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Una casa en Bogotá, para darle un vistazo al pasado

Una pareja de coleccionistas ha adecuado su vivienda, en el barrio La Soledad, para ambientar espacios que recrean los años 50.

Kelly Rodríguez / krodriguezd@elespectador.com

06 de marzo de 2020 - 10:00 p. m.
La cocina. La estufa blanca del fondo se encuentra allí desde la construcción de la casa en 1.955 y funciona perfectamente, luego de que le realizaran mantenimiento. / Jose Vargas. El Espectador
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Entrar a la casa de los Reichmann Cañón es como visitar un museo. Cruzar la puerta es dejar atrás el frenesí capitalino del siglo XXI para cambiar de época. Allí, el reloj parece que se congeló en los años 50 y los muebles de madera, las ollas de aluminio, los discos de vinilo, el televisor con patas y el bidé en el baño permanecen intactos, funcionales y relucientes, como si fuera ayer. La casa es magia, porque aparecen cosas que ya no se ven, y en ella se pasean cuatro gatos bohemios, que se gastan alguna de sus siete vidas cazando mariposas e insectos en el inmenso jardín ubicado en la parte posterior de la residencia, que se levantó en 1955.

Desde su concepción fue una casa especial. La construyó un personaje de antaño, cuyo nombre es conocido, incluso, por los más chicos, gracias al parque temático que lleva su nombre: Jaime Duque. Los años le pasaron factura, pero su atractivo imperante conquistó a Pierre Reichmann y Tania Cañón. A ellos el apartamento en el que vivían se les encogió por culpa del Volskwagen Escarabajo del año 66, que les despertó un gusto incontrolable por la época, la historia y el ayer, que los convirtió en ávidos cazadores de antigüedades.

Necesitaban una casa, una con mucho espacio, también porque los tres perros que completan el clan ya se sofocaban un poco entre caricaturas de Condorito y juguetes de hojalata. La vieja casa, más deseada que nunca, abrió las puertas a sus nuevos anfitriones y se dejó vivir. No sin antes poner algunos reparos. “Queríamos conservar lo que más se pudiera de la casa, y eso hicimos, pero tocaba renovarla, porque era muy antigua y eso implicaba espacios cerrados, oscuros, había mucho machimbre, mucha madera que la oscurecía. Se conservaron pisos y ventanas, pero abrimos espacios y la modernizamos”, explicó Reichmann, reconocido ya entre vendedores en “pulgueros” y anticuarios.

Empezaron a vestir la casa. De verde pastel los cajones de la cocina, con el piso de mosaico en blanco y negro. Allí reposa la estufa, una preciada reliquia instalada allí desde la génesis de la vivienda y que, con mantenimiento, recobró su servicio.

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De la cocina, al baño. Aunque sea difícil de creer, parezca inofensivo y tenga paredes rosa, el baño fue el lugar más difícil de construir, quizá por eso es también el más impresionante. La idea de cómo se quería estaba en la mente de los coleccionistas, lista para tomar forma. Se desató entonces una guerra de ladrillo y loza. Hubo que empezar de cero reemplazando las tuberías, ya tapadas, y añadir un punto de conexión para el bidé. La casa se vio obligada a abrir un poco más de espacio a la tina petulante de hiero colado, torso negro y patas bronce, que no cabía en el recinto, y desde entonces continúa llevándose todas las miradas.

Mientras tanto, Reichmann pasa horas en “la tienda”. Allí, como carpintero, pinta, pega y repara los vestigios de algo que fue y que en sus manos puede volver a ser. Quizás es una reliquia o de pronto es algo que le produce nostalgia, pero entre una cosa y otra, centenares de objetos reposan en las vitrinas de una “tienda vieja”, que huele a madera recién encerada, y alberga el empaque en lata de talcos Mexana, botellas de vidrio en las que empacaban el aceite, tiras cómicas de Kalimán y Condorito, viejas botellas de gaseosa, muñecos de caucho, máquinas de afeitar desmontables, cajetillas de fósforos El Diablo, los tomos I y II de La vida en América del Norte, del año 1899.
“Son pedacitos de historia que es bueno preservar, porque en unos años ningún joven sabrá cómo era un teléfono de díscola, casetes, radios antiguos, entonces me parece que lo chévere es recuperar y conservar, para que quien no vivió la época tenga el gusto de conocer cómo era antes”, concluyó.

Por Kelly Rodríguez / krodriguezd@elespectador.com

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