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Carlos Lasso, el biólogo que explora el mundo oculto de las cuevas colombianas

Carlos Lasso, doctor en Ecología, ha llegado a lugares a los que muy pocos han accedido: cuevas profundas y oscuras que le han costado uno que otro quebranto de salud, pero que le han permitido descubrir un mundo inexplorado. Allí se esconde una biodiversidad cavernícola que él, junto con otros colegas, está describiendo. Perfil de un científico que pasa parte de su tiempo en ecosistemas subterráneos.

Nicolás Ceballos y Natalia Huerta

26 de mayo de 2025 - 08:09 p. m.
Carlos Lasso es biólogo y tiene un doctorado en Ciencias Biológicas. También ha trabajado en temas relacionados con la Antropología y la Arqueología.
Foto: Nicolás Villaume
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Rodeado de un paisaje frondoso, en lo alto de un cerrito cerca de la avenida Circunvalar, en Bogotá, se encuentra el Instituto Alexander von Humboldt, un centro de investigaciones sobre la biodiversidad en Colombia. Nos asomamos por la puerta de un silencioso laboratorio. Las mesas están llenas de frascos con especímenes conservados en alcohol, libretas de notas, microscopios y estereoscopios. Entre todos los instrumentos, resalta una silueta inclinada sobre la mesa, manipulando con precisión bolsas plásticas que contienen líquidos oscuros. Antes de que podamos anunciar nuestra presencia, una voz firme y profunda rompe el silencio:

—Vengan, sigan. Estoy organizando unas muestras. Tengo que ponerlas en alcohol para preservarlas. Siéntense, se las muestro.

Tiene el cabello largo, la barba canosa y lleva unas gafas de marco negro y rojo, sujetas con un hilo. No tiene puesta la bata blanca con la que uno imaginaría a un científico de laboratorio, sino una camisa de manga larga, algo arrugada, pantalones beige y unos guantes de látex desgastados por su uso.

—Pasen por acá —dice levantando la misteriosa bolsa—. Todo esto es excremento de murciélago. Aquí vive una cantidad de organismos microscópicos extrañísimos.

El trabajo que hace es preciso y cuidadoso. Conseguir muestras de las profundidades de las cavernas no es nada fácil y Carlos Lasso tiene varias. Cada ejemplar cuenta una historia de adaptación extrema, de aislamiento evolutivo y de resiliencia en un mundo donde llega muy poca luz. Para él, estas especies no son solo muestras preservadas en frascos, sino testigos de un ecosistema frágil y fascinante que aún guarda muchos secretos.

—Estoy pasando estas muestras a alcohol. Son cangrejos cavernícolas. Si los quieren tocar, pueden hacerlo, les prometo que están más limpios que sus manos.

Carlos Lasso en el laboratorio en la sede del Instituto Humboldt, en Bogotá.
Foto: Natalia Huerta

Nos acercamos y él, con la destreza de quien conoce cada detalle de sus sujetos de estudio, nos corrige antes de siquiera intentar sostenerlos.

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—No los cojan así, porque se les sueltan las pinzas —advierte, tomando uno con delicadeza—. Este es un visitante ocasional a las cuevas. Tiene ojos funcionales y las pinzas muy gruesas porque él entra y sale.

Abre otro frasco con una especie diferente y nos pide que los comparemos.

—Y este bicho raro es un troglodita verdadero. Es decir, que vive en las cavernas nada más. No va a salir nunca de ahí, no tiene ojos y sus pinzas son largas y delgadas porque se guía por el tacto.

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Los cangrejos trogloditas no son las únicas especies que se adaptan a la oscuridad. Lasso también ha tenido que aprender a manejarse en esos ambientes donde abunda la biodiversidad, pero escasea la luz. En esos oscuros y profundos socavones ha llegado a descender decenas de metros, con cuerdas en su cintura.

—Una de las peores sensaciones es sentirse perdido en una cueva— afirma, mientras recuerda la vez que se quedó sin linterna entre las penumbras.

Le preguntamos si le asustan esos descensos en total oscuridad y nos responde fiel a su estilo:

—No me da tanto miedo, porque como no veo abajo, pues no sé cuán profundo es.

Una de las libretas en las que Carlos Lasso tiene apuntes de sus investigaciones.
Foto: Natalia Huertas

El trabajo de Lasso, doctor en Ciencias Biológicas, no se ha limitado únicamente al estudio de la biodiversidad. Ha aportado su granito de arena a la arqueología y la antropología. Por ejemplo, desde hace seis años trabaja junto a Carlos Castaño Uribe, el antropólogo que avistó por primera vez la Serranía del Chiribiquete, en un proyecto que busca develar cuáles eran las especies que los primeros pobladores plasmaron en sus pinturas rupestres en esas cuevas. Para Lasso, esta investigación es lo más parecido que tiene a un pasatiempo. Se divierte, en el marco de un profundo respeto por la ancestralidad, escudriñando pinturas de más de 15 mil años de antigüedad y buscando comprender si lo que ve es un caballo del Pleistoceno o un tigre dientes de sable.

