En cada muro, bolardo, puente, baranda, poste, vehículo o señal, que impide avanzar por la ciudad con libertad y en línea recta, Julián David Cruz ve una oportunidad para desafiar la gravedad y, con saltos espectaculares, marcar su camino. Él es uno de los tantos jóvenes que practican el fascinante deporte del parkour, disciplina urbana que combina habilidades deportivas, quien se viralizó hace poco al protagonizar un video donde se ve saltando por los techos de los articulados de Transmilenio, como trampolines catalizadores de adrenalina y esfuerzo físico, al mejor estilo del popular videojuego Subway Surfers.
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Él es un joven trigueño, de mirada seria, cabello castaño y cierta corpulencia, que a simple vista no pareciera ser el autor de las acrobacias que se le adjudican. Pero si usted es consumidor frecuente de redes sociales, seguro habrá sido testigo de sus habilidades en otros videos, como en el que se le ve subir al techo del Tren de la Sabana, en pleno movimiento, para brincar sobre sus vagones, o saltando desde el puente de la calle 100, el cual tiene casi nueve metros de altura.
Aunque cada video ha generado reproches de algunos, que consideran sus acciones temerarias, y aplausos de otros, por su evidente pericia y habilidad, lo cierto es que detrás de cada hazaña hay disciplina, trabajo físico exigente y una historia de amor hacia el parkour.
A diferencia del fútbol y otras disciplinas, este deporte tiene escasas probabilidades de practicarse profesionalmente en el país. Por lo tanto, alterna los saltos de puente a puente y los descensos de postes de luz monolíticos con su carrera universitaria. Dicho esto, Julián es más que la viralidad de sus videos o las opiniones divididas que generan sus proezas. Detrás de las pericias en el cielo capitalino están los sueños de una persona que busca alcanzarlos, de pirueta en pirueta.
Sin dejar de ser un niño
Quienes conocen el parkour y lo han estudiado desde la ciencia del deporte, a menudo se cuestionan cuál es la edad idónea para comenzar a practicarlo. A diferencia de otras disciplinas, los expertos en esta práctica responden con otra pregunta: ¿cuándo se dejó de practicar el parkour y a qué edad decidió retomarlo?. Y lo señalan, porque desde la primera infancia, dicen, el cuerpo se acopla al movimiento siguiendo una serie de fases evolutivas. Primero se gatea, luego se camina y, una vez se domina la marcha, las piernas y los brazos comienzan a escalar, saltar y resbalarse por las estructuras y superficies del entorno, buscando la acumulación de sensaciones.
Podría decirse que las primeras prácticas de parkour se dan cuando un pequeño inquieto intenta trepar un armario, saltar de una cama a otra o desplazarse por un barrizal de un parque cualquiera. Por eso quienes practican parkour son los referentes de una infancia postergada, a gran escala, en la que permanecer quieto es casi un sacrilegio. En el caso de Julián, comenzó a perfeccionar sus primeros saltos de parkour a los ocho años, en el barrio periférico de San Carlos, del vecino municipio de Soacha. Él, al igual que muchos jóvenes de su generación, interactuó por vez primera con la diversión en las salidas esporádicas entre cuadras, con los amigos, alejados de cualquier vestigio tecnológico, cuyo rastro, por aquel entonces, consistía en limitadas horas de televisión. Durante las horas que duraba su periplo por las esquinas del barrio San Carlos, él y sus amigos descubrieron, en un depósito de basuras, una pila de colchones, con los resortes desgastados; la cubierta porosa y mal oliente, y las esquinas desenhebrándose.
Por encontrarse en tal estado, los colchones fueron una carga innecesaria para la familia que los llevó al basurero, pero para los niños del barrio se convirtieron en un trampolín improvisado para practicar sus primeros saltos mortales, verticales y figuras sin dañar los muebles de la casa. “Era como un juego, era la diversión en esa época, jugar con los colchones y con el cuerpo de uno mismo”. Finalmente, los primeros aires tecnológicos de las redes sociales permearon las huestes de la infancia de Julián.
