El Estado la castigó , dice ella, por confiar en quien era su pareja; la justicia no le reconoció el ser madre cabeza de hogar, y la sociedad la juzgó por estar en la cárcel. Ocho años después, la libertad aún no la reconcilia con su maternidad. Esta es la historia de Jenny Marcela Pérez a quien capturaron cuando tenía 27 años y dos hijos, de siete y ocho años. El relato de ese fatal día comienza con una llamada de quien, para entonces, era su pareja. Y le pidió un favor, que parecía simple: ir a donde una tía a recoger un dinero que, entre otras cosas, serviría para pagar el arriendo.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Jenny se ilusionó, pues esos pesos llegaban en un buen momento: se acercaba el cumpleaños de uno de sus niños y podría comprarle algo que lo hiciera sonreír, en especial, porque nunca había tenido para celebrarle un cumpleaños. Confiada, dejó a los niños en casa y salió. Al encontrarse con la mujer, esta le entregó un fajo de billetes. Solo fue tocar el dinero, para verse rodeada de agentes del Gaula. El favor era parte de una extorsión. “Me usó”, dice Jenny.
La detuvieron un viernes y como el lunes era festivo, sufrió en la URI cuatro días de incertidumbre. El martes la trasladaron a la cárcel. Mientras tanto, sus hijos (demasiado pequeños para entender el abandono) quedaron a la espera de una explicación, que nadie les supo dar. Apenas pudo, ella llamó a su mamá, le explicó la situación y le pidió que se hiciera cargo de los niños. Su madre, sin saber leer ni escribir, asumió como pudo.
Pero no quedó sola: el papá de los niños, ausente hasta entonces, reapareció. “No para ayudar, sino para mandar”, dice. Él fue quien llegó a la casa y les dijo a los niños que su mamá estaba en la cárcel “por bruta”; que se había metido en problemas, y que quién sabe cuántos años le tocaría estar allá. Desde ese día empezó otro calvario para esta madre: cada que podía, él amenazaba con quitarle la custodia y ponía condiciones para llevarse a los niños ciertos días. Sin embargo, Jenny recuerda que su mamá, sin otra opción, decía que al menos así él podía ayudarles con las tareas del colegio.
Impotencia y lucha por no perderlos
Desde la cárcel, ella hizo lo único que estaba a su alcance: firmó un poder para que su mamá conservara la custodia. Sabía que el papá intentaría quitárselos. No obstante, en todo el proceso, tuvo que aceptar condiciones incómodas para ver a sus hijos. “Como él tenía el poder, debía incluirlo en la visita íntima, solo para que firmara el permiso. Nunca accedí a nada. Yo solo quería ver a mis hijos, pero él aprovechaba cada ocasión para intimidarme”.
Uno de los días de visita, su hijo menor se le acercó. Se bajó la ropa y le mostró los moretones. “Vea. Esto es lo que me hace mi papá por ayudarme con las tareas —le dijo. Tenía marcas en el cuello, en los brazos, en la espalda... “Ese día sentí morir. Quería salir corriendo. Desde que el menor era bebé, lo maltrataba”, recuerda. Le preguntó a una guardia qué podía hacer. Pero la respuesta fue: “Eso lo tiene que resolver su familia”. Y aunque lo demandaron, el daño estaba hecho. El maltrato había cruzado el cuerpo y la memoria de los niños.
Cuando el vínculo se rompe
Mientras ella pagaba su sentencia, afuera sus hijos cargaban su propia condena emocional. “Mis papás los cuidaban bien, pero a veces los trataban mal. Una vez escuché un mensaje de voz donde mi papá le hablaba feo a mi hijo. Eso me dolió”. Las visitas eran cada 20 días, pero con el tiempo dejaron de ser un encuentro esperado por los pequeños. La rutina de ingreso al penal los marcaba. “A veces los requisaban de forma fea. A uno de mis hijos le hicieron quitar la ropa y ese día tuvo que entrar en ropa interior”.
