A principios de febrero, la Secretaría de Educación de Bogotá dio a conocer el “Documento orientador para docentes, que protegen la diversidad y combaten la discriminación”, guía que brinda herramientas a las instituciones para garantizar entornos seguros, respetuosos y “que promuevan los derechos de las niñas, niños y jóvenes, víctimas de violencias basadas en género y orientación sexual”. Sin embargo, de inmediato, las redes se plagaron de críticas, al decir que era una “imposición de ideología de género en los colegios”.
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La desinformación se volcó a las calles con plantones frente a la Secretaría y la Alcaldía, promovidos por sectores religiosos y algunos concejales del Centro Democrático y del Partido Liberal, como las cabildantes Diana Diago y Clara Lucía Sandoval. “Venimos como padres de familia a defender el concepto de niño es niño y niña es niña. La ideología es la biología. Pedimos a la Secretaría que elimine esa cartilla”, dijo Diago.
En respuesta, organizaciones defensoras de los derechos de la comunidad LGBTIQ+, como la Fundación Sergio Urrego, hicieron un llamado a conocer el documento, el cual, “lo único que tiene es una orientación, incluso para prevenir la discriminación general de sus hijas e hijos. Hay sentencias de la Corte Constitucional que protegen e invitan a los espacios educativos a ser espacios seguros”, recordó su directora, Alba Reyes.
Pero más allá de los mensajes discriminatorios y la necesidad de garantizar los derechos de los estudiantes diversos, El Espectador recopiló valiosos testimonios para entender lo que sucede en las aulas y que llevaron a que este documento fuese un mandato de ciudad desde 2016 y el cual, apenas, que se materializó este año. Una docente, dos estudiantes y tres madres de familias, con hijos e hijas trans, contaron las luchas y lo difícil que resulta ser diverso en entornos escolares, los cuales deberían ser seguros y respetuosos. Aquí la primera parte de las historias.
“La soledad de los maestros es inmensa”
La docente Esperanza Villalba* ha trabajado en colegios públicos y privados, por casi 20 años. Ahora enseña en uno distrital, a niños de la primera infancia. Días después de detonar el debate por el texto “orientaciones para docentes, que protegen la diversidad y combaten la discriminación”, dice que mientras circulaban en redes mensajes alarmantes, que insinuaba que en los colegios donde se acogiera el texto sus estudiantes se volverían transgénero, en su institución y en otras que conoce la discusión no pasó de ser charlas de pasillo. Para algunos docentes, consultados por este medio, la realidad es que ni el útil documento ha sido socializado en los colegios, ni ningún niño o niña se ha vuelto trans por cuenta del texto público.
En sus años como profesora, Esperanza ha visto “de todo”. “Pensaba que era de las primeras en tener en un salón de kínder a una niña transgénero, de cinco años, pero cuando al hablar con colegas supo que es más común de lo que piensa. “Está llegando de todo. No solo inclusión asociada a la discapacidad, sino asociada a la diversidad y diversidad múltiple”, complementa. En una situación así, el docente es quien debe mediar entre los prejuicios de todos los actores: “Al enterarse de que había una niña trans, los papás se me vinieron encima. Obvio, los niños llegan a la casa a contar. Papás de un nivel educativo alto señalaron que sus hijos se iban a corromper, que se iban a volver homosexuales. O sea, encontré todos los imaginarios posibles”.
De esta experiencia, entendió el abandono que padecen los docentes en estos temas y lo complejo que es mediar entre las creencias y las realidades: “Son temas vetados, que permean el acto pedagógico, algo a lo que nos estamos enfrentamos sin los elementos necesarios”. Y agrega:“Incluso en un colegio abanderado por su flexibilidad de pensamiento, al final se ve la discriminación, porque toca tu historia personal y tus creencias. Si tú no te permites una reflexión puntual, te chocas y te enfermas”.
Pero no solo los docentes quedan inmersos en esas “soledades” asociada al silencio sobre en tema de identidades LGBTIQ+ en los colegios, sino que quedan marcados por lo que ellos llaman el ‘currículum oculto’. “Queda en conversaciones en el pasillo con un compañero de confianza, pero de fondo no hay un debate pedagógico, una reflexión, una postura como individuo frente a la educación o sobre como maestra, cuál es mi responsabilidad”.
Concluye la maestra sobre el documento de la secretaría: “pueden hacer cartillas, campañas, debates, pero esos asuntos quedan en esas instancias, al interior de las aulas, los maestros seguimos enfrentando en situaciones que incomodan. Sería buena expandir la discusión y llevar a la práctica los lineamientos para que en cada salón se acepten a todos y todas por igual”.
