En Colombia, 81 de cada 100 víctimas de delitos sexuales son menores de edad. Pero lo alarmante no es solo la edad, sino también el lugar donde ocurre este crimen: la casa. Las niñas, los niños y los adolescentes no necesitan salir de su hogar para ser vulnerados. Es allí, en su entorno más cercano, donde encuentran con más frecuencia a sus agresores. Padres, padrastros, abuelos, tíos, hermanos… La familia, que debería ser el primer entorno de cuidado, se convierte, muchas veces, en el escenario de la agresión. Por su parte, los entornos educativos son testigos del 3,9% de estos delitos, como lo ejemplifica el reciente caso de San Cristóbal.
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Para completar, en Colombia, los casos de violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes no solo representan una tragedia humana, sino también un profundo desafío para el sistema judicial. Aunque en los últimos años las penas por estos delitos se han endurecido —al punto de superar los 40 años de prisión en muchos casos—, el fenómeno no disminuye. La razón podría ser tan alarmante como evidente: el carácter disuasivo de la ley no está funcionando.
Todo esto es una realidad consumada durante décadas y lo ratifican las cifras. Cada día, 54 niñas son remitidas a Medicina Legal para exámenes por presunto abuso sexual y el 94% de estos casos ocurre en contextos familiares. Y si esta cifra escandaliza, los forenses advierten algo más grave: por tratarse de un delito intrafamiliar, el subregistro podría alcanzar el 70%, lo que significa que por cada 10 niñas o niños que logran hablar, hay al menos siete atrapadas en el silencio, el miedo y la culpa.
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Esto plantea una pregunta incómoda, pero urgente: ¿cómo se puede prevenir la violencia sexual si ocurre en espacios que socialmente asumimos como seguros? La respuesta pasa, sin duda, por la prevención, pero también por una transformación cultural profunda. En Colombia, aún persisten modelos de crianza machistas, autoritarios, relaciones jerárquicas y complicidades atroces que silencian a la niñez, desprotegiéndola, incluso, frente al delito.
Ahora bien, aunque la mayoría de los casos de violencia sexual contra niñas y niños ocurre en el entorno familiar, el 3,9% sucede en contextos educativos, llamados a ser espacios de especial cuidado. Profesores, auxiliares, personal de servicios y también pares comparten largas jornadas con los estudiantes, muchas veces, con escasa supervisión adulta efectiva. Es en ese contexto donde los agresores pueden infiltrarse, disfrazados de cuidadores o docentes.
En Bogotá se registran, en promedio, 4.063 casos de violencia sexual cada año. Siguiendo la tendencia nacional, donde el 81% de las víctimas son niñas, niños y adolescentes, se estima que 3.291 de estos casos afectan directamente a personas menores de edad. Eso significa que, cada día, nueve niñas o niños son víctimas en la capital del país. Es un desafío descomunal para la sociedad bogotana, que aún no logra ver a la niñez como lo que es: el presente que necesita protección permanente y no solo cuando un caso se vuelve mediático. Cuidar a la niñez no puede ser una reacción, debe ser una responsabilidad constante, reforzada y colectiva.
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Frente al reciente caso del Hogar Infantil Canadá, en la localidad de San Cristóbal, es necesario abrir una reflexión profunda y decisiva sobre el rol que juegan las distintas instituciones del Estado. Si Educación, Salud, Planeación y demás entidades de los tres poderes públicos (muchas de las cuales ni siquiera priorizan la inversión en la niñez) asumieran plenamente la responsabilidad constitucional en su protección, probablemente el ICBF no tendría que existir como institución de respuesta, sino como una entidad de fortalecimiento, de promoción de derechos.
Hoy, sin embargo, el ICBF es, junto con la Policía y el Ejército, una de las entidades del Estado con mayor presencia territorial. Y eso no es casualidad: Colombia necesita en cada rincón alguien que responda ante los efectos de la violencia y proteja a sus principales víctimas: las niñas, los niños, las y los adolescentes.
Como toda entidad de gran escala, el ICBF debe operar a través de aliados y contratistas para cumplir con su misionalidad. Pero cabe preguntarse: ¿puede una directora nacional supervisar directamente a cada uno los contratistas, de sus operadores en el territorio y los empleados de estas empresas? La respuesta es no.
El ICBF tiene miles de operadores y es su responsabilidad verificar su idoneidad, probidad y cumplimiento de requisitos jurídicos, técnicos y financieros necesarios para ejercer su labor con responsabilidad, eficacia y eficiencia, pero es cada uno de esos operadores el responsable de garantizar que sus empleados y contratistas estén alineados con la protección de la niñez y velar por que así sea siempre.
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Es el operador quien debe garantizar —con rigor— la idoneidad de su personal y la vigilancia estricta de su comportamiento. Cuidar a la niñez es una tarea indelegable que involucra a todas las personas, instituciones públicas y privadas del país. Y hoy, todas —sin excepción— tenemos deudas pendientes para que, en Colombia, crecer deje de ser un peligro inminente.
Además de ser un delito, las diversas violencias sexuales son un problema de complejidades sociales y de salud pública, al que se debe responder intersectorialmente: educación, cultura, lucha contra la impunidad, prevención e intervención en el contexto familiar y es lo que el país aún no ha logrado.
Sin justicia ni la cadena perpetua sirve
La Alianza por la Niñez Colombiana impulsó la creación de la Unidad Especial de Justicia para las niñas y los niños, para garantizar eficiencia en la investigación y sanción efectiva de este tipo de casos, pero esta ley, la 2205 de 2022, no ha tenido la fortuna de hacer parte de las prioridades de la Fiscalía General de la Nación.
Según datos abiertos de la misma Fiscalía, actualmente hay 43.350 personas indiciadas por delitos sexuales contra menores de edad. Sin embargo, el 67% de estos casos permanece inactivo y solo el 19% ha llegado a la fase de ejecución de penas. Es decir, por cada diez personas acusadas de agredir sexualmente a un niño o niña, solo dos reciben una condena efectiva. Las penas pueden ser altas, pero si la probabilidad de sanción real sigue siendo tan exigua, el mensaje que emite el Estado es profundamente contradictorio: legisla con severidad, pero rara vez castiga con efectividad. Y eso, lejos de disuadir, podría dar un parte de tranquilidad a los criminales, invisibilizar a las víctimas.
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Y finalmente, la necesidad imperiosa de una transformación profunda: el país necesita masculinidades no violentas y la comprensión de cada persona, y de la sociedad en su conjunto, de su rol como garantes y corresponsables en la protección de cada uno de los catorce millones de niños y niñas que viven en Colombia.
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