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La campaña de exterminio contra El Espectador

El sábado 2 de septiembre de 1989, el periódico fue blanco de un atentado terrorista orquestado por Pablo Escobar y sus sicarios.

Marcela Osorio Granados, Steven Navarrete Cardona
02 de septiembre de 2014 - 11:04 a. m.
La detonación no causó víctimas mortales, pero dejó heridas a 73 personas y causó serios destrozos en varias edificaciones a la redonda. / Fotos: Archivo  - El Espectador
La detonación no causó víctimas mortales, pero dejó heridas a 73 personas y causó serios destrozos en varias edificaciones a la redonda. / Fotos: Archivo - El Espectador

Eran las once de la noche del viernes 1º de septiembre de 1989 cuando Juan Bejarano, entonces jefe de despachos del periódico El Espectador, recibió una llamada en su oficina. Al otro lado de la línea le habló el supervisor del personal de vigilancia para comentarle una extraña situación: un desconocido solicitaba permiso de los celadores para parquear un camión varado en las instalaciones del diario. Su respuesta fue tajante. No lo autorizó porque los vehículos para cargar el periódico empezaban a llegar a las dos de la mañana y necesitaba espacio libre para organizarlos. Ante la negativa, el sujeto pidió ayuda a uno de los vigilantes y a dos policías que patrullaban la zona para empujar el vehículo hasta el costado sur del diario, justo al lado de una estación de gasolina.

Al día siguiente, hacia las 6:30 de la mañana, cuando Bejarano terminó su turno de trabajo, vio el camión estacionado mientras esperaba un bus que lo llevara a su casa. Había recorrido apenas unas cuadras cuando escuchó la explosión. Supo que se trataba de una bomba y de inmediato tuvo la convicción de que el blanco había sido el periódico. El reloj marcaba las 6:43 minutos. El atentado terrorista había sido perpetrado usando el camión, que contenía una poderosa carga de dinamita.

En ese momento, después de una larga jornada nocturna para preparar la edición dominical, ya no había periodistas en el diario. Solo estaban una empleada de servicios generales y la encargada del conmutador, Margarita Clopatofsky, quienes apenas comenzaban su trajín. Hoy, 25 años después, Margarita recuerda que al sentir el estruendo creyó que se trataba de un terremoto. “Caían vidrios y escombros por todas partes. Una nube de polvo lo cubrió todo. Yo corrí a una esquina, me acurruqué y le imploré a la Virgen Santísima que me protegiera”. No hubo víctimas mortales, pero sí 73 heridos entre vigilantes, transeúntes y pasajeros de buses.

La noticia del atentado trascendió de inmediato y poco a poco fueron llegando al lugar periodistas, empleados y directivos. Uno de los primeros en hacerlo fue Fernando Cano quien, junto a su hermano Juan Guillermo, había asumido la dirección de El Espectador desde 1986 tras el asesinato de su padre, Guillermo Cano Isaza. A raíz de las constantes amenazas del narcotráfico, en 1989 los hermanos tuvieron que marchar al exilio. Fernando fue el primero en regresar, apenas una semana antes del atentado, y ni siquiera había retornado a sus labores en el diario.

Ese sábado, cuando ingresó a las instalaciones en medio de las ruinas, la imagen no pudo ser peor. Pero su pesadumbre se transformó en coraje cuando comenzó a recorrer los pasillos y empezó a ver a periodistas y empleados recogiendo escombros y manifestando su disposición a no dejarse amedrentar. “Fue una catarsis inmediata”, recuerda hoy. “Desde ese momento no se dejó de trabajar un solo segundo”. Antes del mediodía de aquel 2 de septiembre de 1989, después del balance de los estragos y cuando se constató que había maquinaria funcionando, se tomó la decisión: el periódico debía circular al día siguiente. “No hacerlo era reconocer que después de tantos ataques nos habían derrotado”.

Con más convicción que capacidad técnica, el codirector del diario José Salgar se puso al frente de los periodistas y logró armar una edición de 16 páginas que circuló el domingo con la imagen de la redacción destruida en la portada, acompañada del titular que resumió la postura de El Espectador: “¡Seguimos adelante!”. En la margen izquierda, bajo el rótulo “Sobre los escombros”, quedó escrito: “Cumplimos a nuestros lectores y a esa parte sana de Colombia que angustiosamente sigue esperando que el país reaccione y que el Gobierno cumpla lo que ha prometido, para que estos no sean también los escombros de la democracia en Colombia”.

A nadie le quedaban dudas. Era un ataque más del cartel de Medellín, con Pablo Escobar Gaviria a la cabeza. No le bastó con asesinar a su director Guillermo Cano el 17 de diciembre de 1986 o dinamitar cuatro meses después en Medellín la escultura que se construyó para rendir homenaje a su memoria. No fue suficiente con forzar al exilio a sus hijos Juan Guillermo y Fernando Cano o al periodista Fabio Castillo. No quedó satisfecho con asesinar al abogado de la familia y el periódico, Héctor Giraldo. Esta vez quiso arrasar el diario y todo su entorno geográfico.

