De los restos fósiles que hace poco más de un año permitieron identificar por primera vez la presencia de un gran ave del terror que vivió en lo que hoy es Colombia hace 14 millones de años, había una duda que atormentaba a los investigadores: una serie de marcas en el hueso que parecían hechas por dientes. O dicho de otro modo, la inquietante posibilidad de que aquella ave —un formidable depredador en su tiempo— hubiera terminado como presa. ¿Pero qué otro animal, aún más imponente, podría haberle dado caza a un Phorusrhacidae? ¿O qué circunstancia había permitido que un ave de 2 metros y medio de alto y una masa corporal de 156 kilos hubiera terminado en la boca de otro depredador?
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En una investigación publicada hoy en Biology Letters, los científicos por fin tienen una respuesta. “Estas aves del terror, que eran depredadores tope —capaces de cazar grandes ungulados nativos de Sudamérica como los ancestros de los chigüiros y roedores— también enfrentaban riesgos al acercarse a los cuerpos de agua que existían en La Venta durante el Mioceno Medio”, explica el colombiano Andrés Link, investigador de la Universidad de los Andes y autor del estudio.
La Venta, ese paisaje árido que hoy conocemos como el desierto de La Tatacoa, fue un bosque húmedo tropical, muy parecido al Amazonas actual. Por estas tierras que recorre César Perdomo —campesino y director del Museo La Tormenta, quien halló el fósil del ave del terror— fluyeron entre 14 y 10 millones de años atrás ríos caudalosos que atravesaban un entorno cubierto de vegetación tropical y subtropical.
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Fue en ese antiguo ecosistema donde el ave del terror corría con fuerza y agilidad, impulsada por sus patas largas y musculosas, capaces de alcanzar velocidades de hasta 40 kilómetros por hora. Con un cuello largo y robusto, apenas cubierto por plumas e ideal para los movimientos rápidos, era un depredador implacable. Pero no era invencible. La parte de una de sus patas (conocida como tibiotarso) que hoy descansa en La Tormenta, revela cuatro marcas de mordedura que nos recuerdan, dice Link, “que las relaciones entre las especies son más complejas de lo que nos enseñaron en el colegio con la clásica pirámide de depredadores, herbívoros y plantas al final, que resulta demasiado simple” para la realidad.
Los dientes del “crimen”
Las marcas en el fósil del tibiotarso —un hueso largo y robusto en la pata, que resulta de la fusión del hueso de la tibia con algunos huesos del tarso, que es el equivalente al tobillo en los mamíferos—, se lee en la investigación, están alineadas, como si el mordisco hubiera sido parte de un solo acto, y siguen una dirección oblicua, de abajo hacia arriba y de afuera hacia adentro. No son perforaciones profundas, sino fosas que solo afectaron la capa externa del hueso. Eso sugiere que los dientes del depredador solo lo rozaron o presionaron con la punta, sin atravesarlo por completo. No hay señales de cicatrización, lo que indica que el ataque ocurrió cuando el ave del terror aún estaba viva o poco después de morir.
“Haciendo el análisis a esas marcas, lo que hicimos fue descartar quién no había podido provocarlas y quién sí”, explica Link.
Para lograrlo, primero escanearon el fósil y crearon un modelo tridimensional en formato digital. Luego aislaron la zona con las marcas de mordida y generaron una versión invertida, como una huella negativa. Esa réplica digital fue comparada entonces con los dientes fósiles de distintos depredadores que habitaron la misma región y periodo del ave del terror, buscando coincidencias. Así intentaron responder una de las preguntas clave del estudio: ¿quién fue capaz de morder a un ave del terror?
Los mamíferos fueron los primeros descartados. En La Venta vivían en aquellos tiempos grandes mamíferos, como toxodontes, astrapoterios y perezosos terrestres, pero ninguno coincidía con las mordidas halladas en el hueso del ave. Y esto por una razón bastante simple: los mamíferos carnívoros, como los felinos o cánidos actuales, tienden a roer los extremos de los huesos largos (conocidos como epífisis) para llegar al interior, donde se encuentra la médula ósea y el tejido esponjoso. Al hacerlo, dejan señales características: bordes astillados, irregulares, dentados, como si el hueso hubiera sido “mordisqueado”.
En cambio, los cocodrilos tienen otro estilo. No desgastan ni muerden el hueso para acceder al interior; ellos arrancan porciones completas del cuerpo de la presa, las separan con sus potentes mandíbulas y se las tragan enteras. Esto hace que las marcas que dejan sobre los huesos sean distintas: suelen encontrarse a lo largo del cuerpo del hueso, en la zona media (la diáfisis), y no en los extremos, como en el caso de los mamíferos.
“Eso coincidía más con las marcas de los dientes de nuestra ave del terror. Entonces, con las siete u ocho especies de crocodilomorfos que habitaban en La Venta, lo que hicimos fue mirar sus formas de los dientes y quién podía coincidir o no con las marcas”, dice Link.
Los crocodilomorfos son un grupo amplio de reptiles emparentados con los cocodrilos modernos, pero con una diversidad mucho mayor. Algunos eran completamente acuáticos, otros más terrestres, y sus mandíbulas y dentaduras podían ser muy diferentes entre sí.