Primero fueron los videos, con los cuales se dio cuenta de que, en Bogotá e, incluso en Soacha, había más jóvenes como él, inquietos y saltarines, acudiendo a los puentes y grandes parques a saltar, ir de bolardo en bolardo, de andén en andén, practicando una disciplina que llegó desde Francia conocida como parkour. “Cuando empecé los entrenamientos grupales me di cuenta de todo el mundo del parkour y ya los saltos comenzaron a ser más altos; los dobles giros más completos, y mi habilidad comenzó a expandirse a nuevos rumbos” explica.
Las lesiones
Ampliar el horizonte y buscar más lugares para practicar este deporte le subió un grado de dificultad a los saltos. Ya no eran los colchones o los andenes y bordillos que se saltaban en un circuito, de poco más de tres cuadras. Ahora, el enemigo a sortear era la gravedad, buscando una mayor altura para las maniobras. Escalar cada peldaño de complejidad implicaba una descarga de adrenalina, que dejaba un vacío mayor que requería, a cada nuevo salto, una cantidad aún más elevada para llenarlo. Julián explica que para realizar los saltos, con los cuales ha sorteado esa fuerza magnética que nos empuja hacia el suelo y con la cual sus tenis se desprenden por varios segundos del asfalto, es necesario trasegar un lento camino de práctica, en el que nunca faltan las lesiones.
Este aspecto ha sido uno de los más complejos, sobre todo para sus padres, quienes esperaban en cualquier momento la llamada telefónica en la que les notificaran una nueva incursión de Julián al hospital. Cuando la gravedad decide reclamar lo que por derecho le pertenece, y los músculos de Julián no logran alcanzar la precisión para culminar un salto, las caídas causan un daño considerable en los huesos y articulaciones del acróbata.
La más peligrosa, dice él, fue cuando su cabeza recibió la mayor parte del impacto. “Me salieron varios hematomas en la cabeza y me fracturé la clavícula. Duré una semana en la que la cabeza me dolía todo el tiempo, todos los días, y no podía dormir, pero estar despierto era una tortura”. Sin embargo, las molestias implícitas en cualquier proceso de recuperación eran mínimas ante el síndrome de abstinencia originado en su única adicción: la adrenalina.
Para una persona acostumbrada a enfrentar alturas superiores a los ocho metros, la quietud es un lastre para el alma, que la carcome y la sumerge en una vorágine de ansiedad. Por ello, una vez llega el alta médica, y las heridas comienzan a sanar, retoma inmediatamente con pequeños ejercicios en el gimnasio, hasta volver al andamio de concreto de las calles bogotanas.
El siguiente obstáculo
Saltar de grandes alturas, treparse a estructuras sin ningún tipo de agarradera y mantener el equilibrio en el techo de un vagón a 80 kilómetros por hora requiere una fortaleza física considerable en el tren superior e inferior del cuerpo. De ahí que cuando Julián se retira los sacos con los cuales salta habitualmente, la imagen lánguida que transmite a simple vista transmuta a la de un joven corpulento. Mantener la condición es elemental para amortiguar la caída, impulsarse y efectuar la fuerza necesaria para desplazarse de manera intrépida. Y lograr tal estado físico requiere un régimen estricto de alimentación, abstinencia de bebidas alcohólicas y, sobre todo, buenos hábitos de sueño.
Julián controla estos factores minuciosamente y su siguiente proyecto será intentar participar en un reality de televisión, en donde pueda demostrar sus habilidades y llevar todo su potencial al siguiente nivel. Su sueño es lograr compaginar la disciplina del parkour con sus estudios, para ahorrar lo suficiente y abrir su complejo de entrenamiento. “Para que los jóvenes y nuevos talentos no deban recurrir a la calle, a los parques mal gestionados y a los Transmilenios [risas]”.
Lentamente, el sol de Bogotá se pierde entre la bruma que vaticina un aguacero. La humedad del acero y los postes se torna peligrosa. Julián se quita el saco, se seca el sudor y se dispone para regresar a casa. Esperará por el momento oportuno para volver a surcar los cielos de la ciudad, sorprender a un nuevo puñado de personas y llevar la experiencia de sus capacidades a un nuevo eslabón, sin que la gravedad de la selva de cemento se le resista.
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