Pero el hostigamiento contra El Espectador no se detuvo ahí. Dos días después del atentado, los directivos del periódico reunieron a funcionarios y empleados para darles una desalentadora noticia: Pablo Escobar había amenazado con volver a bombardearlos. Juan Carlos Salgado, quien trabajaba como redactor deportivo en esa época, recuerda que les ofrecieron la posibilidad de dejar el periódico y recibir una indemnización para evitar que el número de víctimas aumentara. Nadie renunció. “En varias secciones se empezaron a sortear los turnos de la noche. Desde el día de la bomba vivíamos con mucho temor, escuchábamos pasar un avión y nos mirábamos unos a otros asustados. Sentíamos miedo, pero al mismo tiempo valor”.

Las amenazas de una nueva bomba no se cumplieron, pero la zozobra se mantuvo. “Las primeras semanas fueron una pesadilla. Ante una mínima sospecha teníamos que evacuar el periódico. Debíamos sobrevivir y al mismo tiempo proteger a quienes trabajaban con nosotros”, recalca Alfonso Cano, quien ya se perfilaba profesionalmente en la sección de diseño del diario.

La angustia era la norma en Bogotá, pero en Medellín el asunto ya era de terror permanente. La determinación de Pablo Escobar era que no circulara un solo ejemplar de El Espectador en toda Antioquia y en varias ocasiones sus sicarios quemaron las remesas del periódico cuando llegaban a Medellín.

La situación llegó a un punto crítico el martes 10 de octubre cuando, con diferencia de pocas horas, fueron asesinados en dos lugares de la capital antioqueña los gerentes administrativo y de circulación, Martha Luz López y Miguel Soler. La presión era tan fuerte que a finales de 1989 El Espectador tuvo que cerrar sus oficinas en esa ciudad y su principal corresponsal, Carlos Mario Correa, se vio obligado a trabajar oculto en una oficina privada para salir del asedio.

“Si en Bogotá se trabajaba en un ambiente de pánico, la gente del periódico en Medellín tuvo que esconderse. Un día transmitían información desde la casa de los padres del corresponsal, al otro día desde la vivienda de un primo, siempre había que cambiar de ubicación a los empleados para que no los mataran. El Magazín Dominical se repartía entre cuadernos de colegio y algunos de sus fieles lectores se fueron dando mañas para leerlo. Lo mismo que los editoriales y las columnas de opinión, cuyos escritores nunca bajaron la guardia”, refiere Fernando Cano.

A pesar de la gravedad de las circunstancias y la violencia sistemática contra El Espectador, la investigación judicial por el atentado terrorista no tuvo resultados. Solo años después, cuando Escobar Gaviria ya había muerto, luego de una interminable secuencia de carros bomba, magnicidios y masacres, uno de sus lugartenientes aportó algunos datos de cómo se había planeado el ataque. Fue el locuaz John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, quien en 1994, durante una diligencia judicial, relató que fue Pablo Escobar quien le dio la orden a John Jairo Arias Tascón, alias Pinina, de organizar el atentado (ver recuadro).

Según Popeye, el camión bomba fue detonado con un sistema de mecha lenta, debido a que la carga explosiva era muy grande y el método de control remoto era inseguro. Dentro de la cabina del vehículo fueron ubicadas tres mechas lentas que se activaron al mismo tiempo. Aunque el gestor del ataque fue el jefe de sicarios del cartel de Medellín, el encargado de ejecutar su plan fue un hombre conocido con el alias de Don Germán, quien había trabajado como camionero 20 años y sabía cómo transportar los explosivos sin ser detectado por las autoridades. 25 años después, aún no se conoce su verdadera identidad.

En su confesión, Popeye admitió que los autores intelectuales fueron Pablo Escobar y su socio Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano. El móvil fue el mismo por el que mataron a Guillermo Cano: sus persistentes denuncias contra el cartel de Medellín y la indeclinable lucha contra la delincuencia organizada. La misma cruzada asesina que amenazó, exilió o segó la vida de muchos inocentes por la sola razón de trabajar con el periódico; o que ejecutó a aquellos jueces y magistrados que quisieron probar lo que Colombia siempre supo: la autoría del narcotráfico en la campaña de exterminio contra El Espectador.

* Lo que dijo ‘Popeye’

“El que escogió el lugar para poner el carro bomba fue  ‘Don Germán’, él lo llevó con la dinamita hasta esa bomba de gasolina, le prendió las tres mechas y el carro bomba estalló. Al camión le opacaron los vidrios de la cabina porque fue allí donde prendieron las mechas. No estoy seguro si el carro se vino con la dinamita desde Medellín, que es lo más seguro, o fue armado en Bogotá.

Creo que la carga fue papel higiénico, porque en otro camión que armaron cerquita a la casa de Miguel Maza Márquez usaron papel higiénico.

A ‘Don Germán’ por ese trabajo le dieron treinta millones de pesos y él con esa plata compró una finca e Barbosa (Antioquia). Él era el que  administraba todas las propiedades de ‘Pinina’, era su hombre de confianza.

A ‘Don Germán’ lo mató el señor Pablo Escobar Gaviria porque él y su hijo —un compañero de nosotros llamado ‘Maradona’— fueron quienes delataron a ‘Pinina’ por la recompensa de las autoridades”.

 

 

@marcelaosorio24

@StevenavCardona

Por Marcela Osorio Granados, Steven Navarrete Cardona

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