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Ese viernes al mediodía salí de mi casa para ir a almorzar a un sitio de corrientazos cerca de la Javeriana. Me monté en el mismo bus de siempre, con tal suerte que encontré dos asientos vacíos. Cuadras más adelante se sentó a mi lado un joven que entabló conversación conmigo (lo que no es normal en esta ciudad), y con tono simpático empezó a preguntarme cosas.
—¿Cómo va tu día?, ¿Hacia dónde vas?
—Bien, gracias, voy cerca del Parque Nacional.
Por amabilidad le respondí, aunque ocultándole datos. En cada momento de silencio mi nuevo amigo hallaba un tema para seguir la charla. No entendía por qué si yo era sutilmente cortante.
En el único instante que le pregunté algo fue cuando vi que llevaba unos chicles en las manos, a lo que me respondió: “Los estoy vendiendo”. Por ayudarle, decidí comprarle algunos; “Igual, están sellados”, pensé. Tras pagarle, él, con discreción, me dijo que por favor me bajara del bus.
—¿Por qué? —pregunté.
El hombre, que no superaba los veinte años, me explicó la situación en detalle y sin mirar hacia ningún lado dijo:
—Venimos a robar el bus. Disimuladamente, fíjate que tres puestos atrás de nosotros está de pie un tipo con el pelo pintado de rojo y gorra. En la esquina final del pasillo hay uno con camisa verde y zapatos naranja. Por último, cerca al conductor está el más viejo, de mochila y medio calvo. Somos varios y vamos a robar el bus, pero como me caíste bien quiero que te bajes sin hacer mucho escándalo.
Paralizada, le agradecí. De la manera más natural que pude caminé hasta la puerta de atrás y me bajé. Tan pronto puse los pies sobre el andén escuché gritos dentro de aquella lata andante que empezaba a alejarse.
*Las crónicas han sido escritas por estudiantes de la revista Directo Bogotá de la Facultad de Comunicación de la Universidad Javeriana.