El colombiano que ganó un IgNobel explica su investigación

El biólogo Felipe Borrero ganó un premio en la parodia de los Premios Nobel, los IgNobel. Detrás de la broma se esconde una investigación apasionante sobre el olfato de la mosca, sexo entre insectos y otras rarezas de biología.

Pablo Correa
21 de septiembre de 2018 - 10:03 p. m.
Imagen de alta resolución de una mosca. / Pixabay
Imagen de alta resolución de una mosca. / Pixabay

Cuando llegó el tiempo de elegir un tema de investigación, como le exigían a todos los otros estudiantes de biología en la U. de Los Andes, Felipe Borrero eligió a los opiliones. Familiares de las arañas, estos pequeños arácnidos vulgarmente conocidos como murgaños, patonas o segadores representan una amplia familia con más de 6.500 especies. En Colombia habitan varias decenas de ellas.  Siempre había soñado con lagartijas pero el azar lo acercó a los opiliones.

La primera tarea con los opiliones consistió en estudiar su comportamiento sexual. Abrirse camino en el mundo de los biólogos no es fácil y los territorios inexplorados se van reduciendo. Felipe era optimista y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de apuntarse sus primeros descubrimientos.

Ahora, en retrospectiva, analiza el tema con humor: “estuve observando opiliones en la Sabana de Bogotá durante más de 500 horas de noche. En todo ese tiempo solo vi dos actos de cópula. Osea que conclusiones de eso es que es un área de trabajo bastante complicada”.

En 2007 se graduó de biología y se matriculó en la maestría. Para no tirar por la borda su creciente conocimiento en los opiliones decidió mantenerse apegado a ellos pero esta vez para estudiar el sistema visual. El objetivo del trabajo era determinar qué tan buena era la resolución de la visión. “Logré determinar que deberían tener una resolución mejor de lo que se piensa pero no lo pude demostrar porque faltaron datos histológicos de la retina”, cuenta.  

Pero la rareza de su tema de estudio le traería satisfacciones y le abriría puertas. Cuando estaba por graduarse de la maestría llegó una oferta laboral de Agrosavia, antes conocida como Corpoica. Buscaban a alguien para trabajar en ecología química, alguien que entendiera las señales químicas que usan los insectos para comunicarse. Para alguien que pasó 500 horas observando el comportamiento sexual de los opiliones aquello escondía una oportunidad. Eso fue a finales de 2009.

Una de las primeras tareas fue el control de la polilla guatemalteca, una de las peores plagas de los cultivos de papa. La estrategia que diseñaron con el grupo de ecología química fue usar las feromonas de la hembra para confundir a los machos, reducir el número de cópulas y por ende el número de larval y el daño al cultivo. La investigación fue bastante exitosa pero no sus resultados posteriores. “Nos estrellamos con un muro. No logramos que alguien comercializara las feromonas en Colombia. Aunque científicamente fuera promisorio esa parte comercial fue un problema”, recuerda Felipe.  

Alba Marina Cotes, líder del grupo de control biológico de plagas agrícolas en Agrosavia y jefe de Felipe, le abrió la puerta para realizar un doctorado en la U. de Ciencias Agrícolas de Suecia gracias a un acuerdo de colaboración. Ahí comenzaría su relación con otro insecto más popular que los opiliones, la famosa mosca de la fruta, Drosophila melanogaster. Uno de los organismos que mejor conocen los científicos por los miles y miles de investigaciones en las que se ha usado como modelo animal. “Es el juguete de los biólogos”, explica Felipe.  

El grupo de investigación bajo la coordinación de Peter Witzgall , al que se unió Felipe, intentaba descifrar cómo se integra en el cerebro de la mosca la información olfativa. En esa gran línea de trabajo, el enfoque del doctorado de Felipe era la interacción entre feromonas de insectos y los olores que produce las plantas hospederas.

Y aquí vino el trabajo conjunto que, aunque suene a broma llevó a los miembros del grupo al podio de los IgNobel, un galardón que cada año se entrega en la U. de Harvard y no es más que una parodia de los Premios Nobel.

“Cualquier persona que haya trabajado con moscas sabe que si abre un frasco donde las almacena tiene un olor sumamente característico. Ese olor no estaba descrito dentro de los olores conocidos de la mosca”, cuenta Felipe. Dos miembros del grupo descubrieron que el olor lo producían las hembras y no los machos. “Para nosotros eso es importante porque los compuestos que produce un sólo sexo suelen tener algún tipo de función en comunicación sexual”.

El siguiente paso, en el que participó directamente Felipe, fue determinar que era el compuesto, de dónde venía, si jugaba algún papel en comunicación sexual y comprobar si era una feromona.

Resultó que es precisamente ese olor (que bautizaron Z4-11A) el que altera el del vino cuando una mosca cae en una copa y el olfato humano es poderosamente sensible a él. ¿Por qué? No lo sabemos.

Para el jurado de los IgNobel, el trabajo fue merecedor del premio en biología por demostrar que los expertos en vino “pueden identificar de manera confiable, por el olor, la presencia de una sola mosca en una copa de vino”.

Felipe tiene claro que es en estas rarezas de la ciencia donde pueden esconderse las soluciones para combatir las peores plagas de los agricultores.

 

Por Pablo Correa

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