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Habitantes de calle y Son Callejero: la música los tiene vivos

Todo lo perdieron, pero sobrevivió la música. Ni la calle ni el bazuco les arrebataron el ritmo a cinco “caballos” de la salsa.

Jaime Flórez Suárez
30 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
Roberto Echeverría, quien trabajó con Joe Arroyo y tocó con Larry Harlow, hace los arreglos y está en el bajo. / Óscar Güesguán
Roberto Echeverría, quien trabajó con Joe Arroyo y tocó con Larry Harlow, hace los arreglos y está en el bajo. / Óscar Güesguán

Los hijos del asfalto, los protegidos de la noche: los cinco genios de la calle que se quedaron sin la plata, la familia, el amor o la fama. Y sin los dientes. Todo se lo llevó el bazuco. “¡Oh droga letal que me envenena la vida!/ veneno infernal, llenas mi alma de horror”/. Pero quedó la música: su esencia, la infinita. ¿Por qué la música pervive en ellos? Ninguno puede decirlo bien, pero se estremecen y sonríen como niños pensando en la respuesta. Seguro no sirven las palabras, entonces lo expresan con sus instrumentos. Haciendo salsa como los grandes. Tocando el Son Callejero. 

Roberto Echeverría llega un poco tarde al ensayo. Ya todos están afinando los instrumentos. Suena “Bailando viene Vicente” y él asoma la cabeza por la puerta del estudio y entra bailando. Cola de caballo rala y canosa, y una mochila terciada. Adentro lleva un legajo de partituras arrugadas. Las saca y se pone a escribir los últimos detalles de los arreglos de “La Navidad en mi casa”, una canción que están montando para los conciertos de fin de año. Un par de minutos y ya tiene listo el arreglo. Reparte los textos entre los trompetistas, se monta el bajo en el lomo y suena Son Callejero. (VEA:SON CALLEJERO)

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Habla Roberto Echeverría desde un andén en Chapinero. Acaba de rescatar su guitarra de una prendería. Es el mismo instrumento roto que se encontró en la basura. Lo lijó, le templó las cuerdas y lo puso a sonar bueno, dice. “Cogí una guitarra por primera vez a los 4 años. Era de mi hermano, que era guitarrista clásico. Vengo de una familia musical. Adolfo Echeverría, el de ‘Amaneciendo’, es primo mío. Y Roberto toca la cumbia: ‘Esta noche tengo ganas de bailar/ y de ponerle a mi negra serenata’ ”.

“A los 8 años fui a dar a Manrique, en Medellín. Prácticamente vivía en tugurios. Allá probé la marihuana, las pepas, toda esa mierda. Esa es una zona de tangos” y hace sonar “Sangre Maleva” con su guitarra : “Fue hombre entre los hombres/ fue taita entre matones”. “A los 14 me fui de la casa con la guitarra, porque me di cuenta de que lo mío era una especie de pernicia y vagancia de la música. Mientras, estudiaba los tratados de composición de Rimski Kórsakov”.

“Hasta que me enrolé con José Martínez. ¿Sabes quién es él? Y toca: ‘Sobre las olas un barco va’. Entonces yo trabajé para él en Latin Brothers; después me fui como director de la orquesta y ganamos el Bongó de Oro. Tenía 30 años, la mitad de mi vida. Ahí conocí a Yomo Toro y a Héctor Lavoe en el hotel El Prado, consumiendo. Y toqué con Larry Harlow, el judío maravilloso. A Bogotá llegué hace 25 años con mi esposa y mi hija, con quienes estuve hasta hace 7. Entonces me tocó ir a dormir a los parques. Y caí. Yo había trabajado con disqueras: Sony, Fuentes, grabé con Joe Arroyo. Pero todo eso se acabó”.

“La droga es cosa hijuemadre. Llegué a robar en supermercados. Una vez me pillaron, me metí corriendo a una construcción y un tombo que me perseguía se cayó y se jodió el tobillo. Cuando me cogieron me dieron una paliza. Y en la UPJ un personaje me dijo que fuera a un hogar de paso a que me curaran. Allá había una guitarra. El tallerista me escuchó tocando y ahí me quedé. Y me encontré con Toño, que ya lo había conocido en las ollas, soplando, cuando tocábamos para un poco de ladrones que nos pagaban: ‘Mamá yo quiero saber de dónde son los cantantes’ ”..

