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El debate nacional suele girar alrededor de si debemos subir o bajar impuestos, de si el déficit fiscal crece o se contiene, o de si los subsidios son demasiado costosos. Sin embargo, el verdadero problema del Estado colombiano no está solo en cuánto gasta, sino en cómo convierte ese gasto en resultados reales. La falla está en el corazón de la ejecución, en la forma en que los proyectos se conciben, se formulan y se llevan a cabo.
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Todos los municipios y departamentos del país están obligados a usar la Metodología General Ajustada (MGA) del Departamento Nacional de Planeación (DNP) y registrar sus proyectos en el Banco de Programas y Proyectos de Inversión Nacional (BPIN). En el papel, este sistema debería garantizar rigor técnico, coherencia con los planes de desarrollo y trazabilidad del gasto. Cada proyecto debería tener un diagnóstico claro, un objetivo definido, actividades, metas, indicadores y fuentes de financiación. Pero la realidad es muy distinta. El sistema, concebido para ordenar la inversión, se ha deformado hasta convertirse en una rutina administrativa. En lugar de orientar decisiones estratégicas, la MGA y el BPIN se usan como un trámite, un paso obligatorio para poder ejecutar recursos, sin que medie una reflexión seria sobre el problema que se busca resolver.
En muchas entidades públicas y en la mayoría de municipios (grandes y pequeños por igual) la formulación de proyectos se volvió un acto de diligenciamiento. Las fichas MGA se llenan con frases genéricas, diagnósticos copiados de años anteriores y objetivos que poco dicen. Solo basta revisar al azar varias fichas registradas en el BPIN para comprobar que los proyectos rara vez responden a una visión estratégica de desarrollo. Lo que se encuentra son iniciativas dispersas, mal conectadas entre sí, sin relación con los planes territoriales, con indicadores mal definidos o sin línea base. Los proyectos se formulan para cumplir el requisito, no para orientar una transformación.
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A esto se suma una deformación más grave y extendida. Muchos gobiernos locales reutilizan los mismos códigos del BPIN para financiar actividades completamente distintas. Un proyecto que en su origen fue diseñado, por ejemplo, para construir un centro cultural termina albergando en el mismo registro contratos de dotación, estudios, eventos o infraestructura sin relación alguna. El resultado son verdaderos “mosaicos presupuestales”, en los que un mismo BPIN sirve como contenedor de múltiples proyectos distintos, sin coherencia técnica ni seguimiento posible. Así, el sistema que debería permitir la trazabilidad de la inversión se convierte en una caja negra: se sabe cuánto se gasta, pero no en qué ni con qué propósito.
La otra gran distorsión es el funcionamiento disfrazado de inversión. Muchos proyectos incluyen pagos de personal, consultorías, gastos operativos o administrativos que nada tienen que ver con el propósito de la inversión. Esa práctica, extendida incluso en municipios grandes, responde a la rigidez presupuestal que limita los gastos de funcionamiento, mientras que los de inversión tienen mayor flexibilidad. Pero su consecuencia es perversa, terminamos registrando como “inversión pública” lo que en realidad es sostenimiento o funcionamiento.
Todo esto tiene un efecto profundo sobre el Estado: la planeación pública pierde sentido. Los proyectos dejan de ser instrumentos de política y se vuelven simples vehículos para ejecutar recursos. La lógica estratégica desaparece detrás del formalismo de la ficha. Y el BPIN, que debería ser un banco de conocimiento sobre las inversiones del país, se convierte en un inventario de trámites, en una larga lista de proyectos que no dialogan entre sí, que cambian de nombre o de objetivo cada vigencia y que pocas veces llegan a evaluarse.
Por eso, cuando el país discute la “calidad del gasto”, lo hace mirando el lugar equivocado. La calidad del gasto no depende solo de cuánto se ahorra o se recauda, sino de cómo se conciben, formulan y ejecutan los proyectos. Mientras no repensemos el ciclo completo seguiremos repitiendo el mismo error, gastar mucho, planear poco y transformar casi nada.
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La agenda que falta en el debate fiscal colombiano no es solo la del ajuste, sino la del sentido estratégico del gasto público. No se trata de gastar menos, sino de gastar mejor.