El desgaste fue inevitable. Cuando iban, ya no era a ver a la mamá, sino a jugar con otros niños en el parque de la cárcel. Los silencios eran más grandes. “No querían hablarme casi de nada”. Las ausencias pesaban. Ya no habían fechas especiales, ni cumpleaños, ni Navidad, ni día de la Madre. “Todo pierde su emoción”, dice Jenny. Desde adentro, intentaba sostener lo que podía: cosía pequeños regalos, mandaba dinero cuando podía. Pero la distancia ya no era solo física.
Lo que la cárcel no repara
Jenny salió un 24 de diciembre. Al llegar a casa, sus hijos estaban en el parque. No la reconocieron de inmediato. “Me tocó llamarlos, abrazarlos y decirles que ya estábamos juntos”. Fue un momento bonito, pero frágil. Lo más difícil vino después. “Ya no eran los mismos. Yo tampoco. El menor empezó a tener problemas en el colegio. El mayor poco me hablaba. Empezaron los vacíos y la rebeldía”.
Dos meses después de salir quedó en embarazo. El papá de la niña estaba en prisión domiciliaria. Para sostenerse, Jenny empezó a vender comida en la calle. Luego aprendió confección, cosía chaquetas, para estar más tiempo con los niños. Sin embargo, había cosas que no podía recuperar: “No estuve para ayudarles en las tareas, para apoyarlos como debía”. Poco tiempo después llegó otra noticia que desestabilizó todo: el padre de los niños se quitó la vida y quedó la culpa flotando. “De algún modo, siento que mis hijos también me lo recriminan. No me lo dicen directamente, pero lo siento en cómo me miran, en ciertas actitudes. Es como si, para ellos”.
Con su tercer hijo pudo vivir otra maternidad. Pudo lactarla, acompañarla al colegio, estar presente. Pero con sus hijos mayores las heridas son más profundas. “Ellos no me tienen en cuenta para muchas cosas. Por ejemplo, cuando uno de ellos habló de la casa que soñaba tener, dijo que se la regalaría a la abuela. Yo no aparezco en esos sueños”.
La distancia sigue pesando
“Ellos se cohíben al contarme muchas cosas. Solo en casos muy extremos, y muy rara vez, se abren un poco conmigo”. Jenny también siente que la sociedad no entiende estas realidades. “Nos condenan por el delito, sin mirar las circunstancias. A veces la justicia es severa en ciertos casos. Yo pedí domiciliaria, por ser madre cabeza de familia y el juez dijo que no, porque mis hijos ‘tenían papá’ —aunque nunca respondió por ellos”.
Por otro lado, algunas fundaciones, que prometen ayudar a las mujeres postpenadas, incumplen. “A veces nos usan solo para la foto, pero conseguir un trabajo real, tras salir de prisión, es muy difícil. Muchas salimos sin nada, sin red de apoyo. Y unos hijos que nos necesitan”. Por eso, Jenny cree que deberían preparar a las mujeres para la libertad, no solo para cumplir la condena. “Cuando uno sale, la familia no está preparada. Los hijos ya no son los mismos, ni uno es la misma persona. El golpe es muy duro, porque no hay acompañamiento”.
Pese a todo, Jenny sigue reconstruyéndose. Es cofundadora de Mujeres Libres, un colectivo que acompaña y apoya a mujeres que han pasado por la cárcel y a sus familias. Mientras sostiene el hogar y cría a sus tres hijos, también lucha por abrir caminos que antes no existían, para que otras no tengan que cargar solas con lo que rompe la prisión. Lidera, además, su propio emprendimiento: Confecciones Colombia, una línea de descanso en la que diseña y vende pijamas, cobijas y cojines, buscando con ello mantenerse a flote; brindarles estabilidad a sus hijos, y seguir adelante con su vida.
“Antes fui ingenua. En la cárcel aprendí a ser valiente. Hoy soy fuerte, pese a que la vida siga poniéndome a prueba”. Y aunque el mundo afuera no siempre la perdona, Jenny no deja de ser lo que siempre fue: mamá.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.