Ella lo definiría después como un “bobo” con arrebatos de lucidez. Por sus arrebatos se enamoró de él, aunque el suyo hubiera sido el amor de una sola noche, pero por sus tonterías lo abandonó. Por ella, Roa Sierra solía embriagarse, sobre todo los viernes después de oír los discursos de Jorge Eliécer Gaitán en el Teatro Municipal, y por ella, trabajó como albañil y portero de la Legación Alemana.
En la mañana del 9 de abril ni se afeitó ni se bañó. Se puso un raído traje de paño café a rayas, unos zapatos amarillos, rotos, sucios y un descascarado sombrero de fieltro. Las mil y una investigaciones que se realizaron acerca de sus movimientos ese día determinaron que poco antes de las 10 anduvo por el café El Gato Negro, uno de los lugares preferidos por los círculos intelectuales de la época. Se tomó un tinto y se sentó cerca a una ventana para vigilar el posible paso de Gaitán por la calle, pues las oficinas del político quedaban en el edificio Agustín Nieto, ubicado a unos cuantos metros de allí.
Dos horas más tarde, Roa Sierra subió a la oficina de Gaitán. Le pidió a su secretaria, Cecilia de González, una entrevista con el líder. Sin embargo, la señora de González le respondió que era imposible, que requería de una cita. Como sin querer, le preguntó para qué deseaba verlo, pero ya Roa había dado media vuelta, y humillado, bajaba las escalinatas del edificio hacia la carrera séptima. Ante sus fracasos, una sencilla negativa era para él una herida profunda que podía hacerlo estallar.
Ya antes había estallado en varias oportunidades. Se creía Santander, se vestía como prócer de la Independencia, y en ocasiones, alucinado, se paraba frente al espejo del baño de su casa, en el barrio Ricaurte, con un par de velas encendidas en sus manos. Su esporádica concubina declaró luego que los domingos subía a Monserrate siempre a la misma hora, en las mañanas, y que bajaba por las tardes con una mochila repleta de piedras. No dejaba jamás olvidado un libro que se titulaba Dioses atómicos, se había declarado rosacrucista, aunque nunca pudo explicar en qué consistía serlo, y frecuentaba a un amigo quirólogo alemán, que en reiteradas ocasiones le dijo, aseguraba Roa, que su futuro era grande.
Pocos minutos después de que Roa Sierra hubiera salido por la puerta principal del edificio Agustín Nieto, entre las 12 y la una de la tarde, arribaron a la oficina Jorge Padilla, Alejandro Vallejo, Pedro Eliseo Cruz y Plinio Mendoza Neira, amigos personales de Gaitán. Hacia la una de la tarde Mendoza Neira invitó a los asistentes a almorzar al Hotel Continental: “Acepto, Plinio, pero te advierto que yo cuesto caro”, fueron las palabras de Gaitán. Al salir del ascensor Plinio Mendoza tomó del brazo a Gaitán y detrás siguieron Cruz, Padilla y Vallejo. En el momento en el que llegaron a la puerta del edificio, a la una y cinco de la tarde, Roa Sierra apuntó con el revólver a Gaitán, quien de inmediato se desprendió de Mendoza y trató de regresar al edificio. Entonces el homicida disparó tres veces sobre él. Apremiados por la inesperada circunstancia, sus acompañantes buscaron un vehículo para llevarlo a la Clínica Central. Allí falleció, cuando su amigo y médico Pedro Eliseo Cruz se disponía a practicarle una transfusión de sangre. No obstante, la noticia de su muerte se conoció varios minutos más tarde. La turba estaba encolerizada.
Ya para aquel instante los loteros, los lustrabotas, la gente de la calle, habían comenzado a gritar “mataron a Gaitán, mataron a Gaitán, mataron al doctor Gaitán”. Un cabo de la Policía capturó a Roa Sierra, lo golpeó, lo desarmó e ingresó con él a la droguería Granada. Pretendía protegerlo. Unos cuantos dependientes le preguntaron al asesino las razones de su crimen. Él simplemente alcanzó a decir: “No puedo, son cosas poderosas que no puedo decir”. Luego la muchedumbre sacudió la reja y la echó al piso. Un lustrabotas le pegó con su caja de embolar en la cabeza. Roa Sierra cayó al piso. Lo sacaron de la droguería y sobre el andén lo masacraron.
Algunos de los miles de testigos de aquel día dijeron que el asesino parecía llevado por algo extraño, que su rostro no era el de un hombre de la tierra, que sí, que debía ser cierto aquello de que oía voces, como murmuraban. Que sí, que era un hombre raro, un derrotado al que habían humillado mil veces. Un hombre eternamente herido que aspiraba a la inmortalidad, aunque tuviera que ser humillado para llegar allí.