La noche negra y helada. La música retumba en el gigantesco equipo de sonido. Un tramo de la calle 22 está cerrado y la gente se aglutina frente a la pasarela. El olor a marihuana llega de todas partes: bocas, narices y ventanas. Una luz azul titila sobre la tarima que espera la salida de las modelos, todas son personas trans que viven en el Barrio Santa Fe.
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La casa que las cobija y donde terminan de retocarse el maquillaje es blanca. Sobre la tribuna hay una tira larga de luces amarillas y al cielo negro le hacen falta estrellas. De resto, todo lo demás es rojo: la pasarela, la tarima, los zapatos, botas y tacones; los pantalones, abrigos, medias, guantes y vestidos; los arneses que llevan en el cuerpo, los banderines que señalan el camino, los cabellos largos y cortos tinturados, el maquillaje en los rostros incrédulos, y los labios que gritan aun estando cerrados.
Allí también está, Sofía Beltrán, quien vive en las calles del barrio Santa Fe, en Bogotá. Es consumidora de bazuco desde los 11 años y aunque asegura que lo ha intentado, todavía no puede dejarlo. Se dedica al reciclaje y va todos los días a la casa de la fundación Amor Real, el lugar donde se hace el desfile, a “joder” por un vaso de agua, un plato de comida, una ducha o para llevarse la basura.
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Hoy es diferente; tiene botas, medias veladas, una falda corta y un crop top en forma de corazón, todo rojo. Huele bien, tiene el pelo limpio y planchado, la piel maquillada y se le hace un nudo en la garganta de pensar que, al menos por un día, puede ser otra persona.
Como ella, las demás modelos llevan casi dos meses confeccionando la ropa en talleres creativos de diseño que fueron impartidos por la directora creativa de la fundación, Diamantina Arcoíris, una diseñadora de modas con un enorme reconocimiento en la industria textil y quien en 2020 ganó el premio Príncipe Claus, de Países Bajos por su trabajo compartiendo su conocimiento sobre moda para ayudar a personas socialmente marginadas.
En la fundación, Diamantina dedica días enteros a enseñar con la paciencia de una madre cómo es que el arte sana y da segundas oportunidades. Nunca cierra las puertas y deja que habitantes de calle, trabajadoras sexuales, personas trans y jóvenes atrapados en la delincuencia lleguen a bordar por decisión propia, a aprender cosas nuevas y a sentarse en una mesa a compartir la comida como si de una familia se tratara.
La confección les sirve de excusa para la rehabilitación social, la integración con los demás y la calma consigo mismas. El tambor, la aguja y los hilos hacen que se integren, poco a poco, a una nueva cadena productiva que dista mucho de las lógicas más comunes que tiene el barrio Santa Fe.
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En la calle el olor es denso, pero el aire se siente liviano. Los asistentes se sientan sobre cobijas siete tigres como si se tratara de un pícnic gigante. Los niños esperan con los ojos bien abiertos, a pesar de que ya van a ser las nueve. La comunidad, en un acuerdo tácito, deja que los adultos mayores se sienten en las pocas sillas rimax, los niños y las madres en las cobijas y ‘los nuevos’ en donde quieran. Las mujeres trans no quieren sentarse. Esto es histórico y la historia se escribe de pie.
La DJ, una mujer trans alta, morena, de pelo blanco y trenzado hasta la cintura, pide “un aplauso rojo”. El volumen de la música aumenta y la calle vibra mientras la multitud aplaude. Los reflectores rojos se encienden. Los asistentes apuntan hacia la pasarela. Los fotógrafos encuadran. Y todos, quizás por primera vez, las miran.
Lo que le sigue a eso no podría explicarse con palabras. Con un vestido corto de flecos, medias veladas con brillos sutiles en el encaje y una capa en seda que se desliza dócilmente por la alfombra roja, la primera modelo desfila sin un ápice de timidez, ni encogimiento, ni miedo. A su paso, la calle 22 deja de ser un trozo de asfalto cubierto con una tela roja y se vuelve escenario, pasarela y cómplice de una realidad inverosímil que no deja de suceder solo porque parece mentira.
