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Vencieron el destierro y hoy protegen un bosque que calma la sed de Bogotá

En la construcción del sistema Chingaza, desplazaron dos veces a la familia Avellaneda, pero su arraigo los impulsó a regresar y convertir el territorio en un santuario ecológico.

Miguel Ángel Vivas Tróchez

13 de julio de 2025 - 12:44 p. m.
Jaime y Janeth Avellaneda, en la finca El Palmar.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga
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Hace 10 años, en la vereda El Palmar, en La Calera, en pleno corredor de bosque alto andino y en límites con el páramo de Chingaza, era difícil ver deambulando tigrillos, pumas u osos andinos. Pero hoy, gracias a la labor de la familia Avellaneda Sierra, estos merodean a lo largo de 130 hectáreas de bosque conservado. Lograrlo no fue sencillo, en especial porque hasta hace poco estas tierras eran un compendio de ruinas y maleza, marcadas por una amarga historia de desplazamiento (no por la violencia, sino en nombre del progreso) que soportaron hace cuatro décadas.

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Sin embargo, todo cambió en 2015, cuando los Avellaneda pudieron regresar y los seleccionaron para un proyecto de conservación. Ese año fue el agridulce regreso de Janeth Avellaneda a la vereda donde dio sus primeros pasos y tuvo que abandonar cuando tenía apenas cuatro años. Hoy la protege en honor a sus padres.

Más información sobre Bogotá: Camino largo: lo que viene para los lineamientos ambientales de la sabana.

Desalojo

Esta historia se remonta a 1986, cuando esta familia fue desplazada de sus tierras por las obras de ampliación del sistema Chingaza. Bogotá era una urbe en crecimiento, con una sed que debía calmarse a cualquier precio. El embalse de Chuza, construido en los años 70, se había quedado corto y se necesitaba un nuevo embalse: San Rafael. Los ingenieros trazaron los diseños y dijeron que la tierra de los Avellaneda era fundamental para la obra.

Ruinas del campamento que utilizaron los obreros durante la construcción de Chingaza. Los restos fueron utilizados para construir la nueva casa de los Avellaneda.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

A sus tempranos cuatro años, a Janeth y a sus padres les notificaron que su mundo conocido, resumido en las 700 hectáreas de su finca, sus animales y quebradas adjuntas, ya no les pertenecía, porque cinco millones de bogotanos, kilómetros más adelante, requerían más agua. En esa época no existían las garantías actuales, que obligan a los promotores de una obra a plantear una negociación justa. Solo había una herramienta: la expropiación, con el argumento de que el bien común prima sobre particular. Fue así como llegó la orden de desalojo.

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Lucha

Desde su legítimo derecho de arraigo y con una carpeta llena de papeles notariales, los Avellaneda defendieron su permanencia, en unión con otra veintena de familias de predios aledaños. Podría decirse, incluso, que fueron sitiados en su finca, en donde resistieron, por un tiempo, los envites de obreros y el personal del Acueducto. En este caso, la resistencia tuvo una fisura: el diagnóstico de cáncer de la madre de Janeth, doña Cecilia Sierra.

Mientras tanto, el patriarca de la familia, don José Avellaneda, iba y venía entre la vereda y la capital para implorar el respeto por su tierra y abastecer de víveres a su clan. En uno de los viajes, José le compró una blusa rosada a su esposa, para completar el atuendo con el que celebrarían la permanencia en la hacienda y su victoria sobre la enfermedad. Pero Cecilia, un poco más pesimista, le dijo a su esposo que lo mejor era conservar el atuendo para enterrarla cuando muriera. Los cuidados de medicina campesina fueron insuficientes y ella sentía la marcha asediante de la muerte, tan cerca como el de la maquinaria.

En esta zona, que antes perteneció a los Avellaneda, se construyó la boca del túnel de Chingaza con el cual se lleva el agua hasta el embalse de San Rafael.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

Frustrado por la nula mejoría de Cecilia, José escuchó que en aquella ciudad, desde donde venía la orden de sacarlo de su casa, había unos equipos milagrosos para tratar el cáncer. Sin dudarlo, regreso a su finca, todavía rodeada de obreros, tomó a su esposa y la llevó a buscar una cura. Pero al regresar a su tierra, para seguir su resistencia, encontró la casa invadida por obreros, los muebles destrozados, a su perro envenenado y la blusa rosada de Cecilia, sin estrenar, como tapete para limpiar el lodo de los obreros. Los reclamos airados, aquella tarde del 16 de enero de 1986, solo recibieron como respuesta el mantra de la desidia: “El bien común prima sobre el particular”.

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Janeth Avellaneda con el retrato de su padre, el abuelo Avellaneda.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

Doble desalojo

Con lo poco que quedó tras la invasión, los Avellaneda caminaron montaña abajo hasta encontrar un lote cerca a una quebrada, para recomenzar. Al cabo de los años, cuando parecía que lo estaban logrando, les tocó enfrentar otro desalojo. Su nuevo hogar estaba justo por debajo de los desagües del campamento de obreros. Por esos años, recuerda Janeth, era imposible no maldecir cuando se percataba de que los obreros habían corrido la cerca de su casa. Era el comienzo de un nuevo asedio.

Con todo y el martirio de perder el sueño por estar atento a los movimientos del invasor, lo que hizo flaquear la voluntad de los Avellaneda fue el estruendo de un disparo, cuando el capataz de la obra le pegó un tiro a don José en un pie, lo que llevó a los indignados vecinos a conspirar con regresar de golpe.

