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Entrar a la casa de los Reichmann Cañón es como visitar un museo. Cruzar la puerta es dejar atrás el frenesí capitalino del siglo XXI para cambiar de época. Allí, el reloj parece que se congeló en los años 50 y los muebles de madera, las ollas de aluminio, los discos de vinilo, el televisor con patas y el bidé en el baño permanecen intactos, funcionales y relucientes, como si fuera ayer. La casa es magia, porque aparecen cosas que ya no se ven, y en ella se pasean cuatro gatos bohemios, que se gastan alguna de sus siete vidas cazando mariposas e insectos en el inmenso jardín ubicado en la parte posterior de la residencia, que se levantó en 1955.
Desde su concepción fue una casa especial. La construyó un personaje de antaño, cuyo nombre es conocido, incluso, por los más chicos, gracias al parque temático que lleva su nombre: Jaime Duque. Los años le pasaron factura, pero su atractivo imperante conquistó a Pierre Reichmann y Tania Cañón. A ellos el apartamento en el que vivían se les encogió por culpa del Volskwagen Escarabajo del año 66, que les despertó un gusto incontrolable por la época, la historia y el ayer, que los convirtió en ávidos cazadores de antigüedades.
Necesitaban una casa, una con mucho espacio, también porque los tres perros que completan el clan ya se sofocaban un poco entre caricaturas de Condorito y juguetes de hojalata. La vieja casa, más deseada que nunca, abrió las puertas a sus nuevos anfitriones y se dejó vivir. No sin antes poner algunos reparos. “Queríamos conservar lo que más se pudiera de la casa, y eso hicimos, pero tocaba renovarla, porque era muy antigua y eso implicaba espacios cerrados, oscuros, había mucho machimbre, mucha madera que la oscurecía. Se conservaron pisos y ventanas, pero abrimos espacios y la modernizamos”, explicó Reichmann, reconocido ya entre vendedores en “pulgueros” y anticuarios.
Empezaron a vestir la casa. De verde pastel los cajones de la cocina, con el piso de mosaico en blanco y negro. Allí reposa la estufa, una preciada reliquia instalada allí desde la génesis de la vivienda y que, con mantenimiento, recobró su servicio.
De la cocina, al baño. Aunque sea difícil de creer, parezca inofensivo y tenga paredes rosa, el baño fue el lugar más difícil de construir, quizá por eso es también el más impresionante. La idea de cómo se quería estaba en la mente de los coleccionistas, lista para tomar forma. Se desató entonces una guerra de ladrillo y loza. Hubo que empezar de cero reemplazando las tuberías, ya tapadas, y añadir un punto de conexión para el bidé. La casa se vio obligada a abrir un poco más de espacio a la tina petulante de hiero colado, torso negro y patas bronce, que no cabía en el recinto, y desde entonces continúa llevándose todas las miradas.