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La historia de María del Carmen Marín huele a tomillo, romero, albahaca, cilantro, guasca, pimienta. Sus manos tienen el blando calor de una almojábana recién horneada, que se derrite en pequeños trozos de dicha al primer bocado. Ellas mismas llevan puestas, entre los pliegues de la edad y la experiencia, las asperezas de una vida entre ollas, agua hirviendo y fuego, una buena tajada del pasado culinario de la ciudad, como si para recordarlo bastara con mirarlas.
Se acuerda, más de setenta años después, de que sus primeras evocaciones gastronómicas se remontan a la visión de su mamá en la cocina familiar. Entre los quiebres de la memoria se mezcla la silueta maternal con el sonido vivaz de la candela, del plátano crujiendo bajo los dientes del molino, el roce de la sal contra las manos que adoban el costado de un pescado, suaves caricias para consentir la carne, prepararla para el fuego purificador del horno, como si se tratara de amortajar la comida.
Ella quiso aprender y empezó por observar con detalle los gestos, las maneras en que un determinado conjunto de acciones y reacciones producían sabores y texturas. La milagrosa danza de la cocina era eso.
En el medio de todo, entre la vida diaria y el mágico momento en que se hacía alquimia en la estufa, estaban los largos almuerzos familiares en un mundo anterior a la idea de que el tiempo era relativo. El momento era uno solo y era para comer. Para comer y sentir cómo la felicidad tenía sabor.
Del aire ligero de Socorro, Santander, pasó a la humedad del páramo en Bogotá. La ciudad la recibió, junto a su familia, con la lluvia de fuego del 9 de abril de 1948. La bienvenida, aunque carente de cortesía, pero plena en disturbios y muertos, fue suficiente para que se enamorara de la capital. “¿Quién viene a Bogotá y después se quiere ir?”.
Los años pasaron y las destrezas se fueron afinando. El oído entrenado reconocía entre el siseo inclemente de la sartén el momento exacto en que el trozo de carne estaba listo, la fina línea entre bien hecho y arruinado. La mano, firme, aprendió a cortar con inclemencia todo lo que estuviera más allá de sus propios dedos. Si Dios se acostara en su tabla para picar sería rebanado con deliciosa precisión. No como si ella fuera capaz de hacer semejante cosa. Ella tan piadosa y creyente en un poder superior, que pareciera hablar a través de sus manos. Es sólo un decir, un decir verdadero.
El momento exacto, el instante preciso del fotógrafo, se perdió para el abismo del olvido. Lo cierto es que, como la canción, poquito a poco y muy lentamente su nombre comenzó a ser susurrado y recomendado con veneración entre las damas de alcurnia de la capital. Y las noches transcurrían entre la crema de cebolla (cuya receta le fue servida en alguna ocasión al ex presidente Carlos Lleras Restrepo), las croquetas de langostino, el esponjado de curuba que había servido en la casa de tal o cual, cada apellido más encumbrado que el anterior.
La memoria le alcanza a la perfección para recordar los nombres de sus ilustres comensales, pero el pudor no. Si la relación entre abogado y cliente, entre sacerdote y pecador, tiene el privilegio del secreto, la de cocinero y comensal también. Todas son sagradas, pero sólo la última es tan sabrosa.
En 1966, los diarios bogotanos, entre ellos El Espectador, registraban en sus crónicas sociales las fastuosas cenas de Navidad de algunas de las familias más encumbradas de la ciudad, que más que una celebración religiosa eran una celebración de los sentidos. Entre uno y otro párrafo aparecía el nombre de la inventora de delicias, la mano invisible que con paciencia a prueba de calor había batido una y otra vez el ajiaco que se toma su tiempo para adquirir su textura, para ablandar hasta el punto indicado las papas e impregnarlas con el aroma de la guasca.
En la calle, un fotógrafo intrépido, o entrometido, la sorprendió caminando con alguna de sus amigas ilustres (de nuevo la pudorosa memoria borra el nombre del personaje). Con algo de vergüenza, aunque mucho más de timidez, el retrato salió con una diciéndole a la otra, entre risas: “Sonríe, Carmen. ¿Por qué bajas la cara?”.
La modestia ha sido siempre la regla. Tantas veces que no cobró por su trabajo. Otras varias en las que compartió sus recetas sin reticencias, sin valores ni costos atados a ellas. Lo importante era cocinar, seguir cocinando. Alguna vez, después de una cena en honor de la escogencia de la entonces concejal Clara López, como presidenta de la corporación, alguien le preguntó por la receta de una salsa servida esa noche. López interrumpió a quien hablaba y le dijo: “Si quieres la receta, pues contrata a Carmen y le pagas para que la haga”.
Su labor es honesta, directa. En momentos en que el chef es una suerte de estrella de rock, con todo el glamour y la decadencia que el término conlleva, su enfoque culinario es simple: buena comida hecha con sus manos. Lejos quedaron los días en que hacía sus propios jamones. Eso era cuando aún había la fuerza para arrastrar el pavo desde el patio a la cocina, emborracharlo de a poco para blanquear sus carnes y, en un momento tenso, dormirlo para siempre. Hoy, con tantos productores industriales que se encargan de la ardua tarea, ya no vale la pena seguir con el procedimiento. No hay más jamón.
Si le hubieran dado un centavo por cada agradecimiento que ha recibido en su vida, sería rica, sin duda. Pero la gratitud es una moneda que no se devalúa. Recuerda exactamente el lugar de su cómoda donde está la carta, escrita a máquina, que el Club de Mujeres Americanas de Bogotá le envió en 1990 para “extenderle nuestros más sinceros agradecimientos por su gran demostración gastronómica: es usted una chef milagrosa”. En la cena, además de las integrantes del Club, se sentaron la esposa del gerente de la Texas Company en Colombia, la embajadora de Ecuador y otra serie de encumbradas damas acostumbradas a los grandes banquetes.
Después de tantos años pasados por agua, cortados en julianas, picados en cuadritos, blanqueados, revueltos, espesados, congelados, descongelados, molidos, un buen día se le olvidó cómo hacer una ensalada de frutas: le añadió patilla y, como todos lo saben, según ella, la ensalada de frutas no lleva patilla, por Dios. ¿Usted a qué se dedica?: “Yo cocino y me queda muy rico. Pero, le digo, nadie plancha un mantel mejor que yo”.
Para comerse a bocados
“Vamos a comenzar este relato percibiendo un olor agradable a cebolla junca, sofreída en manteca de cerdo y sal”. Así comienza la historia de María del Carmen Marín acerca de cómo preparar un menú que incluye mazamorra de piste, carne sudada con papa, pastelitos de plátano maduro y, de postre, almojábanas calientes con salsa de mora. La narración de esta bogotana de casi 80 años es un acercamiento a la comida como momento familiar, como parte del pegamento que sostiene la vida diaria atada, en su lugar. Sus descripciones, hechas de palabras sencillas, logran una intimidad inmediata con el lector o con quien escuche la grabación que doña María del Carmen envió al Instituto de Patrimonio y con la cual se hizo acreedora al primer lugar de la categoría de receta mejor contada.
La competencia
Los ganadores del concurso del Distrito Festividades y Celebraciones, anunciados el mes pasado, son: María del Carmen Marín (receta mejor contada), Rosa Inés Solano (receta más cachaca, por una preparación de puchero bogotano), María Teresa Gómez (primer premio a la receta más antigua), Myriam Bernal (segundo premio receta más antigua) y Guillermo Clavijo (mención especial por un cuadernillo de preparaciones culinarias).