí. En últimas, somos adictos a rompernos la cara”, dijo alguno de ellos.
En un principio, en 2005, fueron dos: aficionados a las artes marciales que empezaron a pelear por deporte, como un entrenamiento cualquiera. Después fueron más. Llegaron a ser 12 los miembros habituales. Entonces, en algún punto del camino, llegó el libro que Chuck Palahniuk publicó en 1996 con el título perfecto: El club de la pelea. Ya había una especie de piso ideológico, cierto sentido a algo tan abstracto como la violencia.
“A cada uno el club, o como quiera llamarlo, le sirvió para descubrir algo de sí mismo. Pelear obliga a controlarse, a dominar miedos, a aplacar egos. El punto, ideológicamente, no era ganar. Pero llegar a un encuentro sin la intención de ganar requiere un arduo trabajo de domesticación del ego”.
Toda virginidad implica una cantidad determinada de dolor, una pérdida inminente. Para aquellos nuevos en la logia de los puños el rito de iniciación consistía en pelear. El combate es algo personal, un asunto íntimo. Unos lo afrontaban con toda la furia posible, con toda la energía y el daño que dos manos pudieran hacer. Otros jugaban a la estrategia, al cálculo preciso de los movimientos, al uso consciente de la energía. Al final, con todo el cansancio del mundo sobre sus hombros, adoloridos, a veces heridos, uno de los dos cedía. Un apretón de manos, un abrazo quizá. Siguientes.
Algunos llegaron y se fueron. La mayoría se quedó y cada semana asistían a esa terapia de grupo improvisada en varios parques de la ciudad. En El Virrey los curiosos miraban desde la lejanía cómo, uno tras otro, todos se destrozaban sistemáticamente. En una ciudad donde la violencia se da silvestre, como una plaga, la pelea es espectáculo y la ira es deidad. Esta es una ciudad de morbosos, de fisgones. Voyeristas hubo siempre, en Bella Suiza, en el Parque Nacional, en donde fuera.
Ninguno de los dos tiene señas particulares, en una calle cualquiera pasarían por seres anónimos, dos transeúntes más. Fuera de aquella terapia de grupo, de choque, son personas pacíficas. En el relato de Palahniuk, una de las tareas de los miembros del club era iniciar una pelea con extraños y perderla. En la tierra de las riñas, de los borrachos iracundos, esta parecería una misión fácil, cumplida desde el inicio. No fue este el caso. Para ellos dos, peleadores aficionados, los golpes son una cuestión de confianza, que sólo prospera entre amigos.
“Todo acabó porque logramos, como al final del libro, acabar con un álter ego. En ese momento, el club se disolvió, la película se acabó”, dice Arturo. Mira serio. “Lo que pasa es que nos gusta darnos en la jeta”.