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Opinión: Drogadicción legalizada

Hace rato me cuestiona el que en el mercado barato de psicoactivos en las calles, la policía se ensaña contra los expendedores de marihuana, de cocaína, de opio y de bazuco, y no controla la compra del alcohol que se usa para licores hechizos.

Alberto López de Mesa
16 de julio de 2021 - 02:57 p. m.
Los medicamentos a base de opioides, alcaloides, variantes sintéticas de anfetaminas, entre otras sustancias indefectiblemente adictivas, se adquieren fácilmente en el mercado. / Archivo
Los medicamentos a base de opioides, alcaloides, variantes sintéticas de anfetaminas, entre otras sustancias indefectiblemente adictivas, se adquieren fácilmente en el mercado. / Archivo

Me imagino que mi amigo Julián Quintero, director de la organización “Échele Cabeza” me increpará por usar el adjetivo “drogadictos”, dada su peyorativa carga semántica con la que, desde la moralidad prohibicionista impuesta por la guerra contra las drogas ilícitas, se estigmatiza y se criminaliza a los usuarios de sustancias psicoactivas. Pero en la realidad idiomática las palabras no caen en desuso por razones conceptuales o políticas, así, para decidir el título de esta columna mi instinto literario me indicó que el término drogadicción es el preciso para referirme a la adicción a medicamentos de venta libre en droguerías ¿Acaso se les debe decir farmacias?

El hecho es que los medicamentos a base de opioides, alcaloides, variantes sintéticas de anfetaminas, entre otras sustancias indefectiblemente adictivas, se adquieren fácilmente en el mercado y están posicionadas en la sociedad de consumo como un negocio magnífico, en manos de los imperios monopólicos de la industria farmacéutica.

Me interesé por el asunto porque el pasado puente festivo, almorzando en el restaurante que frecuento, vi al dueño con su hija en brazos, pálida y privada, en un taxi la llevó de urgencia al hospital. Las meseras rumoraban que intentó suicidarse tragándose un manojo de pastillas, tal comentario es típico en esos casos, la verdad, según supe, es que la chica estuvo rumbeando el viernes con amigas de la universidad y ese sábado para el desenguayabe se comió siete pastillas de Codeisón, analgésico que le habían recetado y del que gustosamente se había hecho adicta, ella superó la sobredosis porque la trataron a tiempo, pero se sabe de casos en los que ha sido letal la intoxicación.

Eso me hizo recordar que en primero de bachillerato, en casa de mi mejor amigo del curso, ambos de 13 años de edad, se nos dio por tomarnos un jarabe cuyo nombre no recuerdo, era de color rojo transparente y mi amigo me aseguró que el efecto era chévere, nos tomamos el frasco entero, mitad el y mitad yo, obvio quedamos en una traba tenaz, desvariando y riéndonos de cualquier pendejada que nos atrajera del atardecer en la playa.

En la facultad de arquitectura tuve compañeros que usaban Ritalina, para aguantar las trasnochadas en los días de entrega final. En esa época había gente que tomaba Mejoral con tinto, otros habituados a la Aspirina, y aunque no era tan populares los gimnasios ya había deportistas y fisiculturistas que usaban esteroides anabólicos con monstruosas consecuencias de la testosterona sintética, como acné butiroso, vellosidad abundante en las mujeres, taticardias, impotencia sexual…

Los gringos tienen integrado a la cultura la fármaco dependencia, muchos ejecutivos y también el pueblo raso anda con pepas y frasquitos para cualquier impase anímico, que antes de tomar una decisión, que para calmarse, que para estabilizarse, en fin, motivos no les faltan para meterse el fármaco de su gusto. El cine y la literatura norteamericana moderna nos muestran personajes fármaco dependientes con total normalidad. No olvidemos que en los años 60, allá la “Píldora” anticonceptiva fue uno de los símbolos de la revolución hippie, también que personajes icónicos como Marilyn Monroe, Elvis Presley, Jacqueline Onassis, y varias figuras del cine hollywoodense, demostraron el hábito a las drogas medicadas como un glamour. Cuenta la leyenda que el escritor británico Aldous Huxley se prestaba voluntariamente para que los laboratorios probaran fármacos en él.

Está visto que el asunto es de larga data y tremendamente complejo, en tanto su profusión, cada vez más problemática, excede las típicas normativas y controles que regulan la comercialización y el uso de otros productos, primero porque obedece a una noción de lo que es enfermedad y de lo que es cura coherente con la ética de la medicina alopática y con el concepto capitalista de la salud. Segundo porque la industria farmacéutica está en manos de imperios multinacionales con poder decisorio y vinculante sobre las políticas de salud en muchos estados, e incidencia imbatible en la economía global.