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En su laboratorio no solo hay muestras de especies, sino también restos arqueológicos. En una bandeja aparte, con métodos de preservación distintos, guarda muestras de huesos animales y posiblemente humanos, junto con fragmentos de cerámica provenientes de los mismos sistemas cavernosos. Mientras nos muestra algunas piezas, explica cómo su trabajo ha contribuido a descubrimientos que han cambiado la manera en que se comprende el pasado de estas regiones.

Para poder entender más a fondo la importancia de este descubrimiento, Lasso —que nació en España y se formó como biólogo en Venezuela— no trabajó solo. Junto al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) realizó los primeros análisis para confirmar la antigüedad de las pinturas y los restos de cerámica. Utilizaron dataciones por carbono-14, un método que permite calcular los años que tienen los materiales orgánicos al medir la cantidad de carbono radiactivo que aún conservan.

Lasso nació en España y se formó como biólogo en Venezuela. Varios de sus trabajos están centrados en la descripción de la biodiversidad cavernícola.
Foto: Gonzalo Valdivieso

Por otro lado, para estudiar las piezas de hueso, ha trabajado con estudiantes que le ayudan a investigar las bacterias y hongos que hay en estos fragmentos. Dice que ha identificado cerca de noventa especies patógenas en las cuevas, incluyendo restos arqueológicos y paleontológicos. Son piezas y restos de animales que hay que tratar con precaución: manejarlos de forma inadecuada puede representar un riesgo.

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—Los arqueólogos, paleontólogos y los mismos biólogos manipulan estas piezas sin saberlo —dice con seriedad—. Después se tocan la nariz o se limpian las manos en la ropa.

Luego hace una pausa y sonríe con resignación.

—Me perdonan la afonía —asegura carraspeando—. Es que estaba en el frío, pasé a la Guajira, me morí de calor, y ese cambio me dejó la garganta hecha polvo.

Pero una garganta “hecha polvo” es insignificante comparada con las complicaciones de salud que le han dejado años de investigación en campo.

—En África tuve paludismo tres veces— afirma, mientras cuenta con los dedos—. También algo parecido a la filariasis; en otra ocasión, chikungunya, sika y dengue. Me han mordido pirañas y tortugas. Me dio histoplasmosis pulmonar. He tenido endoparásitos y ectoparásitos. Incluso, una candidiasis que confundieron con apendicitis.

Cuando se da cuenta de que se le han acabado los dedos, deja escapar un suspiro.

—Con razón me dicen: “Si tú no lo has tenido, no existe”.

Carlos Lasso en trabajo de campo.
Foto: Alessio Romeo

La candidiasis empezó con un fuerte dolor en vientre en una salida a Andes venezolanos. Tuvo que evacuar de emergencia junto a su equipo, que confundieron los síntomas con los de una apendicitis. Ya estaban a punto operarlo cuando, de pronto, alguien llamó: “¡No lo rajen!”. Lo que tenía era un hongo en su intestino. Su origen era incierto.

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Años después, en Colombia, en una vista a unas cuevas en la isla de Providencia para ver el estado de las mismas tras el huracán Iota, se contaminó con el temible hongo cavernícola: el Histoplasma capsularum. Eso le llevó a varias fiebres recurrentes durante meses hasta que un doctor vio su tomografía, se quitó la mascarilla y le dijo: “De una, a tratamiento”.

La prescripción incluía un antimicótico potente que debía tomar durante un año. —Lo curioso es que tenía que tomarlo con Coca-Cola —recuerda—. La explicación la encontró tiempo después, cuando un médico italiano en una expedición le explicó que los azúcares ayudaban a la absorción del medicamento.

Lasso tiene cientos de anécdotas como esa. Algunas más graves que otras. Las cuenta con aparente desinterés, pero le han hecho tomar consciencia de que es mejor tratar a tiempo las complicaciones que pueden causar algunos organismos. Para llenar los vacíos que había en ese campo, donde la biología y la medicina se dan la mano, se juntó con el infectólogo Carlos Pérez Díaz, el mismo doctor que le curó la histoplasmosis, y el médico Álvaro Faccini. Con ellos, editó el año pasado un libro titulado “Guía biomédica: Exposición con animales acuáticos en el norte Suramérica y el Caribe”.

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En él, se describen desde lesiones por mordeduras hasta intoxicaciones y envenenamientos causados por diversas especies de animales acuáticos. Es un trabajo que nunca antes se había realizado. La guía está escrita para que la lea el médico especialista, el turista que visita el Caribe o el pescador que entra diariamente al mar.

Hoy Lasso tiene 62 años. Se ve joven para alguien que confiesa no haber usado bloqueador en sus expediciones juveniles. ¿Ha considerado retirarse?, le preguntamos. Él responde con convicción y una sonrisa:

—Recién estoy empezando.

*Este artículo fue realizado en la clase de Periodismo Científico de la Universidad Javeriana.

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Por Nicolás Ceballos

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