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Antonio Ortiz, Toño, detiene el ensayo, furioso porque Juan Manuel del Castillo se acelera en el piano. Alza la voz y le manotea. “No podemos tocar mal”, dice. Y Dairo Cabrera le responde desde la campana salsera. Le pide que se calme. “¿Y es que acaso no tengo razón?”, pregunta “Toño”. “Hablando así nunca vas a tener razón”, le contrapuntean. Roberto, en el bajo, intenta romper la tensión: “Paz, paz; seamos tolerantes”. Y frena el agarrón. Dos minutos después, Toño ya está sonriendo y dándole con soltura al timbal, sacando el ritmo de todo su cuerpo, como si nada hubiera pasado. Como si no estuviera enfermo ni llevara encima una gripa que lo hace sudar frío.

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Habla Toño Ortiz desde una banca en el parque de la Independencia, con una bufanda alrededor de su garganta adolorida. “Mira cómo estoy y en el ensayo yo no sentía nada. Cuando toco me convierto en música, me olvido de que estoy enfermo, de que tengo problemas. Pero cuando vuelvo a la realidad, viene la decepción. Por eso sólo quiero saber de mi timbal y mi bongó”.

“Cuando toqué por primera vez tenía 10 años. Y fue un 24 de diciembre, en Quibdó. El grupo se llamaba Los Kuna, en homenaje a los indios de allá. Estaba con Alexis Lozano (fundador de Guayacán). Fue en un club y éramos la novedad porque éramos peladitos. Y yo todo nervioso. Imagínate un timbal tan grande y yo peladito. ¡Eso me tapaba!”.

“En el 84 empecé a tocar salsa con Washington y sus Latinos y con La Protesta, pero luego perdí muchos años de mi vida en las rumbas. Me fui deteriorando. Hasta que dije: ‘Esta situación no puede ser. Yo no pertenezco a este lugar. No más”. Y ese ‘no más’ fue a través de la música”.

“Cuando llegué a Son Callejero llevaba tres años sin tocar en orquestas. Y llegar me causó alegría porque ahí están mis hermanos de lucha. Te aseguro que de Son Callejero yo no salgo. Esa orquesta me ha costado sacrificio y unas caminatas tremendas para ir a ensayar. Y Dairo (el director de la orquesta) es un héroe. Solo él se atreve a luchar por músicos de la calle, por genios que el país no conoce. Aunque esa vaina de la fama es efímera. Hoy te alaban, mañana te pisotean. En cambio la música es infinita, y ojalá el día que me muera que sea tocando en una tarima. ¡Uy, no!, sin la salsa, mi vida sería más negra que mi piel”.

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El ensayo sigue. Roberto cuida la armonía, Antonio se queja porque no le queda espacio para improvisar. Todos creando música sobre la marcha, con la naturalidad del oficio aprendido y sentido. A mitad del montaje deciden que le falta letra a la canción. “Oye, Alberto, por qué no te escribes unos pregones”. Y Alberto López de Mesa, el poeta del combo, el que escribió “Soy callejero” y “Veneno infernal”, sentado en el fondo del estudio, con las manos cruzadas detrás de la nuca, dice: “Bueno, pues será trabajar”. La música sigue sonando mientras él garabatea sobre una silla.

Habla Alberto López, arquitecto de la Universidad Nacional, lector de los poetas clásicos españoles y consumidor de bazuco por 25 años; en abstinencia desde que clausuraron el Bronx. “La música persiste en ellos porque son profesionales; llevan años existiendo por ella. Cuando se es músico o cualquier cosa, uno no renuncia a eso ni por los avatares ni las adversidades de la vida. Y menos al arte que tiene que ver con la realización existencial”.

“Además, hay una condición importantísima de la salsa. Ellos son músicos de alto nivel, que exigen modalidades armónicas complejas, y ese género tiene aventuras sonoras. Entonces, venimos de cierta anarquía en la calle, de cierta libertad, y la salsa va por ese sendero. La convierten en una creación colectiva donde se permiten las libertades expresivas de cada uno. En el pregón o en el mambo. La calle, en esencia, tiene mucho de salsa”.

“Hay una magia que nos salva en un sentido, pero eso no quiere decir que por estar tocando dejan de consumir. No, eso es un proceso; pero, mientras trabajamos, la reducción del daño es alta; la calidad de vida mejora. Y esas son condiciones buenísimas para superar la adicción”.

