En Medellín, una manifestación que empezó como protesta terminó en hechos violentos: empujones, patadas, rodillazos y agresiones directas entre manifestantes, funcionarios y policías. Muy grave que algunos gestores de la Alcaldía participaron en esos actos, protagonizando comportamientos completamente contrarios a la razón de ser de su trabajo.
Un gestor está para hacer todo lo contrario: prevenir la violencia, no ejercerla. Su papel es anticipar el conflicto, no escalarlo. Lo de Medellín no fue solo un error individual; fue una ruptura del sentido institucional de una figura creada precisamente para contener la tensión social, no para avivarla.
En Bogotá, también se vivió una jornada compleja. Una manifestación intensa, que terminó frente a la Embajada de Estados Unidos, dejó cuatro policías agredidos y varios daños. Durante los días siguientes, el foco de la discusión ha girado sobre el papel de los gestores.
Algunos los señalaron de “entorpecer” la acción de la fuerza pública y de ser complacientes con los vándalos y violentos. Nada más alejado de la realidad. El gestor no está para frenar la intervención policial ni para tomar partido. Está para reducir tensiones y prevenir alteraciones del orden público. Eso no es tibieza: es una manera responsable de ejercer autoridad democrática.
El protocolo nacional y distrital de manejo de movilizaciones sociales son claros. Los gestores deben acompañar, mediar y anticipar los conflictos. Actúan antes de la violencia, no durante. Tienen formación en primeros auxilios, atención psicosocial y manejo de crisis.
Su tarea es prevenir la confrontación, proteger a los manifestantes, al entorno y a la misma Policía. Y cuando hay violencia, el procedimiento es inequívoco: entra la Policía. Los gestores no están para “demorar” su actuación.
En Bogotá, esto ocurre todos los días. La ciudad puede tener cinco o seis manifestaciones diarias, y más del 95% son pacíficas. Ese dato no es casualidad. Refleja una política pública que combina mediación civil, inteligencia preventiva y actuación oportuna. Los gestores son parte de ese engranaje silencioso: hablan con los manifestantes, anticipan riesgos, orientan recorridos, separan grupos, escuchan reclamos y amortiguan tensiones.
No portan escudos ni armas; su herramienta es la palabra. Su éxito se mide por lo que no ocurre: los choques que no estallan, las piedras que no vuelan, los daños que no suceden. Por eso, culparlos por la violencia es injusto y contraproducente. Su trabajo no es controlar disturbios, sino impedir que existan.
La violencia en Bogotá no puede usarse para deslegitimar a cientos de funcionarios que cada día previenen el conflicto sin cámaras ni micrófonos. Cuando un gestor cruza la línea de la violencia, traiciona su mandato civil y pone en riesgo todo el programa. Pero la respuesta no es eliminarlos: es reforzar su formación, su acompañamiento y la coordinación con la fuerza pública, para que nunca más se repita una situación similar.
El verdadero debate no debería ser si los gestores sobran o estorban. La pregunta central es otra: ¿cómo puede la Policía intervenir más efectivamente en las marchas violentas, sin afectar la ciudad ni prolongar el caos?
¿Es justo que un tropel en la Nacional dure más de tres horas? ¿Es justo que los bloqueos en la Pedagógica paralicen el transporte público por tanto tiempo? ¿Es justo que Transmilenio o los buses del SITP queden detenidos durante horas por falta de una intervención oportuna?
El desafío no está en eliminar mediadores, sino en mejorar la eficiencia de la respuesta policial, lograr que sea más rápida, más técnica y menos lesiva para la vida urbana. Eso requiere coordinación real entre gestores, alcaldías y fuerza pública; claridad sobre los momentos de intervención y estrategias de dispersión proporcionadas.
La ciudad necesita una policía preparada para actuar con precisión, sin excesos, pero también sin demoras innecesarias que castigan a todos los ciudadanos.
Un abrazo y todo el reconocimiento a los gestores de convivencia, que cumplen una labor difícil, silenciosa y muchas veces incomprendida. Que sepan que la ciudad los quiere, los protege y los admira. Porque cada día, cuando evitan que la rabia se vuelva caos gana la ciudad. Y gracias a ellos, Bogotá demuestra que se puede defender el derecho a manifestarse sin renunciar al orden ni a la convivencia.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.