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Son las 7 de la mañana de un domingo cualquiera. En la carrera 30 con calle 22 C, bajo la lluvia o el sol tímido de la mañana, se da cita un grupo de personas cuyo plan de fin de semana no es ir al estadio, limpiar el cuarto de San Alejo o quedarse bajo las cobijas. Ellos están ahí para ir a caminar.
Las razones que mueven a estas personas a abandonar la comodidad de sus camas cada domingo del año van desde el sentido de aventura, pasando por la buena salud, hasta la búsqueda de paz interior en el camino.
Los ruidos se hacen insoportables. Las filas de carros se asemejan a una enorme serpiente que se abre paso perezosamente, casi con desidia, a través del cemento. El aire malsano que emana de aquel monstruo que los citadinos llaman tráfico asfixia, inunda los pulmones con un hálito de fuego. Entonces, la ciudad misma se convierte en excusa, en pretexto para salir de ella, para huir de su trajín endemoniado, de su eterno caos.
Así fue para Marina Elvira Toro, quien encuentra la paz de su infancia, que creía largamente perdida, en sus recorridos a través de los senderos ocultos de las montañas de Cundinamarca, los caminos de la memoria que la devuelven a sus días de niña en Cáqueza, cuando la vida parecía tanto más simple, tanto más bella.
En el caso de Marina, caminar es una tradición familiar, un legado de sus padres. Explorar las montañas, escudriñar la maleza es un estilo de vida, una forma de sobrellevar los días.
Es por esto que desde hace 11 años se dedica a enseñarles a principiantes y aficionados las sorpresas que el campo guarda celosamente bajo el verde follaje de sus árboles milenarios. A través de su trabajo como guía de la empresa Viajar es Vivir induce a sus clientes a sumergirse en la rutina del camino, en la contingencia del movimiento.
Las excursiones las realiza un grupo de 25 a 30 personas en promedio. Son recorridos que ocupan la totalidad de un día y que, por lo general, tienen entre 12 y 15 kilómetros. En breves interrupciones de la marcha los caminantes desayunan, almuerzan y recuperan fuerzas para continuar el camino hacia adelante o emprender la ruta de regreso hacia la cotidianidad de cemento y asfalto de la capital.
Sus destinos abarcan, usualmente, el largo y ancho de la sabana bogotana. Sin embargo, para los más avezados en esta Semana Santa, para aquellos que buscan parajes más exóticos, destinos remotos llenos de aventura y misterio, hay planes que incluyen la Ciudad Perdida, en el Parque Tayrona, la selva del Guainía, la Sierra Nevada del Cocuy, el Cañón del Chicamocha o San Agustín.
Caminar, por paradójico que parezca, no es un acto solitario, un placer egoísta. La caminata es algo colectivo, un ritual de celebración de la naturaleza que se hace en comunidad. Incluso la selección de los destinos se hace en compañía. Estos surgen de una conversación entre amigos: son el producto de una tarde de chismes y café.
Pero no todo es fiesta y dicha. Caminar cambia al viajero, deja en él heridas y cicatrices. “A mí me duele ver cómo la gente va dañando el medio ambiente. Saber que un camino que uno ha transitado tanto, y que era tan bello antes, ahora está destruido, lleno de basura, es algo que me toca en el fondo.”
El caminante es un voyerista sin remedio, un adicto a la observación. La naturaleza es su mayor obsesión, su deleite más inmediato. “El objetivo de estas caminatas es mostrarle a la gente toda la naturaleza que los rodea. Que sepan apreciar las maravillas que están ahí, a la vista de todos”, dice Marina.