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Dairo Cabrera es de Son Callejero, pero no de la calle. Llega a los ensayos con una maleta llena de ropa para renovar el vestuario del grupo. Es el director de la orquesta, quien se encargó de reunirlos hace siete años. Y los sigue juntando a diario. Los busca en los recovecos que sabe que frecuentan; los cita a los ensayo. Así los describe el amigo de todos, el que mejor los conoce:

Roberto es bastante aplomado y franco, el más tolerante y el director musical. Hace los arreglos, los montajes. Todos le aprendemos. Toño es un tipo que vive por la música. Cuando no ensayamos, se pone inquieto. Viene con un amor profundo, tan grande que se vuelve vertiginoso, apasionado, y de pronto no comunica sus reclamos de la mejor manera. Pero es un tipo sencillo, humilde, y ama la música por encima de todo. Lo mismo podría decir de Espinosa. Vive por la música. Su papá fue el mejor trompetista de Colombia por mucho tiempo. Es un poco intolerante y va a la yugular del músico, si no le gusta como suena. Pero es un maestro, sabe de esto como pocos. Es también el más mamador de gallo, pero imprudente al actuar. De El Halcón me atrevo a decir que el pregón de la salsa en Colombia morirá con él. Es el mejor del país. Es muy noble, pero la gente a veces no lo tolera porque viene muy sucio y habla mucho, nunca calla.

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Alberto Puello, El Halcón, no llegó al ensayo. Se quedaron esperándolo como tantas veces. Andaba cantando en los buses. Pero el montaje está pensado para él; la canción es para su voz, la misma con la que figuró en orquestas como la de Pacho Galán o La Protesta. Días después, aparece. Dairo lo monta en su carro, le pone la pista de la canción, le entrega la letra y él la interpreta como si lo hubiera hecho mil veces: emocionado, bailando en el asiento del copiloto.

El otro que no llegó fue Édgar Espinosa, hijo Fabio Espinosa, quien fue trompetista de Fruko y Los Graduados. La salsa le llegó por vía sanguínea. Emulando a su papá, formó parte del grupo Niche y tocó con Henry Fiol. “Yo soy Édgar Espinosa, el que no me conoce no se ha perdido de nada... soy arreglista, bajista, saxofonista, cristiano, enzorrador, gamín, vendedor de sueños y lavo ropa los jueves”.

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Son Callejero toca “El cantante”, la canción de Rubén Blades que volvió inmortal a Héctor Lavoe. La canta Espinosa y se le escucha tan suya. Es la historia compartida: la música sobreponiéndose a la penuria: “Y sigo mi vida/ Con risas y penas/ Con ratos amargos/ Y con cosas buenas”. Del pecho huesudo le cuelgan escapularios. Los ojos cerrados y la cabeza hacia el suelo. Canta: “Y nadie pregunta, si sufro si lloro”. Y le arrebata el instrumento al saxofonista y lo toca como un grande. “La vida me ha dado todo, desengaños e ilusiones”. Y ahora pasa al piano. La orquesta le hace el fondo para que sus dedos curtidos se luzcan en un solo que no está en la original que grabó Lavoe. Suelta el teclado y agarra el güiro; lo azota mientras improvisa letras. “Cuando el show se acaba/ soy otro humano cualquiera. Eso pasó en un toque en septiembre del año pasado. Hoy, Espinosa está en Cali; se fue escapando de las calles bogotanas que lo tenían jodido. Sin embargo, el Son Callejero en pleno está planeando una excursión hasta allá para rescatarlo”.

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Dos horas de ensayo les bastaron para armar “La navidad en mi casa”. Pese a que los asistentes al ensayo no somos expertos en salsa, sabemos que se trata de una canción tremenda. Tiene toda la fuerza de la salsa vieja guardia. Haberlos visto en ese despliegue musical deja muchas sensaciones. Ver sus cuerpos tan gastados de calle y de vida, pero sentir la música adentro de ellos, limpia y libra. Dos horas en las que nos olvidamos de la realidad a la que todos los asocian, de que son habitantes de calle. Dos horas en las que solo vimos, como dice Dairo, a unos caballos de la salsa haciendo lo que los mantiene vivos, a pesar de tanto.

Por Jaime Flórez Suárez

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