De ellas no se habla, su habilidad del cuidado con las manos se difuminó al interior de los espacios arquitectónicos con normas indicadas para procesar la ropa sucia y contaminada que luego era diligenciada una vez limpia y sin contaminación microbiana, mediante el lavado, planchado y doblado, a los pisos del hospital.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Sin embargo, esa capacidad presenta una singularidad propia: las lavanderas del HSJD tenían una presencia espacial concreta en un recinto que se convirtió en testigo de su quehacer con las manos, y en parte integral de la infraestructura del lugar: semisótano de la Torre Central, que ostenta la categoría de Bien de Interés Cultural (BIC) de la nación, por lo cual, sí es patrimonio nacional y deberíamos procurar su conservación. Estas mujeres eran figuras claves de la historia del hospital y de la ciudad misma, guardianas de un saber tecnificado y transmisoras de una memoria social arraigada en la relación entre el cuerpo, el tacto y el tejido.
La mujer lavandera cuida con las manos
A los 19 años Patricia Díaz llegó a Bogotá a la lavandería del Materno Infantil. Estuvo por ocho meses ahí y se trasladó al San Juan de Dios, que para entonces ya enfrentaba problemas financieros. Permaneció hasta el 2001, cuando fue desalojada por la institucionalidad. Ella será la voz que saldrá del cobertizo gastado que cubre hoy el cerramiento en el cual tuvo su experiencia vivida en el complejo hospitalario.
Quienes estuvieron en la lavandería a mediados de los años noventa2 desarrollaron un agudo sentido de identidad por el trabajo que realizaban: no se trataba de lavar y planchar simplemente, pues existía un protocolo muy sofisticado para el uso de máquinas industriales, ese proceso era técnica y también un saber: «Cogíamos entre dos mujeres las sábanas, y las pasábamos por unos rodillos de una máquina larga como de dos metros, para que al salir la recibieran otras dos, y ellas mismas las doblaban con sus manos»—afirma “Pato”, como la llamaban sus compañeros entrañables—y agrega—«cuando estaba en rodillo, yo estaba todo el día con calor, y uno se enfermaba de las manos»—sentenció con una mirada paralizada entre las enfermas paredes de las habitaciones de la lavandería.
La división de tareas además se organizó por género: los hombres se encargaban de las máquinas, mientras las mujeres trabajaban con sus manos. En este esquema, ellos se especializaron en operar lavadoras y centrífugas: la maquinaria de rapidez; y ellas dominando las tareas manuales, desempeñaban un trabajo más lento y delicado, que exigía destreza y sensibilidad al hacerse sin guantes. Un conocimiento manual corporal-intuitivo, que, a diferencia de la mecanización masculina, se vinculaba al proceso de limpieza y al movimiento rítmico y cuidadoso de las manos.
A este punto hay que imaginar que se había completado una serie de pasos rigurosos tras la descarga y clasificación de la ropa: 1) separar las prendas sucias de aquellas contaminadas; 2) introducir la lencería en las lavadoras, donde los hombres—con guantes de carnaza—añadían el hipoclorito; 3) activar varios ciclos de enjuague, reaplicando jabón y cloro; 4) someter a vapor la ropa para desinfectarla por completo; 5) tras el último enjuague, centrifugarla para eliminar el exceso de agua; 6) y pasarla a las manos de las mujeres: «Nuestras manos recibían la ropa casi caliente luego de pasar por los rodillos que las planchaban»—añade Pato―«las batas de los médicos requería anudar los cordones de la cintura, o si es bata con espalda cuadrada, era necesario doblar el cuadrado hacia adentro y cuidar que su abertura quedara hacia afuera, y por el revés, tomar los extremos superiores de las dos sisas en toda la amplitud del hombro».
Es un acto de entrega mediante un lenguaje corporal coreográfico que revela otro, más íntimo y silencioso, sencillo y amoroso: el de las manos que doblan la ropa. Ese elemento corporal diminuto y anatómico aparece de manera explícita todo el tiempo: «hallar las puntas de las sábanas con las puntas de los dedos»—cita Pato—o «hallar los pliegues con los dedos», permite a las mujeres darle forma a la ropa. Este dar forma, así como sus movimientos lentos, corresponden a una conciencia del cuerpo atravesado por el sentimiento de la manos.
A la invisibilidad formal de las lavanderas había una visibilidad espacial arquitectónica
Pato señala con un dedo el semisótano ubicado en el costado occidental de la Torre Central. Entre las ventanas estropeadas por el tiempo indica cómo el trabajo de lavandería debía organizarse en una sola dirección y siempre la misma: de sucio a limpio. Las lavadoras industriales estaban situadas en las paredes del lado sur de la habitación y mirando hacia el tránsito final del proceso:
«A este lado [sur] estaban las máquinas, eran una cosa inmensa, donde se lavaba, y la ropa era puesta en carretilla para pasarla a los secadores; después, a los rodillos [=calandra], que eran de metros, y que planchaban las sábanas, y que dividían esta sala del fondo donde en la pared norte estaba la sala grande para las mujeres, y en la del sur estaba el ducto o shut, en donde los hombres descargaban la ropa sucia para meterla en las lavadoras».
