Días antes del #8M, el Instituto de Patrimonio Cultural de Bogotá, arregló el vandalizado monumento de La Pola, ubicado sobre el Eje Ambiental, aplicándole un “mortero de sacrificio”. La técnica usada despertó críticas, no solo por su nuevo aspecto (color, acabados) sino por el hecho de que el trabajo parecía perdido cuando, en el Día de la Mujer, el monumento fue vandalizado por grupos feministas nuevamente. Y tras una segunda y aguda limpieza, el país se conmocionó al conocer del transfeminicidio de Sara Millerey, por lo cual, hubo una tercera intervención a este monumento, quizá el más vandalizado de la capital. Historias así resuenan alrededor de los 768 monumentos que hay en Bogotá (70 % en espacio público).
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Pero, ¿qué hay detrás de estas acciones? ¿Cuánto le cuestan a la ciudad? ¿Qué representan estas esfinges? En los primeros tres meses de 2025, la Brigada de Atención a Monumentos del IDPC invirtió casi $55 millones en la intervención de 16 monumentos, labor que desarrolla desde 2011. Antes esto le competía al IDU, a través de contratos de mantenimiento y limpieza, que tardaba más en firmar, que los monumentos en ser vandalizados.
Con un problema adicional: como el IDU se concentraba en obras públicas, no tenía un inventario riguroso de los monumentos, algo que sí logró el IDPC. Helena Fernández, subdirectora de la Brigada de Atención a Monumentos, cuenta que ese inventario tardó año y medio, porque el volumen era grande y había unos que no tenían valor patrimonial. “Se sacaron unos e incluimos otros. Arrancamos con 350 monumentos, y van 760″, dice.
Cambio de narrativas
A simple vista el grafiti pareciera ser la principal causa de afectación a monumentos, pero se ha dado hasta tráfico de partes. “Al monumento de La Rebeca, en el Centro Internacional, le viven quitando la naríz... ya tiene varias rinoplastias. Otros se han convertido en sanitario de habitantes de calle. El tráfico de hierro también ha sido un problema, al punto de que se robaron completo el ‘Monumento a la Vida y el Desarme’, del parque Tercer Milenio, que se hizo con 5.600 armas fundidas”, añadió Fernández.
Manuel Salge Ferro, doctor en antropología de la U. de los Andes, estudia hace más de 20 años las relaciones con el patrimonio cultural. Dice que el valor de los monumentos comienza en lo institucional, con parámetros de la Unesco, que indica tres criterios de valoración: el histórico, el estético y el simbólico. “Un monumento debería ser un objeto muy querido, porque nos habla, pero el lío es que ahora muchos ya no nos hablan o dicen cosas que no nos gustan, porque en la cultura el patrimonio y los objetos van cambiando su valoración”, dijo Salge a El Espectador.
Según Miguel Ángel Pardo Cruz, historiador de la U. Javeriana, la instalación de monumentos en Bogotá respondió a una estrategia estatal para configurar una narrativa histórica hegemónica en el siglo XIX y principios del XX. Figuras como Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander fueron inmortalizadas con estatuas que buscaban articular una memoria oficial, operaban como dispositivos simbólicos de legitimación del poder central y pretendían cimentar una identidad republicana coherente con los intereses de las élites dirigentes. “La relación entre los bogotanos y los monumentos ha atravesado por un progresivo distanciamiento simbólico frente a los discursos tradicionales”, agrega Pardo.
Síndrome de la ventana rota
La Brigada de Conservación de Monumentos la conforman una restauradora de bienes muebles, acompañada por cinco auxiliares y un profesional en salud y seguridad en el trabajo. Dice la subdirectora de la Brigada que “hay monumentos que los intervenimos y al día siguiente están como si no hubiéramos pasado y nadie vio el trabajo. Lo que ocurre es que en el espacio público sucede lo que llamamos ‘el síndrome de la ventana rota’: aparece un grafiti y a los ocho días está lleno de grafitis”.
Sobre el caso particular de La Pola, Salge explicó: “Es de las pocas heroínas reconocidas en el espacio público. No es un colonizador español, pero sirve como punto para reivindicar luchas feministas del presente. Realmente los que intervienen esa escultura no están atacando, están es usando la figura para amplificar un mensaje”.
Por su parte, la subdirectora Hernández destaca que al hablar de grafiti “no podemos reducirlo a afectaciones al patrimonio. El grafiti va pintando todo a su paso. Una se sienta en el Comité Distrital de Grafiti, y así como hay jóvenes que nos dicen: ‘Es que queremos una ciudad 100 % grafiteada’, hay otros experimentados que opinan: ‘Monumentos no se tocan’”.
Hay otros casos notables, como el monumento de La Mariposa, en San Victorino. Rodeado de un contexto complejo, también ha sido un reto para la Brigada del IDPC. “Allí teníamos un problema, porque era un punto sanitario. Ahora hay un negocio de moda, donde ponen brackets falsos. Como esto requiere cierta sanidad, pusieron un aviso que dice: “Si se orina en el monumento, paliza fija”. La Brigada lo limpió, pero no duró dos días, por eso con el equipo se buscan formas de intervenir atendiendo el contexto y proyectando que el mantenimiento dure más tiempo.
Adopta un monumento
Varias preguntas quedan: “¿Debería ser el patrimonio inamovible? ¿Qué hacer con los monumentos que no dicen nada?”, se preguntó Manuel Salge. Por su parte, el historiador afirmó: “La resignificación de los monumentos y la reconstrucción del vínculo entre estos y la ciudadanía requiere un enfoque integral, sustentado en principios de participación, justicia simbólica y sostenibilidad patrimonial”.
Precisamente, ante tanta complejidad, el IDPC intenta propiciar mayor aceptación y cuidado de los monumentos en la ciudadanía. “Adopta un monumento’. “Son siete líneas posibles de adopción. Te puedes vincular a una o a las siete”. Un ejemplo es el de “Las Madrinas de Banderas”, que adoptaron el monumento con 21 astas. Cada una tiene una cuidadora. Este monumento “constituye un ejemplo de conflicto hermenéutico en torno a los sentidos del patrimonio.
Mientras algunos sectores sociales lo interpretan como una exaltación de la figura femenina y de ideales de justicia (como las madrinas), otros lo asocian con una herencia imperialista y excluyente. Estas disonancias interpretativas han derivado en procesos de concertación ciudadana orientados a garantizar su preservación, resignificación y uso respetuoso”.
“Los adoptantes son muy importantes, porque les interesa tener en buenas condiciones su monumento, ya sea porque es cerquita o porque es importante para él/ellas lo que representa. Tenemos miles de casos que parecen raros, que adoptan obras de las que nadie se percató”, señaló la subdirectora de la Brigada. Pardo concluye con la siguiente lección: “Solo a través de este compromiso transversal será posible reactivar el potencial democrático de los monumentos, resignificarlos como espacios de encuentro y diálogo, y promover una memoria urbana que no excluya, sino que reconozca y celebre la diversidad de experiencias e identidades que configuran la historia de la ciudad”.
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