Caminando, caminando, vamos caminando hacia el sol...Caminando, caminando, vamos caminando hacia la libertad...
La canción se intensifica mientras la gente chifla, grita, aplaude, graba, llora, ríe, fuma y sueña. La capa sigue avanzando como un río que se sostiene de las puntas con las manos. La mujer de pelo castaño y corto camina con los hombros hacia atrás, la cabeza erguida, los pies cruzados, sin equivocarse, uno delante del otro.
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Cuando sube a la tarima el momento alborozado se vuelve solemne. Ya nadie habla, ni grita, ni ríe, ni fuma. El silencio es absoluto en el barrio rojo donde hay siempre tanto ruido, tanto caos, tan poca calma. Luego, en honor a la aspereza del barrio Santa Fe, estallan los aplausos, los chiflidos y los flashes de las cámaras que quieren quedarse con ese segundo que solo a ellas les pertenece.
Detrás de ella vienen otras modelos, también de rojo. Avanzan con confianza en sus tacones altos, con las botas hasta las rodillas, los vestidos de flecos, escotes en v, faldas zurcidas con boleros, vestidos con plisados, gabanes largos, chaquetas asimétricas, faldas con aberturas, mangas con plumas, enterizos ceñidos y otras capas de seda.
Mientras caminan sobre la pasarela imitan cuernos con los dedos de las manos, sacan la lengua, se muerden los dientes, ondean el pelo y hacen voguing, un baile concebido en los años 80 por las comunidades queer negras y latinas de Harlem. Inspirado en la famosa revista Vogue, el movimiento imita las poses, posturas y expresiones faciales de sus modelos, como una forma liberadora de autoexpresión e identidad.
Atónitos, los espectadores las ven mover brazos y piernas al ritmo de la música electrónica, abriéndose de piernas, doblándose de espaldas, abrazándose a sí mismas al rodear su propio cuerpo con las manos.
Cuando Sofía sale, las cámaras no dejan de iluminarla con los flashes y los aplausos empiezan a marcar el ritmo de sus pasos. Siente que en algún momento el mundo dio una vuelta de más y ella ni siquiera lo supo. “La diferencia es abismal entre ayer cuando reciclaba y veía a las personas cambiarse de calle por miedo, porque creen que las vas a robar, porque estás sucia, hueles mal y vas caminando con tu bolsa de reciclaje”, cuenta después del desfile, mientras se quita la ropa.
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“Cambia todo. Es un mundo muy diferente, una forma muy linda de incluirte otra vez a la sociedad. No sabes lo que significa recibir un aplauso cuando en la calle solo recibes malas miradas”, dice entre lágrimas. Asegura que Diamantina, la diseñadora y fundadora de la casa es como una madre para ella. “Le agradezco porque me aguanta mis chocheras. Yo vengo siempre a molestarla: ‘Diamantina tengo hambre’, ‘Diamantina déjame bañar’, ‘Diamantina, regáleme un vaso con agua’. Es una mujer que nos ha dado a todas muchas oportunidades”, dice.
Termina el desfile y la gente no deja de mirarlas. El cielo ya no es negro, sino rojo y nadie se molesta en alzar la vista para asegurarse de que todavía faltan estrellas: las están viendo fijamente y lo saben. Las mujeres trans ríen, posan frente a las cámaras y siguen bailando entre abrazos fiesteros y el vaho frío de la noche bogotana que se mezcla con la máquina de humo, los cigarrillos y la marihuana. Las directoras del proyecto, Diamantina Arcoíris e Iben Andrómeda, salen y desfilan agradeciendo el apoyo mientras el barrio aplaude reconociéndoles a ellas lo que hicieron al haber levantado esa casa.
En el camerino, muy lentamente y como evitando que ese momento se les termine, las modelos se quitan la ropa diseñada por Diamantina y vuelven a vestirse de ellas. “Así haya sido por unos segundos, unas horas, un día, me sentí otra persona”, dice Sofía con los ojos encharcados mientras se abotona una camisa de cuadros, también roja.
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