El 20 de julio de 1969 fue una fecha fatal para mí. Tenía 14 años y era el joven que más sabía sobre la misión Apolo 11 en el mundo. Sabía cuántos litros de hidrógeno líquido llevaba la nave, y el nombre de la niña que Neil Armstrong había enterrado siete años atrás. Conocía, claro, la distancia que nos separaba en línea recta de nuestro satélite, 384.000 km, y la longitud de la trayectoria curva elegida por los ingenieros, 763.000 km. Como también eran conocidas las diferentes velocidades de la nave en las fases del vuelo, podía calcular con un pequeño margen de error el tiempo del viaje Tierra-Luna.
Conocía incluso un detalle casi secreto: que Neil Armstrong, uno de los tres tripulantes del Apolo 11, había estado en Colombia. Vino en 1963 y estuvo tres semanas en las selvas del Chocó haciendo un curso de supervivencia extrema. Lo acompañó John Glenn, uno de los astronautas más veteranos de la Nasa.
Lógicamente, yo esperaba la llegada del 20 de julio con gran ansiedad. Por desgracia, me fui de excursión con mis compañeros de colegio a Medellín el 12 de julio. Iniciamos el regreso la noche del 18 pero el bus se varó en el camino y solo llegamos a mi casa en Palmira el 20 de julio a las dos de la tarde, luego de 36 horas de viaje. Llegué rendido, me acosté, escuché desde mi cuarto la transmisión del suceso del siglo (el único televisor de las casas estaba en la sala) y aunque luché con todas mis fuerzas por levantarme de la cama, no pude hacerlo. Fue el peor día de mi vida, o al menos el peor de mi adolescencia. En suma, ni dormí ni descansé ni pude ver en vivo el alunizaje.
La pasmosa trasmisión en directo Luna-Palmira fue posible gracias a un rayo láser que voló como una exhalación roja y fina desde el Mar de la Tranquilidad hasta Houston y luego vía microondas Houston-Camberra-Caracas-Cúcuta-Bogotá.
Desesperados por ganar la “carrera espacial”, la batalla más cerebral de la Guerra Fría, los soviéticos habían lanzado el 13 de julio la Luna 15, una nave no tripulada que debía alunizar el 19 de julio. Pero todo falló y la nave se destripó aparatosamente contra la superficie lunar el 21 de julio como si fuera un armatoste diseñado por un comité político. Los rusos, pues, llegaron tarde y llegaron muy mal. Fue por esto que Tas, la agencia soviética de noticias, registró el alunizaje de los estadounidenses con un cable “piedro” y lacónico: “Hoy, a las 13:32 UTC, una nave norteamericana aterrizó en la Luna”. Y ya, como si se tratara de una operación de rutina de la aviación comercial.
La misión Apolo 11 tuvo dos sucesos místicos que solo se conocieron tiempo después. En cuanto el arácnido módulo lunar se posó sobre la superficie lunar, Edwin Aldrin realizó una eucaristía en acción de gracias. Había llevado un ligerísimo kit litúrgico: 100 ml de vino consagrado en un tubito plástico, una hostia de pan ácimo y un pequeño cáliz de plata. Tuvo que realizar la ceremonia solo porque Armstrong era deísta (Michel Collins se quedó orbitando el satélite en la nave madre, el módulo de mando Columbia). La Nasa no trasmitió la ceremonia porque se consideró que el alunizaje debía ser un acontecimiento neutro desde el punto de vista religioso.
El segundo suceso corrió por cuenta de Armstrong, que puso una esferita de oro junto al mástil de la bandera estadunidense: era un zarcillo de la hija de dos años que el cáncer le había arrebatado en 1962.
Los colombianos se tomaron en serio la misión lunar. Los poetas, por ejemplo, estaban de luto. Que la superficie de su vieja novia fuera hollada por un terrícola era inaceptable, por supuesto, ¡pero que ese terrícola fuera un yanqui era la tapa! Era algo que no podían digerir. La Luna perderá su magia y su misterio, se lamentaban.
Entusiasmado, el profesor colombiano José María Anderson y Molina, monitor minero nacional, dijo que si tuviera el presupuesto y los materiales indicados, él podría mandar “artefactos colombianos al espacio”.
Para no quedarse atrás, el presidente Carlos Lleras Restrepo vaticinó: “En la próxima década, el hombre visitará los confines del sistema solar”.
En la calle se vendían réplicas a escala del cohete, de su punta (la cápsula cónica), cascos y trajes de astronauta con la bandera de las barras y las estrellas, los grandes estudios reciclaron sus películas de extraterrestres, y en los kioscos había historietas de marcianos y selenitas; en la televisión, programas de concurso sobre los viajes espaciales, y los historiadores comparaban el viaje a la Luna con el Descubrimiento de América.
Para la historia universal, los viajes de Colón tuvieron mucho más repercusión que el alunizaje, sin duda. Para este adolescente, la misión Apolo 11 lo superaba todo, incluidos los sucesos de los abigarrados años 60, como el asesinato de John Kennedy, la guerra de Vietnam, el boom de los plásticos, los sucesos del mayo francés, la perturbadora aparición de la minifalda y los ágiles trazos de un invento novedoso, el bolígrafo.
Había solo tres cosas que podían afectarme más hondamente: las derrotas del América, la música de los Beatles y la salud de mamá.
En realidad el alunizaje fue el principio del fin del interés del gran público por la aventura espacial. Después, los viajes interplanetarios no llevaron tripulantes humanos y la Nasa no volvió a hacer nada tan espectacular. Como en cierta medida la investigación científica también necesita rating, los presupuestos rusos y norteamericanos para los viajes espaciales han caído (la ciencia depende de la política y la política del raiting). Influye también el hecho de que, desde finales del siglo pasado, la biología es una materia más apasionante que la física. El mapa del genoma, la búsqueda de la inmortalidad física, la clonación de órganos y animales y las posibilidades de las terapias genéticas en el tratamiento de enfermedades mortales, son más interesante que los pedruscos de Marte que nos traen los robots.
Hoy, solo un viaje tripulado a otro planeta, o un encuentro con extraterrestres, podría revivir el fervor que despertaron las misiones de los años 60.