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Opinión: Desgobierno, antisociedad e inseguridad

Una sociedad que renuncia a normas mínimas de comportamiento y desconoce el imperio de la ley, impulsa el crimen, auspicia la violencia y destruye la convivencia.

César Andrés Restrepo F.
06 de diciembre de 2022 - 01:13 p. m.

La ausencia de cumplimiento de normas básicas de orden y relacionamiento se traduce en una mayor propensión de los individuos a usar abusivamente sus derechos para imponer sus intereses individuales sobre los de la comunidad y –potencialmente– para proyectar control sobre grupos de ciudadanos que sí se sujetan a las normas que los abusadores desconocen.

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Cuando las instituciones evaden su responsabilidad de limitar y castigar a quienes abusan de sus derechos, los ciudadanos que cumplen las reglas sociales y jurídicas se enfrentan a la disyuntiva entre la legalidad y la supervivencia.

Esto da lugar a comportamientos incívicos, delictivos y violentos, llevando incluso a ciclos de escalamiento de violencia. Inicialmente, bajo la disculpa de sobrevivir en una sociedad caótica, pero con potencial de convertirse en una carrera por la supremacía en una antisociedad que compite bajo principios de fuerza y abatimiento.

Dichos comportamientos no están condicionados por particularidades económicas, sociales, políticas o culturales. Cualesquiera que sean las características de un individuo abusador de la sociedad y la ley, su conducta representa en realidad la materialización de una convicción de que su interés prevalecen sobre los de la sociedad.

Esto es lo que hemos apreciado en la ciudad a lo largo de los últimos años en asuntos como movilidad, servicios públicos, aprovechamiento del espacio público, función pública, desarrollo urbanístico, protesta social, para poner algunos ejemplos.

Basta recorrer la ciudad juiciosamente en varios segmentos horarios para sufrir una ciudad bloqueada por una movilidad sin gestión que es aprovechada por los abusivos. Un amplio conjunto de comportamientos que comprende cargue y descargue sobre vías principales, vehículos particulares sobre andenes, motociclistas convertidos en vectores de muerte, incluso carretilleros y recicladores que no temen enfrentar en contravía rutas arteriales en horas pico.

Estos son auspiciados por instituciones sin liderazgo, sin propósito de ciudad y sin autoridad; junto con capacidades exiguas y normas de tránsito sin credibilidad en códigos agonizantes. Asuntos que destruyen la convivencia ciudadana, aumentan la violencia entre personas y convierten a las calles en verdaderos polígonos de muerte y delincuencia.

El crimen y el delito encuentran terreno fértil en una ciudad infartada. El bloqueo también obstaculiza el control del territorio urbano y limita la capacidad de respuesta de una fuerza policial que aun con alta movilidad ya sería insuficiente.

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Pandillas, bandas de delincuentes, organizaciones criminales o simples abusadores comunitarios tienen servida la oportunidad para desarrollar regímenes particulares de control social y económico frente a los cuales los ciudadanos solo tienen dos posibilidades: el sometimiento o la reacción violenta, renunciando a la convivencia y la ley.

De la misma forma, proliferan conexiones ilegales a servicios públicos, se fortalece el gota a gota, se ha consolidado la cultura del no pago -Transmilenio como ejemplo- o se insulta al policía, cuando no es atacado violentamente. La ley sometida al régimen del más fuerte.

Estos comportamientos son impulsados por una sensación de que la ciudad está abandonada. El deterioro de las zonas verdes, el caos –entendible pero no inmanejable– que genera la obra pública y esa rara concepción de que integración social es suciedad, desorden y captura del espacio público envían un mensaje claro y preciso: la ciudad es tierra de nadie.

Esto obliga a reiterar en el diálogo ciudadano –las veces que sea necesario– la importancia del costo social y legal que deben tener la violación de las leyes y el desconocimiento de las normas que regulan la convivencia.

Esta administración tiene una responsabilidad enorme en la sensación general de desgobierno al haber protegido en un principio los desmanes y delitos de primeras líneas, no regular el uso del espacio público, no promover la cultura ciudadana, no visibilizar a quienes destruían la ciudad, no velar por el cumplimiento de las normas de tránsito, por mencionar algunos asuntos.

Una actitud con espíritu electoral de supervivencia que ha generado profundas y destructivas consecuencias para el tejido social, el ambiente de seguridad y la competitividad que demanda la ciudad para un mejor futuro. Una muestra más del interés general subordinado al individual.

Dada la coyuntura nacional, en la cual las fuerzas de debilitamiento institucional muestran destellos fulgurantes, la alcaldesa López podría contribuir a revertir esta tendencia recuperando la iniciativa en la promoción del orden en la ciudad, la convivencia y el cumplimiento de la ley.

Y así, dejar plantado en el imaginario general la necesidad urgente de encontrarnos como sociedad en torno a un conjunto de normas y leyes que impulsen la construcción de un futuro colectivo, legal, democrático e incluyente, en el que no tienen cabida abusadores sociales, criminales ni violentos. Un rechazo explícito al “todo vale”.

De no ser así, se observa un futuro sombrío. Uno en el que los liderazgos para un futuro mejor serán anulados por agentes transaccionales de intereses particulares –legales e ilegales– detrás de la cortina del caos y bajo la regla de que la exhibición de la fuerza determina la viabilidad de los proyectos de vida de los ciudadanos.

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