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El verdadero Marulanda Vélez

Fue presidente del Sindicato de Cundinamarca y cofundador del Partido Comunista Colombiano junto a María Cano. Murió en el 53.

Fernando Araújo Vélez
29 de mayo de 2008 - 10:40 p. m.

El otro Manuel, como lo llamaba Arturo Alape siempre que escribía sobre él, había nacido en La Ceja, Antioquia, por allá en los primeros meses del Siglo XX, nunca se supo con certeza cuándo. Era un moreno muy alto, con pecas en la cara, que fumaba todo el día y toda la noche para no quedarse dormido.

 Llevaba una cuenta pendiente, él lo sabía. Una cuenta pendiente que en 1953 acabaría con su vida, porque una tarde muy fría lo agarraron en un oscuro sótano de San Victorino con otros veintitantos compañeros de lucha y un montón de afiches “subversivos”, según los organismos de seguridad. Fueron órdenes de Laureano Gómez, dijeron los señores vestidos de negro que lo tumbaron y a puñetazos le sacaron el aire y su eterno cigarro, y a palazos le rompieron los dientes que aún le quedaban buenos.

Marulanda Vélez terminó en los calabozos de la SIC, en la Calle del Sol, barrio La Candelaria. Los hombres del régimen le recordaron allí que él había sido uno de los pioneros del comunismo en Colombia, que estaban enterados de sus mañas, de sus discursos en contra del gobierno, de sus primeras actividades como concejal de Medellín en el año de 1933.

“Usted, señor Marulanda Vélez, no nos podrá negar que echó un discursito contra los Estados Unidos y el Ejército al lado de María Cano, para recordarle a la gentuza lo que gente como usted quiso decir sobre los heroicos sucesos de Las Bananeras”. Tiempo después, uno de sus compañeros detenidos recordaría las palabras de los agresores, los insultos, los varillazos en sus largas piernas .

 Recordaría que el verdadero Manuel se prendó primero de María de los Ángeles Cano como mujer, y después, de sus palabras y discursos, y por fin, de la causa. Lo que dijera ella, lo que pidiera, lo que ordenara, él lo aceptaría y cumpliría a rajatabla.

“Con esa mujerzuela usted se inventó el Partido Comunista en este país”, le gritaban en los sótanos de aquel siniestro edificio. Como escribió Alape:  “Lo mismo (era) el día que la noche, simplemente el día amanecía anochecido y sólo entraba la luz presurosa, cuando se abría la puerta y se escuchaba el nombre completo del otro Manuel o los nombres de sus otros 27 compañeros de hacinamiento. Luego continuaban las sesiones, una o dos horas de frenéticas golpizas con una varilla...”.

Poco antes de morir, a Marulanda lo recordaban sus camaradas como un eterno albañil, “como si estuviera manejando los gestos de la mano con el palustre o estuviera colocando ladrillos encima uno de otro con sus manos. Alto siempre, delgado, moreno, muy paisa. Un hombre de mucha autoridad.

De olfato fino sin dejarse enredar en la retahíla de la verborragia. Construía partido, construía movimiento sindical, construía palabras”.  El Manuel que tomó su nombre, es decir, Pedro Antonio Marín, o Tirofijo, admitió que “así como nunca lo conocí en vida, nunca por desgracia tuve en mis manos una fotografía suya para decir, después de mirarlo en su pose de quietud fotográfica, he comenzado a desmontar a este hombre por lo menos en el querer de su mirada, porque uno necesita conocer al hombre a quien uno va a reemplazar de nombre, y naturalmente asumiéndolo con la carga de su pasado...”.

 A finales de 1953, el día del entierro de Marulanda Vélez, muerto de “golpiza” en un cuartucho cercano a la plaza de San Victorino, los sindicatos marcharon contra el régimen de Laureano Gómez, contra las Fuerzas Militares, los oligarcas y el poder. Lejos de ahí, en un curso sobre política y filosofía, dos hombres se le acercaron a Padro A. Marín para sugerirle que se cambiara el nombre por el de Manuel Marulanda.

“La escuela marxista leninista te deja ese nombre como una cuestión de estímulo para que lleves el nombre del dirigente obrero asesinado y lo lleves bien en alto”, le dijo uno de ellos, Pedro Vásquez. Tirofijo respondió, simplemente, que no sabía si estaría a la altura del sindicalista.

 

Por Fernando Araújo Vélez

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