Según inspección ocular de la lavandería realizada en 2012 por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, dentro del cerramiento se hallaban las máquinas destinadas al servicio de lavandería del hospital, de cuya incorporación puede pensarse que parece haber sido una idea improvisada y no anticipada en la etapa inicial de construcción. Esta suposición se sustenta en la presencia de obras de adecuación de infraestructuras hechas con posterioridad al levantamiento original del edificio:
«En su interior se encuentran las máquinas propias del servicio de lavandería del hospital, que al parecer no estuvieron allí desde el principio, ya que se evidencian obras de adecuación de tubería, redes eléctricas, etc., posteriores a la etapa de construcción».3
En todo caso, la ubicación no es fortuita, pues coincide con la espacialidad de la Torre Central. Con todo, como el pabellón de lavandería y costura fue conocido el edificio de Mantenimiento, situado al sur del corazón del complejo hospitalario: «posiblemente luego de su inauguración, en 1926, el edificio fue complementado con un bloque en forma de herradura que lo rodeaba y en el cual había lavaderos y tal vez bodegas, construido sobre el cauce de la acequia acaso para depositar en esta las aguas residuales».4 En el discurso inaugural del hospital de la Hortúa, en el año 1926, organizada por la Junta de Beneficencia, y la Gobernación de Cundinamarca, el doctor Pablo A. Llinás exaltaba el pabellón de la lavandería: «otro pabellón para costura, ropería, colchonería y lavandería automática al vapor, con maquinaria para desinfectar, lavar, secar y aplanchar diariamente mil piezas de ropa y para conducir agua caliente a los pabellones y laboratorios impelida por la expansión del vapor producido en sus generadores».5 Este pabellón conformaba los 12 edificios construidos hasta el momento y listos para el servicio de mil enfermos.
El arquitecto ganador de la convocatoria para el concurso del nuevo hospital, en 1922, Pablo de la Cruz ya había proyectado la intención de un pabellón de lavandería dentro de los 25 edificios planeados como necesarios: «Lavandería: Caldera de carbón, motor, tanque, tres lavaderos mecánicos, catorce manuales, torcedor, tres planchadoras mecánicas, tres almidonadoras mecánicas, tres secadoras, sala de desinfección; en el segundo piso: un salón de planchado manual, un salón para remendar, un salón para hacer colchones, dormitorio de empleados, almacén, ropería, etc.».6 Y pudo materializarse. La lavandería fue pensada en el eje central-vertical, al estar en el perímetro de la administración y cocina.
De este modo, la lavandería, situada primero en el edificio de Mantenimiento, al reverso del pabellón de cocina o Siberia, continuó en el circuito espacial central al idearse tiempo después en la punta noroeste de la Torre Central.
No obstante, al margen de la lavandería oficial del hospital, existía otro lugar donde se acostumbraba a lavar, adyacente al resto de los edificios, y con un objeto distinto al de la profilaxis médica: el jardín infantil. Ubicado al otro lado del corazón de la ciudad hospitalaria, las mujeres lavaban los pañales de tela de los hijos de los trabajadores. Así lo recuerda Pato: «mi madre entraba temprano para atender a los niños y lavar sus pañales».
Para imaginar el sentimiento de las manos en la lavandería del HSJD
¿Las manos de las lavanderas, invisibles y esenciales, entrelazan la cultura, entre el cuerpo y la memoria? Curtidas por el trabajo, ellas portan el recuerdo de las sábanas y vendajes de un hospital donde se entrelazan sufrimiento y sanación, convirtiéndose así en un símbolo de esa historia olvidada, en la que la labor invisible es tan―o incluso más―fundamental que cualquier hecho registrado. En el acto cotidiano de lavar, Pato emplea una sensibilidad que trasciende lo visible, transformando el trabajo físico en un acto casi ritual del cuidado. Nos recuerda que el tacto, el peso de las sábanas, la temperatura del rodillo sentida por sus fieles instrumentos, se inscriben no sólo en su piel, sino en el inconsciente colectivo de una sociedad que, al lavar los vestigios del dolor y la recuperación, teje también su identidad. Una identidad definida al tiempo por los valores representativos de la maravillosa historia de la Torre Central.
Por último, Pato bordea el costado norte de la torre para mostrar la circulación lateral por donde accedía a la lavandería: «los mejores años de mi vida laboral salieron por esa puerta y volvieron a entrar para quedarse atrapados». Así lo juzga, y lo dice con razón y sentimiento: las rejas que ahora toca son las mismas de la foto que le tomaron hace más de veinte años, sólo que esta vez están raídas por el abandono; y sus manos con los nudillos gastados, conocedoras de una paz que no ha llegado aún, conservan con solemnidad el arte del cuidado. Y cuando me las muestra abiertas emite una frase que parece más un epitafio para ellas: «ya no hay quietud, sólo premura». Y se despide, camina por el monobloque, en dirección hacia el vestíbulo de recepción, donde en sus tiempos engalanados la recibía una escultura del maestro Miguel Sopó, Mujer y el Niño, mismo autor de la talla directa en relieve titulada Lavandera.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.