No fue una tarea muy fácil. En La Venta, los investigadores han identificado durante los últimos años a, al menos, ocho tipos distintos de cocodrilos que habitaron la región durante el Mioceno.
No fue una tarea muy fácil. En La Venta, los investigadores han identificado durante los últimos años a, al menos, ocho tipos distintos de cocodrilos que habitaron la región durante el Mioceno. Entre ellos, se encontraba Langstonia huilensis, un cocodrilo terrestre del grupo de los sebecos, depredadores que no vivían en el agua como la mayoría de los cocodrilos actuales, sino que caminaban por tierra firme y cazaban con sus dientes afilados. También estaba Gryposuchus colombianus, un pariente de los gaviales modernos, reconocible por su largo y estrecho hocico adaptado para atrapar peces, y el Charactosuchus fieldsi, un tomistomino con rasgos más parecidos a los cocodrilos marinos.
Pero el grupo más abundante y variado era el de los caimanes, conocidos científicamente como caimaninos aligatoridos. Entre ellos había formas generalistas y pequeñas como Caiman sp. y Eocaiman sp., que probablemente comían una gran variedad de presas y tenían una dieta flexible. También había especies como Kuttanacaiman iquitosensis, cuyos dientes le permitían aplastar presas duras como moluscos o crustáceos. Otro caso es el de Mourasuchus atopus, apodado el “cara de pato” por su hocico plano y ancho, cuya anatomía sugiere que podía haber filtrado alimento del agua, algo único entre los cocodrilos. Pero el más impresionante de todos era Purussaurus neivensis, un caimán gigante que pudo alcanzar más de 10 metros de largo y uno de los mayores cocodrilos que han existido.
“El único que coincidía con las marcas en el hueso era un caimán con dientes muy grandes, un Purussaurus”, concluye Link.
Al comparar las distancias entre las marcas en el hueso del ave con las separaciones entre dientes de cocodrilos actuales, los investigadores concluyeron que esas mordidas no pudieron haber sido hechas por cocodrilos pequeños. Las fosas más grandes están separadas por unos 27 milímetros, lo que coincide con el espacio entre los dientes de un caimán de gran tamaño. El tipo de diente que mejor encajaba con estas marcas es el de los caimanes, que presentan dientes posteriores más romos, como los de Purussaurus. Es posible, añade el investigador colombiano, que el responsable haya sido un individuo no completamente adulto, de tamaño mediano, de unos cuatro o cinco metros de largo, similar en dimensiones a un caimán negro actual.
El Huila hace 13 millones de años
Aunque es común que distintas especies compitan entre sí por recursos en los ecosistemas (por ejemplo, por comida o territorio), es muy poco frecuente encontrar evidencia directa de que un depredador en la cima de la cadena alimenticia —es decir, un depredador ápice— se alimente de otro también en la cima. Lo normal, se lee en el estudio, es que los depredadores cacen animales más abajo en la cadena, como herbívoros o pequeños carnívoros. Por eso, cuando se encuentra un caso como este —en el que un depredador acuático de gran tamaño, como un caimán fósil, aparentemente se alimentó de un depredador terrestre también muy poderoso— se considera un hallazgo raro e importante.
“En el registro fósil, las interacciones tróficas entre depredadores ápice son extremadamente raras”, indica la investigación. Durante el Cenozoico en el norte de Sudamérica, especialmente en zonas influenciadas por el antiguo sistema de humedales Pebas, los cocodrilomorfos gigantes desempeñaron un papel importante como depredadores. Se ha documentado que algunos caimanes atacaron incluso a otros grandes vertebrados.
Este tipo de interacciones, dice el estudio, no es sorprendente en ambientes donde convergen ecosistemas acuáticos y terrestres. En estos lugares, es común que grandes depredadores coincidan: los carnívoros terrestres suelen rondar las fuentes de agua, especialmente en épocas secas, para emboscar a animales sedientos o cazar presas acuáticas. A su vez, los depredadores acuáticos aprovechan para atacar a los vertebrados que se acercan a beber, como se observa hoy en los bebederos naturales de África.
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Si esta interacción ocurrió entre ambos animales aún vivos, es probable que el ave del terror colombiana se acercara al agua —tal vez a beber— y fuera atacada sorpresivamente por el reptil. La falta de señales de regeneración ósea en las marcas sugiere que el ataque ocurrió en vida y no post mortem, se lee en la investigación. Sin embargo, no hay evidencia concluyente que permita descartar o confirmar un comportamiento carroñero por parte del Purussaurus. Esta hipótesis se refuerza por el hecho de que la capa estratigráfica donde se halló el ave del terror corresponde a un ambiente con canales de agua durante el Mioceno Medio, época en la que se produjo esta interacción.
“Es un artículo anecdótico, que cuenta algo emblemático de lo que podía estar sucediendo en ese ambiente del Mioceno hace 13 millones de años en Huila, en lo que debió ser un evento puntual en el que un cocodrilo, depredó o por lo menos se alimentó de esta ave del terror”, señala Link. Una ventana a un suceso del pasado que da nuevas pistas sobre la dinámica ecológica de un ecosistema que hoy yace enterrado bajo el suelo de La Tatacoa.
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