Los casos de gravedad suma se dan con los remedios para la gripa a base de Codeína y para el dolor con opioides inevitablemente adictivos, denunciados por consumidores adictos que convulsionaron en el síndrome de abstinencia y parientes de los tantos que han muerto por sobredosis.

En 2009 fue noticia de primera plana en el mundo, la demanda penal contra el paliativo para el dolor OxiContin de la multinacional farmacéutica Purdue. El contexto de este pleito lo refiere magistralmente el periodista Patrick Radden Kef en su libro “El imperio del dolor”, en el que revela el lado perverso de la dinastía que fundó el médico Raymond Sackler, desde que compró la farmacéutica Purdue, que originalmente fabricaba cremas dermatológicas y limpiadores de oídos, pero una vez advierten el gran negocio de vender remedios para el dolor y para la ansiedad, emprenden la producción desaforada de medicamentos a base de opioides; con el Valium lograron en menos de un año el posicionamiento mundial y, no obstante, las enérgicas denuncias de algunas comunidades médicas sobre los daños colaterales al sistema nervioso central causados por el Clonazepam (sustancia activa del Valium), los Sackler comercializaban impunemente el adictivo ansiolítico, además de sedantes, de analgésicos, y de otros compuestos opiáceos.

La dinastía Sackler es reconocida por el filantrópico mecenazgo que cumplieron haciendo públicas donaciones millonarias al museo Guggenheim de New York, al Louvre, a programas científicos de la universidad de Oxford, propicia pantalla para distraer la mirada de la prensa o de cualquier organismo de control que pudiera fijarse en el perverso marketing con el que aseguran la inmensa demanda de sus drogas, cuyos ingresos por ventas en 2017 fueron 3 mil millones de dólares.

Al respecto El País de España dice en una de sus editoriales: “La prescripción de un potente opiáceos como analgésico, el OxiContin, contribuyó a agravar la peor crisis de salud pública vivida en EEUU hasta la irrupción de la covid-19: una arrasadora epidemia de adicciones con 64.000 muertes por sobredosis solo en 2016. La farmacéutica que lo fabrica, Purdeu Phqrma, se declara culpable de haber distribuido opiáceos en dicha crisis, pero se declara en bancarrota y mediante acuerdo con el Departamento de Justicia, se compromete a pagar una multa que no corresponde a la indemnización de las víctimas…”

Tal condescendencia en los veredictos judiciales a las imputaciones contra multimillonarios farmaceutas demuestra las ambigüedad de la moralidad oficializada. Contraria es la la ética discriminante para juzgar el tráfico, la venta y el consumo de estupefacientes prohibidos, que también son opiáceos o derivados de alcaloides de coca.

En ese sentido, hace rato me cuestiona el que en el mercado barato de psicoactivos en las calles, la policía se ensaña contra los expendedores de marihuana, de cocaína, de opio y de bazuco, y no controla la compra del alcohol que se usa para licores hechizos como el “chamber”, del pegante Boxer tan usado como inhalante por la gente de calle, ni siquiera persiguen el Rivotril, la popular “rueda o rocher” como se conoce en las calles esta pepa modalidad del Clonazepam. También los policías gringos han sido permisivos con la bebida Purple Dark que ingieren y fabrican los combos del Hip Hop mezclando refresco Spriet con los medicamentos para la tos Prometozin o Codeína.

Todo lo que demuestra este contexto, cuando conjeturo sobre la posibilidad de una legalización de las sustancias psicoactivas ilícitas, me lleva a vaticinar que la ruta la ha venido trazando la industria farmacéutica, estoy convencido que cuando las farmacéuticas Bayer, MG, Rocher, Purdue o cualquiera de esas multinacionales, le encuentren el lado más rentable a la fabricación y comercializaciones de estupefacientes derivados de la coca, del opio, del peyote y del Yagé, se apuraran a persuadir a congresistas aliados para que legislen a favor de la legalización. Ejemplo de este proceder son los cigarrillos de marihuana que ya vende legalmente la Philips Morris al lado del tabaco Marlboro.

Entre tanto portémonos al menos como dolientes de las víctimas de las drogas legales y de los usuarios de sustancias ilícitas.

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chava(2705)16 de julio de 2021 - 04:14 p. m.
Excelente mejor que escrito por toxicólogo farmacéutico, felicitaciones
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