“Yo no decidí ser mujer, así me sentí desde que tengo memoria”
Para los estudiantes es claro que muchos maestros no saben cómo manejar el ambiente de un salón en el que hay una estudiante transgénero. Evelyn Herrera, de 18 años, hace poco se graduó del colegio. Pasó de estudiar en colegio del barrio Venecia (Tunjuelito) al Marco Fidel Suárez. Recuerda su transición: “Decidí volverme mujer, porque así me sentí desde que tengo memoria. Desde los 5 años empecé a expresar mi identidad y mi infancia se rodeó de burlas”, dice. Hoy día su vida es “normal”, asegura, después de años de tratar de explicar que no era su culpa, ni de nadie, el identificarse como mujer.
“Me devuelvo a esa niña de 13 años, que un día llegó con peluca al colegio, para mostrarse como mujer. Fue duro enfrentarme a los prejuicios. El colegio nunca fue un lugar seguro. Siempre hubo burlas, porque era la niña rara. Impresiona que niños y niñas de primero y segundo ya cargaban estigmas. Cambié de institución por el maltrato que sufrí en el colegio de Venecia. Llegué al Marco Fidel Suárez donde pude ir con jardinera. A los profesores y estudiantes les falta mucha atención con los estudiantes diversos. La mayoría tienen pensamiento antiguo, en el que todos tienen que estar en el closet. A los colegios les falta reconocer las diversidades, que no son solo de género”.
“Muchos compañeros han intentado invalidar mi identidad”
Alana*, estudiante trans, contó como en el colegio fue mejor comprendida por sus compañeras, que por sus maestros. Algo que desencadena discriminación es cuando una estudiante trans busca que reconozcan sus pronombres femeninos y en las listas incluyan su nombre femenino y no su “nombre muerto”. Cuenta que empezó a experimentar su identidad maquillándome y a sus 13 años recibió insultos de sus compañeros, en su mayoría masculinos. “La primera vez que usé una falda fue en una feria de emprendimiento. La mayoría de compañeros se quedaron mirándome e, incluso, me fotografiaron sin mi permiso y me gritaron por los pasillos ‘maricón’. Me defendí en las dos ocasiones, por ende, pocas veces me dicen cosas a la cara”.
“En el colegio dejé de entrar al baño de hombres. Prefería no usarlo, así que un día entré al baño de las profesoras. Una orientadora me explicó la gravedad de la situación y esto se ‘solucionó' mandándome al baño de la enfermería. Ahí me sentía más cómoda. Cuando tenía que usar el espejo, entraba al baño de mujeres, que empecé a usar con frecuencia, gracias a que mis compañeras dijeron que entendía mi situación y que no se sentían incómodas. La solidaridad viene más por mis compañeras, que de la institución”.
Sobre la atención y educación sexual, Alana describe: “apenas recuerdo tres charlas y nunca explicaron qué era ser una persona no binaria o trans. Pasé el año explicándoles a mis compañeros qué era ser una persona trans, cosa que no debía haberlo hecho yo”. Cada año, los estudiantes trans atraviesan cambios y nuevos prejuicios. Para Alana, ya identificada como mujer, el que los demás se refieran como “ella” y no “él”, fue motivo de más burlas.
“Ese año avancé en mi tránsito. Mis compañeros empezaron a preguntar que, si era hombre o mujer, algunos con respeto y otros no. Intentaron invalidar mi identidad muchas veces, ignorando mis pronombres. Todavía hay profesores con la lista no actualizada y terminan llamándome por mi nombre muerto cuando toman la asistencia. Cuando me llaman por mi nombre muerto me desconcentra y llega a estresarme, lo cual me llega a afectar y más cuando la misma orientadora me termina diciendo ‘señor’ algunas veces”.
Particularmente, casi siempre se le obligaba a marcar las evaluaciones y trabajos con los dos nombres: el muerto y el identitario, “porque si no, probablemente mi nombre no aparece en la lista. Muchos de mis docentes (por no decir todos) son compresivos, aunque varios no tengan capacitación en el tema. Algunos se esfuerzan y otros no lo reconocen tanto”. Alana reconoce que no todo es malo, muchos profesores y compañeros la han orientado, respetado desde el primer momento y esto ha ayudado a qué sea un ambiente más sano, para ella y así poder enfocarse en temas qué le interesan a la hora de hacer sus trabajos.
*Los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de los protagonistas de estas historias.
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