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Sin embargo, a los Avellaneda les pudo más el respeto por el bien común. Con doña Cecilia ya recuperada y don José sanando su herida, decidieron irse a la ciudad. Mientras lo hacían, los noticieros solo hablaban del ingenio de los constructores que, contra de viento y marea, habían construido un nuevo embalse para los bogotanos. En la parte desconocida del relato, por otro lado, los Avellaneda se quedaron sin tan siquiera vivir en las cloacas de lo que alguna vez fue suyo.

Una nueva vida para el palmar

“Cuando una persona abre el grifo de su casa, ignora las variables detrás de cada gota”, reflexiona Jaime Eduardo Avellaneda, hijo de Janeth y encargado del refugio de conservación animal y natural El Palmar. Él cuenta que la decisión de regresar a la vereda hizo posible un sueño, que disfruta junto a su madre.

Jaime Avellanada en el bosque alto andino que protege junto a su mamá, en la finca El Palmar.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

 Obligado a crecer en la ciudad, tras el desplazamiento de sus abuelos, Jaime hizo la vida del ciudadano promedio: estudió, hizo una carrera universitaria y cambió su conocimiento por dinero, hasta la muerte de don José, en 2015. Absortos en el duelo, Janeth, su madre y su hijo decidieron retomar el sendero campesino. Todavía tenían las escrituras, de 1941, con las cuales sus bisabuelos les entregaron la titularidad del terreno, del cual fueron desalojados. Con esa carpeta, los sobrevivientes del clan Avellaneda emprendieron camino.

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Refugio y conservación

Para llegar a este paraíso de bosque alto andino, en donde la bruma da la impresión de que los frailejones del páramo están a escasos centímetros del cielo, hace falta conducir una hora y media desde Bogotá. Al salir de la urbe, se debe atravesar el municipio de La Calera y adentrarse en las acuosas veredas y manantiales que conforman la urdimbre ecológica del parque natural Chingaza. Al llegar, poco quedaba de lo que alguna vez fue la hacienda. Solo se podían ver los escombros de los campamentos obreros, a pocos metros del túnel que lleva agua hasta el embalse de San Rafael. Desde ceros, Jaime y su familia hicieron emerger de los escombros un nuevo hogar.

En ese trasegar, los Avellaneda conocieron a sus nuevos vecinos: una familia de osos andinos, que venían desde la montaña, con los cuales intercambiaban miradas pacíficas. La presencia de estos animales, en peligro de extinción, los hizo caer en cuenta de que su terreno estaba en medio de un corredor vital para el futuro ambiental de la región. El Palmar hace parte del macizo de Chingaza, el cual, junto a Sumapaz y el páramo de Guerrero, constituye el corazón ecológico de la gran ciudad. Gracias a esta conexión es que llega el agua a Bogotá”, cuenta Jaime.

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Gracias a ese tesoro ecológico bajo sus pies, los Avellaneda fueron contactados por el Fondo del Agua Bogotá Región. Esta plataforma gestiona donativos de empresas privadas, como Coca Cola y entidades públicas para financiar iniciativas de preservación ambiental. La finca de los Avellaneda, dada su ubicación, tiene el potencial de convertirse en uno de esos proyectos. Cuando les llegó la propuesta, Janeth se mostró desconfiada y aconsejó a doña Cecilia que no firmara nada, por temor a ser desalojada de nuevo. Por fortuna, doña Cecilia, con la sabiduría intrínseca del devenir y la vejez, confió en la propuesta y, con su rúbrica, dio comienzo a la finca El Palmar, un santuario natural en donde los Avellaneda reciben apoyo a cambio de cuidar 130 hectáreas de bosque andino.

Invernadero financiado por el fondo del agua y, en el cual, los Avellaneda cultivan especies nativas del bosque andino para preservarlo y restaurar el corredor ecológico del oso andino.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

Este ecosistema, además de ser hogar del oso andino, aloja en sus entrañas helechos arborescentes, más conocidos como palma boba, vitales en la absorción del agua lluvia y en la escorrentía, con la cual se alimentan las quebradas y el volumen hídrico que alimenta el embalse del San Rafael. Los Avellaneda, al recuperar lo que por derecho les corresponde, se convirtieron en proveedores de servicios ambientales, un rubro por el cual se debería cobrar un pequeño porcentaje en los recibos del agua. Con esta contribución, la familia hace parte de un engranaje ambiental del cual, en efecto, depende el abastecimiento de agua en Bogotá.

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¿Y cuál es la única retribución esperada? “Que vengan, que vengan todos los bogotanos. concejales, ambientalistas, todos. Que vengan y se den cuenta de lo que hay detrás de cada gota de agua que consumen. Solo con educación ambiental nos daremos cuenta de la corresponsabilidad de todos en la preservación de este, que es uno de los tres corazones de Bogotá, junto a Sumapaz y el páramo de Guerrero”, exclamó Jaime.

Doña Cecilia murió en 2019, con el aliciente de que su descendencia pudo regresar a las praderas por las cuales ella se desvivió y habitó desde sus primeros pasos. Su legado, latente en la voluntad de Jaime y Janeth, pudo arborecer desde el dolor a un nuevo sendero de esperanza, en donde los malos recuerdos se esfuman entre la neblina y el gruñido de los osos andinos.

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Por Miguel Ángel Vivas Tróchez

Periodista egresado de la Universidad Externado de Colombia interesado en Economía, política y coyuntura internacional.juvenalurbino97 mvivas@elespectador.com
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