Una espesa bruma la cortan los destellos de luz que provienen de la única casa despierta del barrio Samper Mendoza (Los Mártires). Es la 1:00 a.m. y afuera el negruzco manto de la noche arropa las aceras y batalla contra el silencio. De un camión, que se parquea al lado de las luces, sobre la carrera 25 con calle 22A, se bajan don Esneider Chipateco y su hijo. Cada uno carga un bulto de hierbas frescas para la venta nocturna de los jueves. Esta es considerada, la plaza especializada en hierbas más grande de Latinoamérica. El frío, el tinto y el trajín que se avecina aplacan el sueño.
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A medida que la robusta espalda de Esneider se adentra por una puerta de acero, hacia un túnel blanco, el silencio se va diluyendo en música decembrina y aromas que comienza por yerbabuena, que activa los sentidos, y el rumor de cientos de vendedores que se alistan o ya están ofreciendo todo tipo de hojas: medicinales, aromáticas, especias, hoja de plátano para tamales, entre muchas otras, que darían para armar una pequeña enciclopedia.
Ruana va, ruana viene. El verde se roba el protagonismo. Como espuma que crece, se apilan las hojas en los espacios que arriendan los vendedores por COP 10.000. Los días que no hay venta nocturna, vale COP 5.000. “Los que pagan son de buena fé, nadie aquí revisa eso”, dice don Esneider, conoce bien la plaza, pues la vio convertirse en lo que es hoy: un santuario de las hierbas que aglutina a más de 300 comerciantes. De las casetas, tintos van, tintos vienen.
Mientras a un colega le embolan los zapatos, cuenta el yerbatero que este espacio nació en la calle. “Eso era callejero, por el lado de la 19, se vendía por la orilla de la carrilera”, recuerda. Los orígenes de la plaza Samper Mendoza se ubica en 1935 como un mercado de graneros para la mercancía verde que llegaba en tren a Bogotá y, tras varios usos, como el de parqueadero de buses, fue reconocida oficialmente como plaza distrital a finales de los años cincuenta. “En esa época no era tan reconocida como plaza especializada de matas”, agregó el señor.
Décadas después, hacia los años ochenta, se consolidó allí el mercado nocturno de hierbas que hoy la distingue y la convierte en uno de los espacios comerciales y culturales más particulares de la ciudad. Pero no siempre fue lo que es. Esneider recuerda que hace más o menos 25 años, permanecían muchos mercados en las calles: “eran casitas viejas, ranchos”, dice, antes de que el lugar fuera reconocido oficialmente. “Ya después dijeron que era plaza de mercado, pero de verduras, y eso se acabó, y ahí mismo se fundó esto”, resume, como si narrara el proceso de crecimiento de una planta.
—¡A la orden! —dice el hombre sin sacar su manos de la ruana gris que lo envuelve—.
— Sí hay: manzanilla, yerbabuena, caléndula, menta, romero. Las manos se mueven rápido entre los bultos verdes.
“Aquí se vende todo”, remata, como si no admitiera discusión. “Aquí no se desperdicia nada: mata que se trae, mata que se vende”, insiste Esneider, mientras recuerda que la plaza nació sin techo ni nombre, cuando vender era aguantar la intemperie y quedarse.
Unos puestos más allá están Sandra y Mariana Yanten, hermanas, hijas de la plaza. Cuentan que llevan allí toda la vida. “Desde cuando el piso era de tierra, las paredes de madera y la gente entraba, mercaba y se iba”. Para ellas, Samper Mendoza no es solo un mercado: es una herencia. Venden hierbas amargas para baños y riegos.
—Bretónica, altamisa, verbena, ruda— y plantas medicinales que aprendieron a reconocer con los años, mirando, escuchando, repitiendo.
Las hermanas agregan que todo cambió después de la pandemia. Ahora muchos clientes ya no vienen, mandan la lista y esperan el encargo. También cambió la gente. “Las hierbas no se acaban”, repite Sandra, “lo que se acaba es la gente que sabe trabajarlas”. Sus hijos ya no quieren seguir, estudian otras cosas, “miran hacia otro lado”. Ellas, en cambio, siguen llegando de madrugada, convencidas de que mientras alguien pregunte “¿sí hay?”, la plaza seguirá viva.
Por ahora, la noche estática, tejida entre risillas aquí y allá, bañada en una luz blanca artificial, deja la impresión de que el tiempo no avanza esta noche, y el amanecer parece imposible.
