En Bogotá hay algo más persistente que el tráfico, más terco que la lluvia y más invisible que la contaminación del aire: el ruido. Su presencia es líquida, se cuela por las ventanas, inunda los espacios e, incluso, atraviesa paredes y está tan instalado en nuestra cotidianidad citadina, que normalizamos de forma inconsciente la mezcla de motores, parlantes, máquinas, gritos, bocinas, alarmas y un sinfín de ruidos propios de la urbe, sin reparar en los efectos que el estruendo causa en nuestro cuerpo.
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En contexto: Proyecto busca crear “Zonas Tranquilas” en Bogotá para mitigar efectos del ruido
Caminar por la carrera séptima, la av. NQS, la av. Boyacá o la zona de rumba de la av. 1.° de mayo, para alguien que no esté acostumbrado al trajín de la ciudad, puede resultar ensordecedor. Situaciones que se pensarían normales para una ciudad de ocho millones de habitantes. Sin embargo, el problema escala cuando el ruido es omnipresente, incluso en los lugares destinados para el descanso.
Un estudio reciente liderado por Andruss Mateo Ávila, sociólogo y especialista en análisis espacial de la Universidad Nacional, lo confirma con datos tan sólidos como incómodos. Bogotá, dice, sufre de injusticia sonora: una forma de desigualdad que atraviesa el oído y termina afectando el cuerpo, la mente y la convivencia. Más que un simple malestar urbano, el ruido es una molestia cotidiana que no se vive igual en toda la ciudad.
El trabajo utilizó los registros de 30 estaciones de monitoreo de la Secretaría de Ambiente, recopilados entre 2021 y abril de 2025. Son mediciones segundo a segundo, convertidas en promedios mensuales que, al ser cruzados con información del DANE sobre pobreza multidimensional, densidad poblacional y uso del suelo, permitieron construir un mapa sonoro que evidencia la desigualdad.
La investigación encontró que más del 80 % de las unidades urbanas analizadas presentan niveles de ruido que superan los límites establecidos para zonas residenciales. Según la Resolución 0627 de 2006 del Ministerio de Ambiente, el máximo permitido es de 65 decibeles (db) durante el día; en la noche, la norma exige aún más silencio. No obstante, la realidad contradice esta expectativa, pues apenas en el 12 % de las zonas residenciales se cumple la norma durante las horas diurnas. Por la noche, esa cifra se desploma al 0,3 %. En zonas residenciales de Kennedy, Bosa y Ciudad Bolívar, los niveles alcanzan los 70 db, número permitido solo en zonas industriales o de espectáculos, pues en zonas residenciales la norma indica que no se pueden superar los 65 db. En palabras del investigador, “Bogotá parece una discoteca que no apaga la música en todo el día”.
Pero el problema va más allá del volumen: es también la imposibilidad de escapar. Ávila exploró el acceso al silencio como un derecho urbano y calculó la distancia a pie que debe recorrer un ciudadano para llegar a un lugar tranquilo. Usó como referencia bibliotecas públicas y parques mayores a una hectárea. Descubrió que apenas un tercio de los bogotanos vive a menos de un kilómetro de uno de estos espacios y que muchos de ellos, en la práctica, no cumplen su función como refugio acústico.
Un ejemplo es el Parque El Tunal, en el sur de la ciudad. En los mapas aparece como un área silenciosa accesible a miles de habitantes, pero está rodeado de vías de alto tráfico, comercio informal y actividades ruidosas que lo convierten en un espacio bullicioso. Algo similar ocurre con el Parque Entre Nubes, en San Cristóbal: aunque está cerca de zonas con alta presión sonora, su acceso es limitado por inseguridad, situación que se replica en varios parques y otros sitios, como los humedales. Lejos de ser un derecho (como lo reconocen varias legislaciones), la posibilidad de encontrar un lugar donde descansar los oídos en Bogotá es un privilegio urbano, como resulta obvio.
Con el fin de visibilizar estas desigualdades, Ávila diseñó un índice para tener una lectura adecuada de la problemática. Se trata de una herramienta que combina cinco dimensiones: el nivel de ruido, el índice de pobreza multidimensional, la densidad poblacional, el acceso a espacios de silencio y el tipo de uso del suelo. El resultado fue revelador: más de la mitad de Bogotá está en zonas de alto impacto sonoro y una cuarta parte se halla en condición crítica, que se exacerba en las zonas vulnerables o marginadas de la ciudad, como puntos de las localidades de Usme y Ciudad Bolívar. Mientras tanto, el nororiente de la ciudad (con mejores condiciones de planeación urbana y mejores condiciones socioeconómicas) disfruta de niveles acústicos más bajos.
El silencio en Bogotá no solo escasea: se concentra en sitios privilegiados. Y el ruido, en cambio, se dispersa como una epidemia especialmente densa sobre los sectores populares. Allí, la mezcla desordenada de usos del suelo —viviendas al lado de talleres, bares, zonas de carga o bodegas— agrava un paisaje sonoro que no se ha regulado juiciosamente y que, en consecuencia, pocos pueden controlar.
Pero, ¿qué efectos tiene esto más allá de la incomodidad? El estudio advierte que el ruido constante deteriora la salud física y mental. Hay evidencias que lo relacionan con trastornos del sueño, estrés crónico, afectaciones cardiovasculares y deterioro en la concentración. Piense en su último viaje en Transmilenio o en su caminata más reciente por alguna vía importante y sin duda alguna emergerán esas consecuencias. Es un hecho que el ruido no solo cansa: enferma. De hecho, las quejas en Bogotá por este motivo son un motivo frecuente de llamadas al número de atención 123.
Con esa mezcla de ruido, desigualdad e insuficiencia de políticas públicas se configura una ciudad donde el derecho al descanso y a la tranquilidad, para la mayoría, no está garantizado. Una ciudad que, en teoría, protege la calidad de vida, pero en la práctica olvida el valor del silencio. Peor aún, la legislación existente —como la Ley del Ruido, sancionada en años recientes— no ha sido suficiente para revertir esta tendencia. Aunque obliga a las entidades del Estado a considerar el ruido en sus procesos de planificación, aún no establece mecanismos contundentes de vigilancia o control, pues su implementación completa se proyecta para 2027. Entretanto, millones de personas siguen expuestas a un paisaje sonoro hostil que se vuelve parte del aire mismo.
En este contexto, el trabajo de Ávila no se queda en la denuncia, sino que también hace propuestas: una revisión profunda de los usos del suelo, en especial en zonas residenciales, una planificación acústica de la ciudad que garantice espacios de silencio funcionales y accesibles, y una transformación del modo en que se concibe el bienestar urbano. Dormir bien, estudiar en calma y caminar por un parque sin sentir el rugido constante del tráfico deberían ser condiciones básicas, no privilegios asociados al estrato ni a la localización geográfica, porque esta ciudad ya decidió cómo suena, pero se le olvidó la importancia del silencio.
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