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El talentoso señor Cuéllar

Crónica de un hombre que perdió la vista y cambió las consonantes por el silencioso alfabeto Braille. En esta temporada del año se dedica a vender tarjetas hechas por artistas que transforman sus limitaciones físicas en arte.

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Óscar Domínguez / Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2008 - 10:00 p. m.
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A los doce años, cuando todavía veía, José Gabriel Cuéllar era un niño de la calle que se ganaba la vida lavando carros. En un brusco cambio de libreto, por causa de un accidente, los dioses le barajaron distinto, lo hermanaron tempranamente con Homero y Borges  —sin los libros—, con Ray Charles, sin su voz y su piano y José Gabriel quedó ciego.

Nunca perdió la sonrisa ni el optimismo que han sido su norte, sur, oriente y occidente. Simplemente, José Gabriel cambió las vocales y consonantes por el silencioso alfabeto Braille. Lee en el Braille como un virtuoso del piano acaricia las teclas.

Se volvió un as del rebusque.  Aprendió a jugar fútbol, acariciando el ruido. Ha sacado tiempo para casarse dos veces. Quiere tanto a sus dos hijas que a cada una le tiene mamá diferente.

Un buen día agarró sus corotos y se fue de casita, como Rin Rin Renacuajo. Se colocó lavando carros. Cualquier día se metió debajo de uno de ellos con tan mala fortuna que cuando retiraron el gato después de la reparación, José Gabriel todavía estaba en el lugar equivocado.

Nadie sabe cómo no murió aplastado en esta cabriola de su destino. Este José Gabriel Cuéllar es todo un ejemplo de tenacidad. Recicla periódicos de ayer, de antier, de nunca, que recoge a domicilio. Vende bolsas de basura y encima una clase magistral de reciclaje.

Cartuchos de impresora jubilados, encuentran en José Gabriel una segunda oportunidad. Fue auxiliar administrativo en el Viceministerio de la Juventud y deportes y tuvo camello en el INCI, Instituto Nacional para Ciegos. Recortes presupuestales lo metieron entre las estadísticas oficiales del desempleo.

En Presidencia de La República y en la Alcaldía de Bogotá (Secretaria General) lo tienen amenazado con una buena chanfa. De eso hace años, pero de aquello, el puesto, nada.

En sus escasos ocios, disputa torneos de ajedrez donde lo inviten. Le ha jalado al rebusque dando clases del viejo y hermoso juego que vino a lomo de cobra desde la India.

José Gabriel ha trabajado como ascensorista y recepcionista. Y para redondear la faena, de pronto se coloca de celador en obras en construcción. El secreto radica en que los ladrones no se enteren de que un ciego está cuidando esa heredad.

Y cuando el dulce se pone a mordiscos, coloniza semáforos y ordeña la solidaridad pública poniendo el sombrero.

Prefiere decir que es ciego, en vez del eufemismo “invidente”. Optó por la voz ciego desde la vez que llamó a un supuesto empleador y se identificó como el “invidente fulano de tal”. “¿Indigente?”, le preguntaron. Y decidió ejercer a fondo el destino de ciego.

No tira la toalla por más anoréxicas que se pongan las vacas. El ejemplar José Gabriel se ha convertido en un hombre llamado esperanza.

Por estos días vende tarjetas navideñas hechas por artistas que volvieron obra de arte sus limitaciones físicas.

Por Óscar Domínguez / Especial para El Espectador

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