Tamales rolos y su ingrediente indígena
Adentrándose más entre un laberinto de olores y tierra mojada, se llega a un cuarto de paredes amarillas en donde vuelan enormes hojas de plátano. Es un área concentrada para la preparación de la hoja que usan en Bogotá para los tamales. En diciembre, el ajetreo es tal que la concentración de cada doblador de hoja es máxima: debe juntar 50 hojas de plátano en segundos, donde cada uno de estos ramos vale COP 25.000.
La mayoría de los dobladores de hoja y quienes las traen, son indígenas que hace 22 años eran reconocidos por vender las hojas en las calles, cerca de la carrilera. Entre ellas está Argenis Ducuara, indígena Pijao, llegada desde Coyaima, Tolima. Vende solo hoja de plátano. “Hoja arreglada, hoja en bolo, hoja en plancha”, enumera. Cuenta que está en la plaza desde 2013, cuando los sacaron de Carrilera y los reubicaron. Desde entonces, su vida transcurre entre cortes, paquetes y madrugadas.
Del Samper Mendoza, viene la envoltura de los tamales más ricos de la ciudad. La hoja de plátano se apila, se cuenta, se dobla y se huele. De aquí sale la que envuelve los tamales del 20 de Julio, La Perseverancia, La Concordia y otros barrios.
Pero para que los indígenas obtuvieran este espacio, entra en la historia Lucy Chacón Corredor, una santandereana que llegó al Samper Mendoza, huyendo de una situación difícil, y empezó vendiendo tintos en la carrilera del tren donde se hacía Argenis, sobre la antigua avenida del ferrocarril. “Ellos fueron los primeros que me empezaron a comprar tinto”, recuerda. Con el tiempo, quedarse ahí dejó de ser una opción informal y se volvió una causa: buscar un lugar digno para que los vendedores indígenas pudieran trabajar sin persecución ni desalojo.
Durante años tocó puertas. Primero la Casa del Vendedor Ambulante, luego Eventos Populares, hasta que apareció el IPES. Tras censos, reuniones y trámites, se tomó la decisión de destinar lugar exclusivamente para los indígenas. Lucy hoy sigue vendiendo tintos, pero ahora desde un local de la plaza.
Argenis explica el tiempo de la hoja con paciencia campesina: la mata se demora cerca de un año en dar, y después permite cortes cada quince o veinte días.
El recorrido de la hoja, cuenta Lucy, empieza lejos de Bogotá. Viene de las veredas de Coyaima, en lugares como Totalco, Mayarco, Recristo y Palmar. Allí se corta la hoja de cachaco, se pasa por fuego para asarla y luego se arma en bultos o paquetes para cincuenta tamales. Desde el campo, la hoja cruza el río Saldaña, pasa por rancherías donde la cargan en mulas y carros, y finalmente sube a Bogotá. Es un proceso largo, manual y colectivo, sostenido por familias que viven literalmente entre las plantas. Hoy, la plaza Samper Mendoza, alberga 50 familias.
Pero Lucy también señala el mayor problema del negocio: los intermediarios. Mientras en la plaza un paquete de hoja se vende a 25.000 pesos, en el territorio se les paga a los indígenas entre 8.000 y 10.000 pesos.
Desde la institucionalidad, la nueva dirección del IPES plantea una lectura distinta de la plaza. Para Catalina Arciniegas, directora de la entidad, el Samper Mendoza hace parte de una red viva que sostiene la ciudad: más de 2.500 espacios comerciales activos en 18 plazas distritales, donde vivanderos y vivanderas trabajan a diario para abastecer Bogotá.
En ese mapa, la plaza se destaca como el mercado nocturno de hierbas más grande de América Latina y como el principal centro de distribución de hoja de tamal. “En el instituto transformamos vidas y ofrecemos oportunidades a quienes más las necesitan, todo con Corazón IPES”, dijo la directora.
Detrás del ajetreo de los indígenas dobladores de hoja de plátano, la alborada anuncia que la jornada está por terminar. Algunos ya duermen sobre los bultos, otros suavizan la mañana con otro tinto. Los ojos rojos pesan sobre los párpados. Al atravesar el último túnel y recibir una última perfumada de aromas variados, la luz enceguece. Para todos acaba de comenzar el día, para la plaza Samper Mendoza, es hora de dormir.
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